SAN PEDRO Y SAN PABLO
Lectura del santo evangelio según san Mateo 16, 13-19
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de
Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: -«¿Quién dice la gente que es el Hijo
del hombre?» Ellos contestaron: -«Unos que Juan Bautista, otros que Ellas,
otros que Jeremías o uno de los profetas.» Él les preguntó: -«Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro tomó la palabra y dijo: -«Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo.» Jesús le respondió: -«¡Dichoso tú, Simón, hijo
de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi
Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré
las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en
el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»
1.- Pedro nos enseña
a confesar quién es Jesús, y debemos aprender que dicha confesión es una
cuestión de fe, que no de razonamientos humanos: «¿Quién dicen las gentes que
es el Hijo del Hombre? Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el
Bautista; otros, que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas
".Jesús añadió: "Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?" Tomando
la palabra, Simón dijo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo"».
Pero Pedro es débil como nosotros: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás va tras de
vosotros para zarandearos como al trigo; mas yo he rogado por ti a fin de que
no perezcas; y tú, cuando te arrepientas, confirma en la fe a tus hermanos», y
ante una criada le niega conocerla. Pero Jesús le mira ya apaleado, llora y da
la vida por él. Y Pedro, cambiado por Jesús, no sólo hace el bien en su nombre:
«Míranos, le dijo al cojo, plata u oro no tengo; pero te doy lo que tengo. En
nombre de Jesús Nazareno, levántate y ponte a andar"», sino que es testigo
de Jesús ante todo el mundo: «"¿Quién es éste? ¿No es el galileo? Aquí
estamos personas de muchas regiones, que hablamos lenguas diferentes y entre
nosotros no nos entendemos. ¿Pues cómo es que a éste todos le entendemos?"
Y tal fue la admiración de la gente, que en aquel día se hicieron cristianos
más de tres mil personas».
2.- Pablo. Con la experiencia
del Espíritu de «Cristo» o del «Señor», que actúa la vida nueva, Pablo parte de
este principio: «Por eso doblo la rodilla ante el Padre, de quien toma nombre
toda familia en cielo y tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria
fortaleceros internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en
vuestro corazón, que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que
logréis comprender, junto con todos los consagrados, la anchura y longitud y
altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo, que supera todo
conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios» (Ef 3,14-19).
Cristo crea el sentido y el centro de nuestra vida. Pablo lo resume en un
párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más aún, todo lo
considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de
ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en
la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree.
¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus
sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de
la muerte» (Flp 3,8-11). Debemos ser conscientes que nuestra comunión con Cristo
lleva aparejada la cruz y la resurrección, que alcanzará todo su esplendor en
la plenitud de los tiempos. No debemos olvidar nunca el testimonio personal de Pablo: «Estoy
crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive
en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que
me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
3.-
Pedro y Pablo viven el hombre «nuevo», hecho de amor,
y es un amor filial: «Y no habéis recibido un espíritu de esclavos, para recaer
en el temor, sino un espíritu de hijos que nos permite clamar Abba Padre. El Espíritu atestigua a
nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos
herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo: si compartimos su pasión,
compartiremos su gloria» (Rom 8,15-16; cf. Mc 14,36). La conciencia filial de
Jesús es al final la que experimentan Pedro y Pablo, que la traducen en
conducirse en la vida como hijos del Padre, y lleva consigo la confianza en su
persona, que le encomienda la misión de revelar su salvación a los hombres, y
la obediencia a dicha voluntad. La imagen de Cristo toma cuerpo poco a poco en
nuestra vida (cf. 2Cor 3,18), nos crea las actitudes y el conocimiento propios
del amor (cf. Heb 5,14), nos genera actos que la desarrollan y la explicitan en
beneficio de los demás, hasta que alcancemos la imagen celeste propia de los
hijos de Dios: «Como hemos llevado la imagen [del hombre] terrestre, llevaremos
también la imagen [del hombre] celeste» (1Cor 15,49; cf. Col 3,10). El proceso
amoroso que nos cristifica no sólo nos convierte en hijos de Dios, sino
también, y precisamente por ser hijos, nos transforma en hermanos de todos,
marginando la dimensión fratricida permanente que provoca el mal. Siguiendo a
Jesús, que crea una familia con todos los hombres (cf. Mc 3,31-35par) y «no se
avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,21), establecemos las bases de la
fraternidad universal.