ESPÍRITU
SANTO
V
La
vida según el Espíritu
La acción del Espíritu en la
comunidad cristiana y en cada bautizado confiere una vida nueva al constituirse
en su «templo»: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros? Si alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá,
porque el templo de Dios, que sois vosotros, es sagrado» (1Cor 3,16-17). Esto
lleva consigo que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios según
la imagen de su hijo Jesucristo: «... consideraos muertos al pecado y vivos
para Dios con Cristo Jesús» (Rom 6,11)»; o como Pablo dice de sí mismo: «... y
ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en carne mortal,
vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
Nace un nuevo
sentido de vida que
deriva en actitudes y actos que expresan el amor de Dios manifestado en Cristo
y realizado en nosotros por el Espíritu. El Espíritu es quien inicia y desarrolla
la vida nueva del cristiano consagrado a Dios por el Bautismo. Vivir según el
Espíritu (cf. Gál 5,16), caminar según el Espíritu (cf. Gál 5,25) es abrir la
vida humana al amor, una historia diferente a la del poder, la vanidad y la
facilidad de la existencia que le ofreció Satanás a Jesús (cf. Mt 4,1-11; Lc
4,1-13).

El concilio Vaticano II lo expresa
así: «Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la
tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para
que santificara continuamente a la Iglesia y de esta manera los creyentes
pudieran ir al Padre a través de Cristo en el mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Él
es el Espíritu de vida, la fuente de agua que mana para la vida eterna (cf. Jn
10,1.14; 7,38.39). Por Él, el Padre da la vida a los hombres, muertos por el
pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom 8,10-11). El
Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los creyentes como en un
templo (cf. 1Cor 3,16; 6,19), ora en ellos y da testimonio de que son hijos
adoptivos (cf. Gál 4,6; Rom 8,15-16.26). Él conduce la Iglesia a la verdad
total (cf. Jn 16,13), la une en la comunión y el servicio, la construye y
dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos
(cf. Ef 4,11-12; 1Cor 12,4; Gál 5,22)» (
Lumen
gentium 4).
En la nueva etapa inaugurada por el
don del Espíritu (cf. Hech 2,1-4) se establecen nuevos parámetros para el
seguimiento de Jesús y pertenencia a las nuevas comunidades. Se trata de la participación
de la filiación divina que el Hijo nos ha ofrecido en su vida y ministerio en
Palestina y que el Espíritu hace posible en la historia humana.
La
irrupción de la misericordia
Jesús inicia la presencia del Reino
de Dios en la historia cuando proclama en Galilea: «Se ha cumplido el plazo y
está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed la buena noticia» (Mc 1,15).
Poco antes, Juan habla de la necesidad de una penitencia personal para preparar
el camino del Señor. Dios toma la iniciativa para recuperar a su criatura, pero
es necesario que ésta deje un resquicio de libertad a su endiosamiento y
autosuficiencia, que enmascara la maldad en el mundo; debe ceder su poder, en
todos los niveles que comporta, a la relación gratuita del amor de Dios, que es
la única que puede iluminar las situaciones reales de la persona. Por eso es
muy fácil comprender que Jesús sea escuchado en los ámbitos de la pobreza y el
pecado, en los que la debilidad abre el corazón a la influencia divina con más
libertad, influencia que es de amor misericordioso.
Hay dos parábolas que describen esta situación social
y esta actitud personal.

Jesús es invitado por el fariseo
Simón. Entonces se presenta en el convite una pecadora conocida por la gente,
que «acudió con un frasco de perfume de mirra, se colocó detrás, a sus pies, y
llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas y a secárselos con el cabello;
le besaba los pies y se los ungía con la mirra» (Lc 7,37-38; cf. Mc 14,3-9; Mt
26,6-13; Jn 12,1-8.). Estas acciones de la mujer provocan, por las reglas de
impureza, un juicio del fariseo con el que descalifica a Jesús por no conocer
la clase de persona que le está besando los pies: «Si éste fuera profeta,
sabría quién y qué clase de mujer lo está tocando, que es una pecadora» (Lc
7,39). Es entonces cuando Jesús propone esta parábola a Simón: «Un acreedor
tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Como no
podían pagar, les perdonó a los dos la deuda. ¿Quién de los dos le tendrá más
afecto? Contestó Simón: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Le replicó:
—Has juzgado correctamente» (Lc 7,41-43). El fariseo comprende la intención de
Jesús por la respuesta que le da: amará más aquel a quien se le ha perdonado
más.

Después de la parábola, Jesús
explica a Simón que Dios ha sido muy benevolente con la mujer al perdonarle sus
pecados: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha
mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7,47).
Es la razón del porqué responde la pecadora a Dios con tanto afecto mostrado en
la unción, el perfume y, en definitiva, el gesto de besarle los pies como
símbolo de amor a Jesús que se ofrece como intermediario de la salvación de la
mujer. Ésta, arrepentida, y sintiendo la cercanía del amor misericordioso de
Dios, encauza su amor y lo manifiesta en signos externos que explicitan la
relación íntima que existe entre el amor y el perdón en Dios, la «misericordia
entrañable» divina (cf. Neh 9,17; Flp 2,1), y entre el amor y la fe como
respuesta del hombre a Dios. Por eso le dice Jesús a la mujer: «Tu fe te ha
salvado. Vete en paz» (Lc 7,50), como antes se cuenta en las curaciones de la
hemorroisa (cf. Lc 8,48), del leproso (cf. Lc 17,19) y del ciego de Jericó (cf.
Lc 18,42), donde el que percibe la misericordia y se siente perdonado y
revitalizado puede caminar en la paz.

Simón, como fariseo, basa la fe en
la relación legal con Dios. Se fija en el creyente para que sus actos respondan
a las exigencias de la Ley. Jesús, al contrario, pone su mirada en Dios. Por
eso, viendo a la pecadora y hablándole a Simón, fundamenta la fe en el amor,
que es la réplica a la Persona que ama previamente. Y con esta visión tan
diferente es como Jesús, de nuevo, cuenta que un
fariseo y un
publicano suben
al templo para orar (cf. Lc 18,10-14). Y los presenta de una manera
contrapuesta al pertenecer a dos tipos sociorreligiosos distintos. El fariseo,
mirándose a sí mismo, hace una oración de acción de gracias con una orientación
horizontal, en este caso comparándose con el publicano. Es la
beraká judía con la que se bendice a
Dios por los dones que se reciben de Él. Y comienza su oración de forma
negativa y fundada en el propio orgullo: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy
como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese
recaudador» (Lc 18,11). El fariseo observa las leyes del decálogo (cf. Éx 20;
Dt 5), y a continuación refiere su obras: «Ayuno dos veces por semana y pago
diezmos de cuanto poseo» (Lc 18,12), un ayuno que se cumple el lunes y el
jueves y los diezmos que se pagan al Señor como dueño legítimo de la tierra de
Israel, según prescribe el Deuteronomio (cf. 14,22-23; 12,6-7.17; Lev
27,30-32).

El publicano es el que recauda para
sí y para el Imperio, que no para Dios. Sin embargo su oración es vertical, su
término es Dios. Por tanto tiene una compostura distinta a la del fariseo.
Jesús lo describe con signos que remiten a una actitud interior humilde y
arrepentida. Distante de la presencia del Señor, en la puerta del atrio de
Israel en el templo, no se atreve a levantar los ojos al cielo y se da golpes
de pecho (cf. Lc 23,48). Y esta compostura externa responde a la oración que
hace, que no es de acción de gracias, sino de súplica: «Oh Dios, ten piedad de
este pecador!» (Lc 18,13), y según la pauta que marca el Salmo (51,3):
«Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi
culpa». Su oficio le hace ser una persona impura en contraste con la pureza que
los fariseos cumplen con rigidez.
La solución que da Jesús es
contraria a la opinión común de la gente: «Os digo que éste volvió a su casa
absuelto y el otro no. Porque quien se ensalza será humillado, quien se humilla
será ensalzado» (Lc 18,14), y en línea con lo que antes subraya el Evangelista sobre
los fariseos: «Vosotros pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce
por dentro. Pues lo que los hombres exaltan lo aborrece Dios» (Lc 16,15). El
publicano, por la confesión de su pecado, es declarado justo ante Dios, es
decir, comprende y cree a Dios por el amor misericordioso que le restablece su
condición de justo. El fariseo, por el contrario, se hace justo a partir de sus
propias obras e invoca la presencia de Dios para que ratifique lo que él ya ha
conquistado.
Jesús extiende la actitud del
fariseo a los que apoyan su vida en las riquezas (cf. Mc 10,25par), o en
cualquier clase de poder (cf. Mc 10,42; Q/ Lc 4,1-13; Mt 4,1-11) que pueda
ocultar la relación gratuita de Dios (cf. Mt 10,7-10). Sin embargo, Jesús no
anula la potencia natural que vehicula la eficacia de la acción divina, tanto
para el servicio a los demás, como para la unión con Él (cf. Mt 25,14-30).
Incluso aconseja lucir las cualidades humanas como focos del amor de Dios para
que alumbren al mundo sumido en las tinieblas del mal (cf. Mc 4,21par). El
Espíritu de Dios ya está actuando en la vida y ministerio de Jesús.
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