La
vida según el Espíritu
VII
El proceso humano de desligarse del
mal y caminar a la luz del amor, de configurarse con la persona y misión
de Jesús, se hace en el Espíritu, que habita en la interioridad humana (cf. Rom
8,9-11). Él une al creyente en Cristo dándole la identidad de hijo de Dios (cf.
Rom 8,14-16) y la posibilidad para serlo, pues graba en el corazón la ley de
Cristo (cf. Gál 6,2; 1Cor 9,21), que no es otra sino el amor (cf. Gál 5,6.14),
el amor de Dios (cf. Rom 5,5), y todos los valores que se derraman de él:
«gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio»
(Gál 5,22; Ef 5,9). Por eso, el Espíritu es el que reúne a los cristianos
concediéndoles la paz (cf. Gál 5,21) y la libertad (cf. Gál 5,18), y también
los incorpora al cuerpo glorioso, resucitado del Señor (cf. 1Cor 6,17),
dispensándoles la vida eterna (cf. Gál 6,8).
Con
la experiencia del Espíritu de «Cristo» o del «Señor» (cf. Rom 8,9; 2Cor 3,17),
que actúa la vida nueva, Pablo parte de este principio: «Por eso doblo la
rodilla ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en cielo y tierra,
para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros internamente con
el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón, que estéis
arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender, junto con
todos los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer
el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la
plenitud de Dios» (Ef 3,14-19; cf. 1,15-21). Esto lo desarrolla en tres etapas:
abandono de la existencia fundada en el poder gracias a la fe y al amor de
Cristo y a Cristo, muerto y resucitado; Cristo crea el sentido y el centro de
la vida porque vehicula la salvación de Dios; y la configuración con él, que se
hace gracias al Espíritu, inicia la salvación en esta vida y termina en la
futura de resurrección.
Pablo
lo resume en un párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más
aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo
Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal
de ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada
en la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree.
¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus
sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de
la muerte» (Flp 3,8-11). El conocimiento de Cristo se entiende como una
relación personal, como una revelación personal: quien elige es Dios por medio
de Cristo, quien obedece es el hombre; y la comunión con Cristo conduce a
reconocer su «señorío» en orden a la salvación. Si esto es así, es lógico que dé
por pérdida toda su fe anterior en la justicia de la ley, en la autosuficiencia
que lleva pareja una vida dirigida según las tradiciones emanadas de la ley.
Pablo desea que Dios le encuentre en Cristo al final de sus días y, además, los
cristianos le encuentren en Cristo en la vida presente para aprender a caminar
en la vida «nueva» que él ofrece. Y para ello no existe problema alguno, ya que
para llevar a cabo la vida «nueva» Dios ha conferido su potencia de gracia, su
relación de amor, a Cristo con la Resurrección. Así es posible superar todas
las situaciones de la vida provenientes del hombre «viejo», de la debilidad
humana (cf. 2Cor 12,9-10), que impiden caminar en la senda del Señor (cf. Flp
1,21). La comunión con Cristo lleva aparejada, por una lado, la participación
en sus sufrimientos, en su cruz, en la que quedan fijados todos los males de
esta vida y que Pablo los considera muertos en la muerte de Jesús, impotentes
para significar algo en la vida «nueva» (cf. Rom 6,6; 8,3; Gál 2,19; 2Cor
4,10); y la comunión con Cristo, por otro lado, entraña la pertenencia a la
vida de resurrección que alcanzará todo su esplendor en la plenitud de los
tiempos.
La vida según el Espíritu
VI
El testimonio de Pablo
La actuación de la bondad y de la
gracia en la historia se realiza por la vida de Jesús (cf. Jn 1,14), y se
prolonga por la llamada a su seguimiento para compartir su vida, destino y
misión; seguimiento que después de la Resurrección se concreta con la fe en
Cristo según el Espíritu. La fe en la nueva presencia del Resucitado es posible
gracias a su Espíritu (cf. Hech 2,1-4), y Pablo enseña esta nueva relación con
Cristo en el Espíritu. Él no tiene la oportunidad del seguimiento histórico, de
ahí que su conducta sea una de las pautas que marquen la identidad de los
cristianos, continuando en la historia el principio de la acción salvadora que
Jesús lleva a cabo en Palestina: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a
Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de
entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su
Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
Pablo
es consciente de la pretensión de Jesús sobre la iniciativa de Dios para
reconducir la historia humana (cf. 1Tes 5,9-19; Rom 5,8.10.38). Por eso se
cuida mucho de no utilizar sus ventajas cristianas ante los judíos y paganos;
al contrario, se gloría de su debilidad para que prevalezca el vigor de la
gracia de Dios y recuerda el aguijón que le mantiene en su fragilidad humana
(cf. 2Cor 11,31; 12,7-12). En efecto. Pablo experimenta la llamada de Dios para
seguir y anunciar a Cristo: «Pero, cuando el que me apartó desde el vientre
materno y me llamó por puro favor tuvo a bien revelarme a su Hijo» (Gál
1,15-16). La elección divina está en la órbita de otras, como la de Sansón (cf.
Jue 16,17), del Siervo de Yahwé (cf. Is 49,1) o de Jeremías (Jer 1,5). La
llamada es una gracia de Dios con la que le revela a su Hijo; y es una gracia
con la que separa a Pablo de su vida y actividad anterior y le confía la misión
de predicar a Jesús a los gentiles. Esta gracia, en definitiva, le transforma
en un hombre «nuevo»; Dios le recrea por completo para anunciar a su Hijo (cf.
Gál 6,15; 2Cor 5,17). Dicha gracia se explicita en el encuentro con el
Resucitado, que evoca también la elección de los discípulos por parte de Jesús,
o las comidas de Jesús con publicanos y pecadores que les rehacen la vida, como
es el caso de Zaqueo (cf. Lc 19,1-9); es lo que significa el «nuevo nacimiento»
en la teología de Juan (cf. Jn 3,1-8; Rom 6,4). Él habla repetidas veces de
este encuentro con Jesús en el camino de Damasco (cf. Hech 9,3-21; 22,6-10;
26,14-18; 1 Cor 15,8; Ef 1,15-16; Flp 3,12), que entraña un cambio radical en
su vida: de perseguir a Cristo en los cristianos a ser valedor de su vida y
doctrina de salvación para todo el mundo (cf. Hech 8,1; Gál 1,13). Y esto es
gracias al Espíritu: «Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne
para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con
el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,12).
Dios,
por medio de Jesús, hace que descubra un mundo «nuevo», un hombre «nuevo», un
sentido de la existencia «nueva» (cf. Gál 6,15; Rom 6,4). La «novedad» estriba
en que Dios se ha decidido a hablar y actuar en beneficio de su criatura por
medio de la vida de Jesús. Dios rescata, salva, redime del mal, rompe los
círculos infernales que ha creado el hombre por su libertad y sus ansias de
poder, y de los que no puede salir. Según Juan, Dios se enfrenta al poder del
hombre con un poder que es exclusivamente su relación de amor, porque Él sólo
es amor (cf. 1 Jn 4,8-16); y su amor en la historia humana es la vida de Jesús
(cf. Jn 3,16). Ese amor es lo testifica el Espíritu. La gracia constituye la
relación de amor de Dios a su criatura para Pablo. Así es el nuevo fundamento
de la existencia que se puede decir que todo es gracia en la vida (cf. Ef
2,4-10); gracia que se identifica con Jesús, cuya historia se centra en su
muerte y resurrección (cf. Rom 6,1-11). Y une los dos términos: Dios para
nosotros es la vida de Jesús, que es su gracia, y la gracia se manifiesta en la
muerte y resurrección de Jesús.
Entonces
podemos entender que Pablo configure su vida según la de Cristo: él es su amor
(cf. Rom 8,39), su esperanza (cf. 1Tes 4,17), su libertad (cf. Gál 2,4; 5,13),
su potencia (cf. Ef 6,10), su paz (cf. Flp 4,7), en definitiva, su vida (cf.
Fil 1,21), capaz de dominar o extirpar el dominio del pecado que le atenaza
(cf. Rom 7,7-25), desactivando su autosuficiencia (cf. Gál 2,16), ciertamente
con dolor, con cruz (cf. Gál 2,19; 6,14), pero con la fuerza suficiente para
rehacer su libertad y abrirse a la gracia que le capacita para la felicidad y
plenitud humana (cf. 2Cor 4,14): El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza.
Como nosotros no sabemos pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos indescriptibles» (Rom 8,26). Pablo, judío fariseo (cf.
Hech 21,39; Flp 3,6; etc.), sale del encuentro con Cristo como el publicano de
la parábola descrita: justificado, salvado, es decir, es consciente de su
incapacidad para salvarse a sí mismo, de la insolvencia de su creencia en la
ley judía para arrancarle del mal (cf. Gál 2,21; 5,11; Rom 2,27-23) y de la
debilidad de la sabiduría humana para encauzar la existencia con la dignidad
que le compete como hijo de Dios (cf. Rom 8,19-27; 1Cor 1,30; etc.). Pero Pablo
no es un pecador público, o una persona alejada de Dios; su cambio obedece al
sentido de la vida y de Dios que le proporciona Cristo, que no a un simple
cambio moral o ético.