Evangelio
Cristo
Rey. Ciclo C
De Lucas (23,35-43)
El pueblo estaba mirando, pero los
magistrados le hacían muecas [a Jesús], diciendo: «A otros ha salvado; que se
salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban también
de él los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres
el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también encima de él un
letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificado lo insultaba
diciendo: -¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro,
respondiéndole e increpándolo, le decía: « ¿Ni siquiera temes tú a Dios,
estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque
recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada
malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le
respondió: «En verdad: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
1.-
Las burlas. Con las afrentas a Jesús en la cruz, se ahonda y continua
el desprecio que sufre después de la sentencia de muerte, cuando le colocan la
corona de espinas (Mc 15,16-20par). Los Evangelios narran tres focos de las
injurias. Los espectadores de la crucifixión (cf. Lam 2,15; Sal 22,8; Mc
15,29-30). La gente se mofa dirigiendo su afrenta al crucificado, menean la
cabeza, con lo que expresan su rechazo a Jesús; y al gesto se unen las palabras,
que son un eco de las primeras acusaciones que hacen los testigos en el proceso
religioso (Mc 14,58par): el poder que supone destruir la mole del templo,
equiparable sólo al poder divino, contrasta con la realidad que está sufriendo
Jesús, clavado en la cruz e impotente para liberarse de ella.
Aún más. Del crucificado se afirma que es «Hijo
de Dios», igual que en el bautismo y en las tentaciones, y se recurre a dicha
cualidad para comprobar la ignominia de la situación: «Se ha fiado de Dios: que
lo libre si es que lo ama. Pues ha dicho que es hijo de Dios» (Mt 27,43). Como
dice el Salmo (22,9): «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo, que lo libre si
tanto lo quiere». La fidelidad de Jesús a Dios que ha mostrado a lo largo de su
ministerio se pone a prueba ante la crucifixión. Es la misma tentación del
desierto, donde el diablo le recuerda su condición filial para romper la unión
que mantiene con Dios: «Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se
conviertan en panes [...] Si eres hijo de Dios, tírate abajo [desde el alero
del templo]» (Mt 4,3.6; Lc 4,3.9). La obediencia a la Palabra de Dios y su
confianza en Él impiden que rompa su relación filial. Ahora, al final de su
ministerio, la gente le recuerda la fantasía o ficción de su mensaje, ya que no
tiene una repercusión real, tanto en su vida, como en la de sus seguidores
huidos o escondidos. Pero la afrenta no sólo va contra Jesús, sino que alcanza
a la fidelidad de Dios para su hijo querido, pues los hechos verifican que ha
abandonado al que se cree justo e hijo del Altísimo. Mateo, como sus lectores
cristianos, ya saben el final definitivo de Jesús y se cumple lo que afirma el
Salmo más adelante: «Fieles del Señor, alabadlo, [...] porque no ha despreciado
ni le ha repugnado la desgracia de un desgraciado, no le ha escondido su rostro;
cuando le pidió auxilio, lo escuchó» (22,24-25).
La segunda fuente de injurias proviene de los
sumos sacerdotes y los letrados o escribas. Ellos hablan entre sí, no se dirigen
a Jesús como el pueblo (Mc 15,31-32par). Se reproduce el diálogo con Caifás en
el proceso religioso y con Pilato en el proceso civil (Mc 14,61par; 15,2par).
También la frase es un eco de toda la actividad de Jesús, en la que por sus
palabras y obras hacían presente el Reino curando a los enfermos, salvando a
los que estaban sujetos al diablo y a la muerte. Lucas (23,30) cambia la
acusación del pueblo por la de los soldados, siguiendo la burla de los de Marcos
y Mateo (15,16-20; 27, 27-31) y pone en su boca, lógicamente, la acusación de
«rey de los judíos», como ha quedado establecido en el juicio y reza la
sentencia escrita en la tablilla.
Por último, le injurian los demás crucificados
(Mc 15,29-32). Se cumple la finalidad que busca el poder para los condenados:
que sean despreciados por el pueblo para defender las leyes que refuerzan la
convivencia común y, a la vez, para demonizar a aquellos que cuestionan la
estabilidad social. Con esta perspectiva, Jesús se queda solo, abandonado por
su familia, por sus discípulos, por su pueblo, por su religión, por su Dios, al
menos para la convicción común en el judaísmo de que Él salva al justo (cf. Mc
15,34).
2.- La salvación. Lucas elabora un párrafo
continuando las ofensas de los soldados y los jefes del pueblo. Presenta a los
dos bandidos de una manera antitética, como lo ha hecho con Zacarías y María
(Lc 1,5-38), Jesús y Juan (7,33-34), Marta y María (10,38-42), el rico y el
pobre (16,19-31), el fariseo y el publicano (18,9-14). Así uno le injuria, el
otro no (Lc 23,39-41). El malhechor apela al poder mesiánico para eludir el
calvario de la cruz. Éste, en el tiempo de Lucas, es fuente de salvación, y a
ella se remite el «mal ladrón». Jesús guarda silencio, como lo ha hecho con las
injurias anteriores. La respuesta la recibe de su compañero, que le llama la
atención sobre el temor al juicio divino al que se va a someter muy pronto.
El ajusticiado desea participar de la gloria de
Jesús, como los discípulos, cuando venga al final de los tiempos con la
resurrección de los cuerpos y el juicio universal. Pero la salvación que espera
el crucificado para el final del tiempo se adelanta al momento de su muerte. No
hay que esperar que la historia termine. Lucas subraya varias veces que la
salvación que ofrece Jesús es actual. Así lo proclama en la sinagoga de
Nazaret cuando lee el libro de Isaías (61,1-2) en la presentación del Reino (Lc
4,21) y lo lleva a cabo en la visita a la casa de Zaqueo (19,5.9). Ahora lo
aplica a su compañero en el dolor, al cual también le hace partícipe de su
destino glorioso en la presencia de Dios después de la muerte. La salvación
pasa de la imprecisión del futuro a la certeza del presente. Y es un presente
liberador no tanto en compañía de Jesús cuanto en su comunión y participación
de su gloria (cf. 1Tes 5,10; 2Cor 5,8). Esta gloria, paraíso, está más allá y
es más pleno que el reservado a los justos que están en espera de la
resurrección final según el pensamiento judío de entonces.
3.- Rey. En la cruz, es evidente que Jesús no es rey como suena esta
palabra y concepto en la historia humana.
Pero tampoco, y esto es más doloroso para Jesús y la comunidad cristiana, no es «señor» por su unión con Dios y su
pretensión de ser su revelador de amor misericordioso. Pues su reivindicación es
una clamorosa mentira ante los acontecimientos. La gente que le mira desde la
muralla se encarga de acentuar su fracaso o su ridícula aspiración. Tanto en la
vida personal, como fraterna, los cristianos y los franciscanos sabemos de las
incomprensiones y persecuciones. Y no hay que justificar el bien, o la vida
orientada desde el amor del Padre, con peleas callejeras, o ante el imponente
poderío de los medios adversos a la fe. El amor se abre paso por sí mismo, y si
los hombres lo destruyen, ya se encarga el Señor de resucitarlo. «Si el grano
de trigo no muere……».
Pero hay un crucificado que le reconoce su
misión e identidad. La cruz también sobrevuela su conciencia y, comparándose
con la inocencia de Jesús, la abre a la responsabilidad de su propio pecado.
Reconocerse pecador es el primer paso de la conversión, que se afianza con una
llamada a la misericordia de Jesús (cf. Lc 10,25-37), porque «no vine a llamar
a los justos, sino a los pecadores para que se arrepientan» (Lc 5,32). Y aquí sí
que es rey Jesús: cuando salva y le devuelve el sentido de vida al crucificado.