Francisco
de Asís y su mensaje
VI
Historia
de la salvación
El
cristianismo concibe la historia como un despliegue de la raza humana, —«homo
sapiens»—, con un horizonte de sentido diseñado por Dios en el que se camina
hacia una plenitud aún no alcanzada. La historia tiene un comienzo puesto por
Dios y se desarrolla por el amor y la libertad humanas actuadas según la razón
en las culturas a partir de las etapas evolutivas de la naturaleza. Ya hemos
visto que en el hombre se produce la transformación de estructuras naturales
por otras nuevas hasta alcanzar el estado actual de animal racional. Y en el
ámbito histórico sucede lo mismo que en la evolución natural. El hombre usa su
libertad y su amor según razón para desarrollar las posibilidades individuales
y sociales que abren a la vida a realidades nuevas que acrecientan su dignidad.
Nada hay en la historia humana predeterminado; no existe un guión previo
diseñado que el hombre deba seguir para alcanzar la plenitud de sus cualidades
naturales. Ni se dan las «potencias espirituales» que influyen para que los
hombres caminen según la voluntad del Creador. En la percepción de la historia
judeocristiana la creación arranca de un acto libre de Dios por el que se
expresa a sí mismo fuera de sí y deja al hombre la responsabilidad de llevarla
hacia adelante, no como propietario de ella, sino como administrador,
administración que ejerce según su libertad (cf. Gén 1,29-30). La creación es
un sistema abierto a la actividad de los hombres con la responsabilidad de que
la conduzca hacia los objetivos marcados por el Creador.
El
hombre imagen de Dios
El
hombre se entiende a sí mismo como responsable de su destino y de todo cuanto
lo rodea (cf. Gén 1,26), por tanto, se une al cosmos en el desarrollo de su
identidad. Y el cosmos no se separa de Dios y del hombre, recibiendo su
influencia, que puede ser para bien, o para mal. De ahí que los destinos del universo
y del hombre se entrelazan, llegando a prevalecer la acción humana, si buena,
como administrador de Dios, para alcanzar su fin; si mala, para destruir la
obra de Dios, al que obliga a intervenir para salvar, tanto al uno como al
otro. Hemos afirmado que el hombre está esencialmente unido al cosmos, porque
viene de la tierra (cf. Gén 2,7), es alimentado por ella (cf. Gén 8,22), le
acompaña en su devenir histórico, dándole su función (cf. Gén 2,19-20), lo
cuida y custodia del mal (cf. Gén 2,15). El cosmos y el hombre son criaturas de
Dios desde el mismo instante de su creación, pero prevaleciendo la superioridad
humana. Nunca existen fuera de la relación divina. Y esto se contempla para el
cosmos, para la humanidad y para cada individuo: «Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno [...] Cuando me iba formando en lo oculto y
entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi embrión» (Sal
139,13-16). A la relación con Dios y con el cosmos se añade la relación con los
demás. De esta manera el hombre existe porque es capaz de vivir e integrarse en
una colectividad. No es descabellada la opinión de que el «hombre de
Neandertal» desaparece al encarar solo su hábitat, y que el «homo sapiens» se
mantiene en la vida porque se une y forma grupo para solventar los problemas
procedentes de una naturaleza adversa. Aquí se ratifica que su ser es un ser
social, cuyo punto de partida es la relación con la mujer y ésta con el varón,
y los dos hacen posible la institución humana capaz de mantener al hombre en la
creación. El hombre es humano cuando vive y se relaciona con los demás hombres.
El relato yawista del Génesis lo expresa con claridad: el hombre mantiene
relaciones con Dios, domina a los animales y saca frutos de la tierra. Pero
llega a ser él mismo cuando encuentra a Eva como perteneciente a su misma
naturaleza (cf. Gén 2,23-24). Con ello se establece la relación hombre—mujer, o
la relación entre las formas de vida que se dan entre los pueblos —agrícolas y
semitas; Caín y Abel (Gén 4,1-16)— para mostrar la vocación común de la
humanidad a la convivencia inscrita por Dios desde su origen.
La
expresión de Adán cuando encuentra a Eva: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos
y carne de mi carne» se completa con esta otra: «Creó Dios al hombre a su
imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó» (Gén 2,23; cf.
1,27). La imagen divina que llevan el hombre y la mujer, cuya relación origina
el ser humano, tiene como finalidad representar al Creador en medio de todas
sus criaturas (cf. Gén 9,1-6). No hay, pues, criaturas intermedias superiores a
los hombres e inferiores a Dios para hacerle presente, sino la relación y unión
del hombre y la mujer. Ellos alcanzan el rango de gloria y esplendor que les
hacen sobresalir sobre todas las demás criaturas (cf. Sal 8,6-9). Tampoco se
reduce dicha imagen a un individuo de la especie, como representante de toda la
humanidad; nadie puede arrogarse el privilegio de concentrar en él la
representatividad divina en la historia. La imagen corresponde a toda la
especie, a todo hombre, y la dignidad que confiere pertenece a todos. Por otro
lado ningún hombre puede dañar, o robar dicha imagen a quien es su hermano
desde el mismo momento de la creación: «... al hombre le pediré cuentas de la
vida de su hermano. Si uno derrama la sangre de un hombre otro hombre su sangre
derramará; porque Dios hizo al hombre a su imagen» (Gén 9,5-6). Al portar el
hombre dicha representatividad divina hace que no se someta a criatura alguna y
menos a otro hombre en condición de esclavo. La humanidad simbolizada en la
relación del hombre y la mujer sólo tiene que obedecer a Dios, quien es el que
salvaguarda su libertad y su señorío sobre todo lo existente, porque la
libertad es la que realiza dicha relación entre los hombres y la condición de
ser de la misma relación, que no es otra sino la del amor.
Además,
Dios, el Creador, se ata al hombre para hacerse presente en su creación,
constituyendo su temporalidad. Nos referimos a que Dios existe en la historia
porque se relaciona con el hombre. Esto no significa cierta degradación del ser
divino, sino su capacidad de existir fuera de sí, como hemos visto con
Jesucristo. Y esta facultad de Dios de ser Él en la finitud humana, repercute
asimismo en la aptitud que otorga al hombre de ser él mismo, individualmente,
la imagen divina que está de suyo presente en toda la humanidad. De esta forma,
cada hombre, o cada mujer, cuando se relacionan en amor gracias a su libertad
representan a toda la humanidad, que es la que verdaderamente refleja la imagen
divina en la historia. Por eso el hombre es un ser concreto y, por ser imagen
de Dios, es, a la vez, universal; cada hombre es un ser mortal y, por ser
imagen de Dios, es, a la vez, inmortal. Y lo es de forma dinámica, ya que él,
en cuanto humanidad y ser concreto, es un proyecto a realizar en la historia
global de la humanidad, y de forma individual cuando se estructura en un
espacio y un tiempo determinado. Y ese proyecto de humanidad será posible
realizarlo si se mantiene su imagen divina, es decir, la tensión que supone
avanzar en la historia hacia Dios, o hacia el cumplimiento de su voluntad, que
no es ser esclavizados por su potencia, anulados por su esplendor, o diluidos
en su eternidad, sino en alcanzar su ser humano, como lo hemos analizado en
Jesucristo, es decir, sin dejar nunca de ser hombre, que es lo que asegura su
imagen divina.
Por
último, la imagen divina que lleva el ser humano le obliga a tender hacia su
arquetipo, hacia su modelo. La necesidad de Dios que percibe el hombre entraña
que es el mismo Dios quien le concede no sólo dicha tendencia, sino también la
potencia para buscarle y trascenderse sin renunciar a su dimensión natural.
Caminar hacia Dios y activar la capacidad divina de su imagen queda
estructurado por el ser criatural, lo cual lleva consigo que se realice en la
historia humana, entre las relaciones humanas; no se puede anular la realidad
creada para relacionarse con la divinidad, o al margen del hecho de ser
criatura, porque la imagen es copia fiel de Dios, que no Dios. Ser Dios y ser
humano son dos realidades distintas, cuyas fronteras están bien delimitadas,
aunque referidas a la «imagen y semejanza» (cf. Is 2,9-18; Ez 28,2-4.12-17). La
comunicación con Dios, aunque se dé en un segmento del tiempo y en un aspecto parcial
de su Ser, siempre misterioso para el hombre, acontece por medio de las
criaturas, de los demás hombres, porque es la condición de ser de la imagen
divina en la creación. Y el vínculo con Dios efectuado en la creación hace
viable que, al activar el hombre su imagen divina, despliegue, a la vez, el ser
que lleva en sí, con lo que tiene la oportunidad de ser más él mismo. Ya que
alcanzar la plenitud humana es el objetivo final de su creación por Dios y la
identidad de su imagen.