LA RECONCILIACIÓN
I
EL
PECADO
Es una constante en la historia de
la salvación judeocristiana la reconciliación de los hombres con Dios y de los
hombres entre sí. Ambas reconciliaciones reclaman, de por sí, haber formado una
relación previa que sirva de punto de partida. La relación de Dios con los
hombres arranca de la creación, en la que se crea una sintonía del Creador y la
criatura para realizar el proyecto de culminarla. La descripción del estado
idílico de los orígenes de la humanidad soñado por Israel, se quiebra con la
decisión humana de separarse y rebelarse contra Dios. Sin embargo, Él mismo se
pone en marcha para cambiar la situación creada por el hombre (cf. Gén 3,5).
¿En qué consiste el pecado que aleja al hombre de Dios?, ¿por qué el hombre
necesita reconciliarse con Él? y ¿cuál
es el camino que se debe recorrer para acercarse a Dios?

La
Revelación cristiana admite una situación de enemistad de la creación y de la
humanidad con Dios que ha provocado, a la vez, un distanciamiento de Él, un
aislamiento de las personas y un enfrentamiento entre ellas. Las culturas se
encargan de transmitir el mal que envuelve a la creación. Este mal, que se hace
uno con el hombre, se ha pensado y defendido que proviene de un principio que
infecta a toda la realidad y es antagónico a otro principio llamado bien, o
simplemente es una apariencia ante la potencia infinita de la bondad divina. El
cristianismo se distancia de estas interpretaciones del mal. La fe cristiana
mantiene la tradición judía de que el mal no puede venir de Dios o de un
principio divino con sentido negativo, pues Dios es amor y por su amor ha
creado todo lo que existe. Entonces el mal, que tampoco es pura apariencia, o
un simple defecto, o un fallo pasajero del hombre ante la potencia omnímoda del
bien, procede de la dimensión finita de la criatura, cuya actuación en la
historia impulsada por su voluntad y libertad ha degradado la realidad. La
contingencia de lo creado, unida a la capacidad de decisión humana, es la que
hace posible que la creación, al menos una buena parte de ella, vaya por unos
derroteros muy diferentes a los trazados por Dios desde el principio, según su
revelación al hombre.

Como trataremos después, la
degradación de la realidad se cobija en las instituciones sociales, en las que
las personas desarrollan y formalizan su vida, y que las culturas fijan y
objetivan. Estos intereses humanos que crean una mentalidad colectiva, opuesta
a la divina, contagian las mediaciones fundamentales que necesita la persona
para construirse a sí misma, como son la familia, la enseñanza, la industria,
la política, la economía, etc. Todo ello produce una red que atrapa y esclaviza
al hombre y causa una atmósfera, que es la que respira el hombre desde que
nace, y que la interioriza de una manera acrítica como elemento fundante de su
vida. El pecado establecido en las instituciones sociales funciona con una
cierta autonomía, pues los mecanismos que hacen moverse a las sociedades están
viciados. El ser social estructura el ser personal y, a su vez, éste se
convierte en vehículo inconsciente del mal. A la vez, los pecados personales y
los cometidos por grupos humanos alimentan la estructura de pecado de las
sociedades favoreciendo sus intereses, que van contra la persona y sus
relaciones de amor. En lenguaje de Juan es el «pecado del mundo» (cf. Jn 1,29;
17,9), que se erige como el enemigo de Dios e interfiere sus planes de conducir
al hombre a su plenitud (cf. 1Cor 2,8.12). Dios intenta rescatar y salvar a los
hombres de este enemigo (cf. 2Cor 5,19; 1Jn 5,4-5).

Al pecado estructural, situado en la
historia humana, se une «la fuerza oculta de la iniquidad» de la que habla
Pablo (cf. 2Tes 2,7) y que desvía al hombre de su meta final. Es el llamado
pecado original o de Adán (cf. Gén 3), que también escribe el Apóstol (cf. Rom
5,12-21). Se da un desacuerdo entre las potencias que configuran el ser humano,
que desajusta y desequilibra las relaciones con Dios, conduce al desprecio y
odio hacia los demás haciendo imposible la comunidad humana, y terminan por
corromper a la persona. Y este desacuerdo interior obedece a una idolatría del
yo que se instala al inicio de la historia humana en el pedestal de la
divinidad y se transmite por la cultura de los pueblos. Este pecado de origen
desencadena multitud de actos que degradan a las personas e impiden el
desarrollo normal del individuo, de la familia y de la sociedad, y da lugar al
pecado estructural, social y personal. Se da, pues, en la historia una
situación que alcanza a todos los hombres por el simple hecho de haber nacido y
participar de ella, sin mediar la libertad personal, que tuvo un origen en una
decisión humana. Es el pecado que ha desencadenado todos los males y corroe a
todos los hombres, si bien no se puede achacar a la estructura misma de la
creación.