II DOMINGO DE CUARESMA (A)
«Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo»
Lectura del santo Evangelio según San
Mateo 17,1-9.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías
conversando con él. Pedro, entonces tomó la palabra y dijo a Jesús: ―Señor,
¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando cuando una nube
luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: ―Este es mi
Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
Al oírlo, los discípulos cayeron de
bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y tocándolos les dijo: ―Levantaos,
no temáis. Al alzar los ojos no vieron a
nadie más que a Jesús solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les
mandó: ―No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de
entre los muertos.
1.- Los discípulos saben que el mesianismo de Jesús no es un
camino triunfante avalado por su todopoderosa filiación divina. Poco antes de
su transfiguración, en la confesión de Pedro, le dice a los discípulos que el
Hijo de hombre tiene que padecer y morir (cf. Mt 16,21). Para reforzar su fe,
se lleva a su círculo íntimo a orar al monte. Transfigurado Jesús por la presencia
divina, el Padre comunica su identidad y función fundamental a Pedro, Santiago
y Juan: es el Hijo amado; es la Palabra que revela la auténtica voluntad del
Padre; es el que completa y resume la ley y los profetas. Con él, como ya lo
indicó con Juan Bautista (cf. Mt 11,7), comienza un mundo nuevo, una vida
nueva.
2.- Pero el estilo de vida de Jesús
es el de un siervo, obediente a Dios, obediente al servicio de los hombres, como
antes el Padre le reveló en el Bautismo (cf. Mt 3,17). Forma de siervo que le
lleva al extremo de morir por amor en la cruz: «No hay amor más grande que el
que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Pedro, Juan y Santiago lo van a
contemplar muy pronto en la oración del huerto, cuando suda sangre y se rompe
interiormente al contemplar la inutilidad de su ministerio y al presentir su
camino de cruz (cf. Mc 14,32-42par). Por ello, los discípulos necesitan saber
que la cruz no puede esconder, y menos negar, la vocación divina de Jesús, la
revelación definitiva de la voluntad salvadora del Señor a todos sus hijos. Y
tal experiencia se les presenta con la glorificación de Jesús, aquel que la
cruz no podrá con él, porque Dios, desde siempre, le ha sido fiel.
3.- La pasión y la cruz es un camino
que termina en la resurrección. Es la vía que ha recorrido Jesús. Nuestra vida también entraña las experiencias
de felicidad y tristeza, de gloria y de muerte, de gracia y desgracia, etc., en
su caminar lento o rápido hacia el encuentro con el Señor. Nuestra existencia
no es toda gloria, como si fuéramos ángeles, ni es toda desgracia, como si
fuéramos diablos. Nuestra historia es un cúmulo de experiencias buenas y malas,
de tabores y de cruces que se entrecruzan continuamente, o por fases y tiempos
determinados. Debemos convencernos que al final está la resurrección; que al
final sólo quedará lo que hayamos amado, es decir, la dimensión de Dios hecha
realidad en nuestros actos y actitudes (cf. 1Jn 4,16). No necesitamos ni la
venganza, ni la violencia, ni el poder para solapar la desesperanza o las
frustraciones. Simplemente ser fiel, como Jesús, al Padre, que tiene la última
palabra sobre nosotros, y nos lo demuestra, de vez en cuando, en los momentos
de felicidad que disfrutamos a lo largo de nuestra vida.