martes, 19 de noviembre de 2013

Comentario al Evangelio de Cristo Rey

Evangelio

Cristo Rey. Ciclo C

          De Lucas (23,35-43)

El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas [a Jesús], diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban también de él los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificado lo insultaba diciendo: -¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: « ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le respondió: «En verdad: hoy estarás conmigo en el Paraíso». 

1.- Las burlas. Con las afrentas a Jesús en la cruz, se ahonda y continua el desprecio que sufre después de la sentencia de muerte, cuando le colocan la corona de espinas (Mc 15,16-20par). Los Evangelios narran tres focos de las injurias. Los espectadores de la crucifixión (cf. Lam 2,15; Sal 22,8; Mc 15,29-30). La gente se mofa dirigiendo su afrenta al crucificado, menean la cabeza, con lo que expresan su rechazo a Jesús; y al gesto se unen las palabras, que son un eco de las primeras acusaciones que hacen los testigos en el proceso religioso (Mc 14,58par): el poder que supone destruir la mole del templo, equiparable sólo al poder divino, contrasta con la realidad que está sufriendo Jesús, clavado en la cruz e impotente para liberarse de ella.
Aún más. Del crucificado se afirma que es «Hijo de Dios», igual que en el bautismo y en las tentaciones, y se recurre a dicha cualidad para comprobar la ignominia de la situación: «Se ha fiado de Dios: que lo libre si es que lo ama. Pues ha dicho que es hijo de Dios» (Mt 27,43). Como dice el Salmo (22,9): «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo, que lo libre si tanto lo quiere». La fidelidad de Jesús a Dios que ha mostrado a lo largo de su ministerio se pone a prueba ante la crucifixión. Es la misma tentación del desierto, donde el diablo le recuerda su condición filial para romper la unión que mantiene con Dios: «Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes [...] Si eres hijo de Dios, tírate abajo [desde el alero del templo]» (Mt 4,3.6; Lc 4,3.9). La obediencia a la Palabra de Dios y su confianza en Él impiden que rompa su relación filial. Ahora, al final de su ministerio, la gente le recuerda la fantasía o ficción de su mensaje, ya que no tiene una repercusión real, tanto en su vida, como en la de sus seguidores huidos o escondidos. Pero la afrenta no sólo va contra Jesús, sino que alcanza a la fidelidad de Dios para su hijo querido, pues los hechos verifican que ha abandonado al que se cree justo e hijo del Altísimo. Mateo, como sus lectores cristianos, ya saben el final definitivo de Jesús y se cumple lo que afirma el Salmo más adelante: «Fieles del Señor, alabadlo, [...] porque no ha despreciado ni le ha repugnado la desgracia de un desgraciado, no le ha escondido su rostro; cuando le pidió auxilio, lo escuchó» (22,24-25).
La segunda fuente de injurias proviene de los sumos sacerdotes y los letrados o escribas. Ellos hablan entre sí, no se dirigen a Jesús como el pueblo (Mc 15,31-32par). Se reproduce el diálogo con Caifás en el proceso religioso y con Pilato en el proceso civil (Mc 14,61par; 15,2par). También la frase es un eco de toda la actividad de Jesús, en la que por sus palabras y obras hacían presente el Reino curando a los enfermos, salvando a los que estaban sujetos al diablo y a la muerte. Lucas (23,30) cambia la acusación del pueblo por la de los soldados, siguiendo la burla de los de Marcos y Mateo (15,16-20; 27, 27-31) y pone en su boca, lógicamente, la acusación de «rey de los judíos», como ha quedado establecido en el juicio y reza la sentencia escrita en la tablilla.
Por último, le injurian los demás crucificados (Mc 15,29-32). Se cumple la finalidad que busca el poder para los condenados: que sean despreciados por el pueblo para defender las leyes que refuerzan la convivencia común y, a la vez, para demonizar a aquellos que cuestionan la estabilidad social. Con esta perspectiva, Jesús se queda solo, abandonado por su familia, por sus discípulos, por su pueblo, por su religión, por su Dios, al menos para la convicción común en el judaísmo de que Él salva al justo (cf. Mc 15,34).

2.- La salvación.  Lucas elabora un párrafo continuando las ofensas de los soldados y los jefes del pueblo. Presenta a los dos bandidos de una manera antitética, como lo ha hecho con Zacarías y María (Lc 1,5-38), Jesús y Juan (7,33-34), Marta y María (10,38-42), el rico y el pobre (16,19-31), el fariseo y el publicano (18,9-14). Así uno le injuria, el otro no (Lc 23,39-41). El malhechor apela al poder mesiánico para eludir el calvario de la cruz. Éste, en el tiempo de Lucas, es fuente de salvación, y a ella se remite el «mal ladrón». Jesús guarda silencio, como lo ha hecho con las injurias anteriores. La respuesta la recibe de su compañero, que le llama la atención sobre el temor al juicio divino al que se va a someter muy pronto.
El ajusticiado desea participar de la gloria de Jesús, como los discípulos, cuando venga al final de los tiempos con la resurrección de los cuerpos y el juicio universal. Pero la salvación que espera el crucificado para el final del tiempo se adelanta al momento de su muerte. No hay que esperar que la historia termine. Lucas subraya varias veces que la salvación que ofrece Jesús es actual. Así lo proclama en la sinagoga de Nazaret cuando lee el libro de Isaías (61,1-2) en la presentación del Reino (Lc 4,21) y lo lleva a cabo en la visita a la casa de Zaqueo (19,5.9). Ahora lo aplica a su compañero en el dolor, al cual también le hace partícipe de su destino glorioso en la presencia de Dios después de la muerte. La salvación pasa de la imprecisión del futuro a la certeza del presente. Y es un presente liberador no tanto en compañía de Jesús cuanto en su comunión y participación de su gloria (cf. 1Tes 5,10; 2Cor 5,8). Esta gloria, paraíso, está más allá y es más pleno que el reservado a los justos que están en espera de la resurrección final según el pensamiento judío de entonces. 

            3.- Rey. En la cruz, es evidente que Jesús no es rey como suena esta palabra y concepto en la historia humana. Pero tampoco, y esto es más doloroso para Jesús y la comunidad cristiana, no es «señor»  por su unión con Dios y su pretensión de ser su revelador de amor misericordioso. Pues su reivindicación es una clamorosa mentira ante los acontecimientos. La gente que le mira desde la muralla se encarga de acentuar su fracaso o su ridícula aspiración. Tanto en la vida personal, como fraterna, los cristianos y los franciscanos sabemos de las incomprensiones y persecuciones. Y no hay que justificar el bien, o la vida orientada desde el amor del Padre, con peleas callejeras, o ante el imponente poderío de los medios adversos a la fe. El amor se abre paso por sí mismo, y si los hombres lo destruyen, ya se encarga el Señor de resucitarlo. «Si el grano de trigo no muere……».

Pero hay un crucificado que le reconoce su misión e identidad. La cruz también sobrevuela su conciencia y, comparándose con la inocencia de Jesús, la abre a la responsabilidad de su propio pecado. Reconocerse pecador es el primer paso de la conversión, que se afianza con una llamada a la misericordia de Jesús (cf. Lc 10,25-37), porque «no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se arrepientan» (Lc 5,32). Y aquí sí que es rey Jesús: cuando salva y le devuelve el sentido de vida al crucificado.