Las palabras de
Jesús en la cruz
I
«Hoy estarás conmigo en el
paraíso»
Existe en los Evangelios
un grupo de frases que Jesús pronuncia en la cruz para edificación del pueblo
cristiano. Ellas representan la riqueza espiritual que dimana de su sacrificio
y que los creyentes recuerdan para situaciones de dolor y sufrimiento, situaciones
que viven como personas y como comunidades no admitidas en el mundo religioso
judío y pagano. Son siete frases: una en Marcos y Mateo (15,34; 27,45), tres en
Lucas (23,34.43.46) y otras tantas en Juan (19,26.28.30). Las frases tienen dos
tendencias: las que tratan de evocar la conciencia de Jesús en estos momentos y
mostrar su último objetivo y las que dirige a su madre y al discípulo
predilecto, al compañero de crucifixión, ya expuesta, y al Padre por los que le
han condenado.
Con este dato, Lucas
elabora un párrafo continuando las ofensas de los soldados y los jefes del
pueblo. Presenta a los dos bandidos de una manera antitética, como lo ha hecho
con Zacarías y María (Lc 1,5-38), Jesús y Juan (7,33-34), Marta y María
(10,38-42), el rico y el pobre (16,19-31), el fariseo y el publicano (18,9-14).
Así uno le injuria, el otro no: «Uno de los malhechores colgados lo insultaba: ¿No eres tú
el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros. El otro le reprendía: Y tú, que sufres la
misma pena, ¿no respetas a Dios? Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de
nuestros delitos; éste, en cambio, no ha cometido ningún crimen» (Lc
23,39-41). El malhechor apela al poder mesiánico para eludir el calvario de la
cruz. Éste, en el tiempo de Lucas, es fuente de salvación, y a ella se remite
el «mal ladrón». Jesús guarda silencio, como lo ha hecho con las injurias
anteriores. La respuesta la recibe de su compañero, que le llama la atención
sobre el temor al juicio divino al que se va a someter muy pronto. Este juicio
también sobrevuela su conciencia y, comparándose con la inocencia de Jesús, la
abre a la responsabilidad de su propio pecado. Reconocerse pecador es el primer
paso de la conversión, que se afianza con una llamada a la misericordia de
Jesús, tan típica en la teología de Lucas (10,25-37), porque «no vine a
llamar a los justos, sino a los pecadores para que se arrepientan»
(Lc 5,32). La declaración de la inocencia de Jesús que viene de uno de los
malhechores contrasta con la solicitud de muerte para Jesús por parte de los
garantes de la religiosidad judía (Lc 23,18.20.23).
«Jesús le respondió: En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el paraíso» (Lc 2343). Hay una constante en la
experiencia creyente cristiana que después de la muerte el hombre obtendrá la
visión de Dios, un conocimiento personal que se entiende como comunión. No es
una cuestión intelectual u objetiva, sino existencial, de convivencia. «Queridos, ahora
somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que,
cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es»
(1 Jn 3,2). Es lo que desea Pablo ardientemente: morir para reunirse con el
Señor (cf. Flp 1,23), como Esteban cuando sufre el martirio (cf. Hech 7,59), o
Jesús cuando recibe al buen ladrón en el paraíso en el día de su muerte (Lc
23,43). No hay que esperar a la resurrección colectiva al final de los tiempos,
sino que la persona, al morir, podrá reunirse y conocer al Señor cara a cara
(cf. 2Cor 5,8; Lc 16,22; 1Ped 3,19). El encuentro motivará la semejanza con
Cristo como hijos de Dios, que en la vida presente la experimentamos en un
estado imperfecto. Esta enseñanza tiene su raíz en las parábolas evangélicas
del convite de bodas (cf. Mt 22,1-14; o de las vírgenes prudentes (cf. Mt
25,1-13); etc., como en el cuerpo de los escritos de San Juan: «Padre, deseo
que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté, para que
contemplen la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación
del mundo» (Jn 17,24; cf. 14,3). La visión de Dios como vida y amor
(cf. Mt 5,8; 1Cor 13,12; 1Jn 3,1; etc.) se transforma poco a poco en vivir con
Cristo, convivir con Cristo, ser con Cristo.
Reflexión
La Resurrección de los muertos entraña una nueva
creación, que ya San Pablo la describe en su tiempo (cf. 1Cor 15,35-53). Es la
respuesta lógica a cómo será la vida futura que nace de la resurrección de
Cristo y en esperanza para los cristianos (cf. Rom 8,20; Tit 3,7) y que el
Apóstol de los gentiles escribe citando a Isaías: «... lo que ni el ojo vio, ni
el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó; lo que Dios preparó para los que
lo aman» (1Cor 2,9; cf. Is 64,3).
Hay una constante en la experiencia creyente
cristiana que después de la muerte el hombre obtendrá la visión de Dios, un
conocimiento personal que se entiende como comunión. No es una cuestión
intelectual u objetiva, sino existencial, de convivencia. «Queridos, ahora
somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que,
cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es»
(1 Jn 3,2). Es lo que desea Pablo ardientemente: morir para reunirse con el
Señor (cf. Flp 1,23), como Esteban cuando sufre el martirio (cf. Hech 7,59), o
Jesús cuando recibe al buen ladrón en el paraíso en el día de su muerte (Lc
23,43). No hay que esperar a la resurrección colectiva al final de los tiempos,
sino que la persona, al morir, podrá reunirse y conocer al Señor cara a cara
(cf. 2Cor 5,8; Lc 16,22; 1Ped 3,19). El encuentro motivará la semejanza con
Cristo como hijos de Dios, que en la vida presente la experimentamos en un
estado imperfecto. Esta enseñanza tiene su raíz en las parábolas evangélicas
del convite de bodas (cf. Mt 22,1-14; o de las vírgenes prudentes (cf. Mt
25,1-13); etc., como en el cuerpo de los escritos de San Juan: «Padre, deseo
que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté, para que
contemplen la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación
del mundo» (Jn 17,24; cf. 14,3). La visión de Dios como vida y amor (cf. Mt
5,8; 1Cor 13,12; 1Jn 3,1; etc.) se transforma poco a poco en vivir con Cristo,
convivir con Cristo, ser con Cristo.
Esta convivencia con Cristo comulgando con Dios
entraña una vida sin fin; una vida en la que la plenitud está constantemente
plenificándose de manera distinta a como en la historia progresamos en las
virtudes, en los valores, en el conocimiento, etc. Se da, pues, en la eternidad
el movimiento que lleva consigo la vida, que no el éxtasis y la fijación del
objeto como dominio de él, en este caso, de Dios mismo. Él es una fuente
inagotable de amor, que hace del bienaventurado un transitar en la felicidad
continuamente. Junto a ello, no se debe olvidar, que la vida eterna comienza en
la historia. El más allá no es totalmente novedad en la experiencia de la
felicidad, ni la felicidad y salvación que vivimos en la historia no es el
término conclusivo de nuestra existencia personal y colectiva.