sábado, 21 de febrero de 2015

Frase I: «Hoy estarás conmigo en el paraíso»

                                           Las palabras de Jesús en la cruz

                                                                  I


                                            «Hoy estarás conmigo en el paraíso»

Existe en los Evangelios un grupo de frases que Jesús pronuncia en la cruz para edificación del pueblo cristiano. Ellas representan la riqueza espiritual que dimana de su sacrificio y que los creyentes recuerdan para situaciones de dolor y sufrimiento, situaciones que viven como personas y como comunidades no admitidas en el mundo religioso judío y pagano. Son siete frases: una en Marcos y Mateo (15,34; 27,45), tres en Lucas (23,34.43.46) y otras tantas en Juan (19,26.28.30). Las frases tienen dos tendencias: las que tratan de evocar la conciencia de Jesús en estos momentos y mostrar su último objetivo y las que dirige a su madre y al discípulo predilecto, al compañero de crucifixión, ya expuesta, y al Padre por los que le han condenado.


«Con él crucificaron a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda» (Mc 15,27par). El dato apunta a que Jesús es crucificado en una condena colectiva. No es solo él al que se ejecuta. La Misná enseña que está prohibido emitir dos condenas de muerte y realizarlas en el mismo día. Pero no es nuestro caso, pues los romanos suelen ejecutar a varias o a muchas personas a la vez. Ningún precepto o costumbre se opone a ello. Se habla de bandidos, de malhechores en correspondencia a la cita de Isaías (53,12) que afirma que el siervo «fue contado entre los pecadores», o como se queja Jesús cuando es apresado en Getsemaní (cf Mc 14,48; Mt 26,55). Los reos crucificados, que alteran el orden público o desobedecen los preceptos divinos, son dos y, contando con Jesús, suman un número emblemático. Para Juan (19,18), Jesús está en el centro, entre los dos; los Sinópticos dicen lo mismo, pero colocados «a su derecha y a su izquierda»; y «lo injuriaban» (Mc 14,32par).
Con este dato, Lucas elabora un párrafo continuando las ofensas de los soldados y los jefes del pueblo. Presenta a los dos bandidos de una manera antitética, como lo ha hecho con Zacarías y María (Lc 1,5-38), Jesús y Juan (7,33-34), Marta y María (10,38-42), el rico y el pobre (16,19-31), el fariseo y el publicano (18,9-14). Así uno le injuria, el otro no: «Uno de los malhechores colgados lo insultaba: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros. El otro le reprendía: Y tú, que sufres la misma pena, ¿no respetas a Dios? Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste, en cambio, no ha cometido ningún crimen» (Lc 23,39-41). El malhechor apela al poder mesiánico para eludir el calvario de la cruz. Éste, en el tiempo de Lucas, es fuente de salvación, y a ella se remite el «mal ladrón». Jesús guarda silencio, como lo ha hecho con las injurias anteriores. La respuesta la recibe de su compañero, que le llama la atención sobre el temor al juicio divino al que se va a someter muy pronto. Este juicio también sobrevuela su conciencia y, comparándose con la inocencia de Jesús, la abre a la responsabilidad de su propio pecado. Reconocerse pecador es el primer paso de la conversión, que se afianza con una llamada a la misericordia de Jesús, tan típica en la teología de Lucas (10,25-37), porque «no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se arrepientan» (Lc 5,32). La declaración de la inocencia de Jesús que viene de uno de los malhechores contrasta con la solicitud de muerte para Jesús por parte de los garantes de la religiosidad judía (Lc 23,18.20.23).
«Jesús le respondió: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 2343). Hay una constante en la experiencia creyente cristiana que después de la muerte el hombre obtendrá la visión de Dios, un conocimiento personal que se entiende como comunión. No es una cuestión intelectual u objetiva, sino existencial, de convivencia. «Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Es lo que desea Pablo ardientemente: morir para reunirse con el Señor (cf. Flp 1,23), como Esteban cuando sufre el martirio (cf. Hech 7,59), o Jesús cuando recibe al buen ladrón en el paraíso en el día de su muerte (Lc 23,43). No hay que esperar a la resurrección colectiva al final de los tiempos, sino que la persona, al morir, podrá reunirse y conocer al Señor cara a cara (cf. 2Cor 5,8; Lc 16,22; 1Ped 3,19). El encuentro motivará la semejanza con Cristo como hijos de Dios, que en la vida presente la experimentamos en un estado imperfecto. Esta enseñanza tiene su raíz en las parábolas evangélicas del convite de bodas (cf. Mt 22,1-14; o de las vírgenes prudentes (cf. Mt 25,1-13); etc., como en el cuerpo de los escritos de San Juan: «Padre, deseo que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24; cf. 14,3). La visión de Dios como vida y amor (cf. Mt 5,8; 1Cor 13,12; 1Jn 3,1; etc.) se transforma poco a poco en vivir con Cristo, convivir con Cristo, ser con Cristo.


                                                           Reflexión


La Resurrección de los muertos entraña una nueva creación, que ya San Pablo la describe en su tiempo (cf. 1Cor 15,35-53). Es la respuesta lógica a cómo será la vida futura que nace de la resurrección de Cristo y en esperanza para los cristianos (cf. Rom 8,20; Tit 3,7) y que el Apóstol de los gentiles escribe citando a Isaías: «... lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó; lo que Dios preparó para los que lo aman» (1Cor 2,9; cf. Is 64,3).
Hay una constante en la experiencia creyente cristiana que después de la muerte el hombre obtendrá la visión de Dios, un conocimiento personal que se entiende como comunión. No es una cuestión intelectual u objetiva, sino existencial, de convivencia. «Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Es lo que desea Pablo ardientemente: morir para reunirse con el Señor (cf. Flp 1,23), como Esteban cuando sufre el martirio (cf. Hech 7,59), o Jesús cuando recibe al buen ladrón en el paraíso en el día de su muerte (Lc 23,43). No hay que esperar a la resurrección colectiva al final de los tiempos, sino que la persona, al morir, podrá reunirse y conocer al Señor cara a cara (cf. 2Cor 5,8; Lc 16,22; 1Ped 3,19). El encuentro motivará la semejanza con Cristo como hijos de Dios, que en la vida presente la experimentamos en un estado imperfecto. Esta enseñanza tiene su raíz en las parábolas evangélicas del convite de bodas (cf. Mt 22,1-14; o de las vírgenes prudentes (cf. Mt 25,1-13); etc., como en el cuerpo de los escritos de San Juan: «Padre, deseo que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24; cf. 14,3). La visión de Dios como vida y amor (cf. Mt 5,8; 1Cor 13,12; 1Jn 3,1; etc.) se transforma poco a poco en vivir con Cristo, convivir con Cristo, ser con Cristo.
Esta convivencia con Cristo comulgando con Dios entraña una vida sin fin; una vida en la que la plenitud está constantemente plenificándose de manera distinta a como en la historia progresamos en las virtudes, en los valores, en el conocimiento, etc. Se da, pues, en la eternidad el movimiento que lleva consigo la vida, que no el éxtasis y la fijación del objeto como dominio de él, en este caso, de Dios mismo. Él es una fuente inagotable de amor, que hace del bienaventurado un transitar en la felicidad continuamente. Junto a ello, no se debe olvidar, que la vida eterna comienza en la historia. El más allá no es totalmente novedad en la experiencia de la felicidad, ni la felicidad y salvación que vivimos en la historia no es el término conclusivo de nuestra existencia personal y colectiva.