lunes, 11 de abril de 2016

Los «versos divinos» de Gerardo Diego

La fe de un poeta: los «versos divinos» de Gerardo Diego



Francisco Javier Díez de Revenga
Facultad de Letras
Universidad de Murcia

Gerardo Diego, nacido en 1896, desarrolla una etapa de notoria fecundidad poética en los últimos años de su vida, continuación de lo que ha sido, a lo largo de los años, una actividad literaria muy laboriosa y nunca renunciada. En 1966, al cumplir los setenta años, publica en Málaga, un pequeño poemario, Odas morales, al que seguirán otros libros muy próximos a su edad en ese momento y desde luego a su situación profesional, como puede ser todo lo relacionado con su jubilación como catedrático de Instituto, ocurrida en 1966. Cementerio civil aparece en 1972 y refleja en él una aproximación absoluta a las inquietudes propias de senectud (vejez, tiempo, muerte), pero es cierto que nuevas reflexiones de madurez vital muy interesantes aparecen en Versos divinos, libro escrito a lo largo de toda su vida, pero publicado en 1971. Los  últimos poemas integrados en este libro serán de gran interés y resultarán excepción más que notable en el campo de la poesía española del siglo xx, dado su carácter religioso militante, aunque reflejarán inquietudes comunes a otros poetas contemporáneos.
Pero la posición de Gerardo Diego, en esta aportación suya a la lírica actual, revela, sin embargo, especial peculiaridad, que le distingue de todos sus compañeros de generación, debida a su fidelidad a la ortodoxia católica y, en consecuencia, a su creen­cia en un más allá esperado. La perspectiva ofrecida, en el  especial contexto de Versos divinos, por un poema en que se glosa la vejez de Matusalem puede ser representativa de intenciones y  creencias.
Y en ello insiste en la mayor parte de los poemas contenidos en las obras finales. Todas las manifestaciones reali­zadas a lo largo de Cementerio civil, y que en algún momento ponen el poeta en relación con un cierto medievalismo (representado por  la figura de Jorge Manrique), en torno a la muerte y al sueño en relación con la vida y con la muerte, suponen una adopción clara de un credo totalmente ortodoxo. Un caso interesante de la  ausencia de dramatismo en torno a la muerte viene representado por aquellos poemas en los que el poeta desmitifica la edad y la  vejez, aceptándolas en la línea de resignación y sana alegría de su poema sobre Matusalem.
Los endecasílabos blancos que lo componen son admirables por su perfección. Véase como ejemplo el cuarteto final que viene a ser la conclusión de todo un poema donde se medita la edad, la vida y la muerte:

Cansado estoy. Dejadme ya, que quiero
dormirme, o con mis sueños o cerrado,
sellado, hasta que el Santo venga a abrirme
llamando con el cuento da su lanza.

Entra así de lleno en la poesía religiosa española la temática bíblica de la que no podemos sino hacer notar su ausencia, al menos con esta extensión, a lo largo de muchos siglos en tantos y tantos poetas que prefirieron dirigir su mirada más hacia los temas evangélicos o de devoción mariana, a los temas de Santos y no a los específicamente del Antiguo Testamento.
La actitud adoptada por Gerardo Diego en esta glosa de la Biblia es, por otra parte, muy reciente ya que tan solo ocupa los dos últimos años de la dilatada vida del libro. Paralela a esta novedad creemos que esta la circunstancia formal del verso utilizado. Las largas series de versos libres que van desde el de seis hasta los superiores a las veinte sílabas, hacen que esta parte respire un aire nuevo, moderno, con un tono distinto de la tradicional poesía religiosa que ha ido apareciendo en nuestras letras.
Como tema final, el poeta dedica una sección completa a Jesús, constituida por temas evangélicos que van desde el episodio del niño ante los doctores hasta Pentecostés glosando en diversas escenas la vida de Cristo. En general se trata de versos en los que predomina lo narrativo, lo descriptivo, lo evocador en suma, aunque al final siempre aparezca la nota subjetiva del poeta creyente. Por ejemplo en el dedicado a "La Ascensión" después de evocar la celestial subida, el poeta vitaliza el momento al aplicarlo a su propia existencia:

Desde alli lo ve todo,
nos ve a todos y al valle
donde quedamos fríos
perdiéndole, buscándole.
Quedamos esperando
que vuelva, que se rasgue
la nube que le oculta
el mismo azul del aire.

El poema que cierra el libro evoca «Pentecostés» en versos llenos de significado que quieren describir el valor de las lenguas de fuego que se sitúan sobre los apóstoles como símbolo del Amor. Los alejandrinos blancos que forman el poema se adecuan a la grandeza del momento, que al final se ve empañado por una serie de personificaciones del mal que permanece entre nosotros aun después de la llegada del Espíritu Santo.

Pero no estamos solos. El fuego nos calienta.
Y el reino del Espíritu descendió hasta nosotros.

Gerardo reunió en su libro Versos divinos, volumen muy anunciado, la mayor parte de su poesía religiosa, por lo menos aquella que era más estrictamente religiosa y no estaba vinculada a un determinado paisaje, ambiente, ciudad, región, etc. Carácter religioso alcanzan poemas de otros libros e incluso obras enteras, como es el caso de Ángeles de Compostela, pero  Versos divinos tiene otra dimensión, ya que no sólo la unidad de tema (lo religioso cristiano‑católico) le da sentido, sino que es también la temperatura, la posición anímica del poeta la que da a esta difícil especialidad poética un sentido moderno y al mismo tiempo fiel a la ortodoxia requerida. Supera nuestro autor, sin  dificultad, la seudo‑poesía religiosa, repetitiva y manida, que,  una vez pasado el siglo de oro, se dio en nuestras letras y ha  mostrado, salvo pocas excepciones, tópicos repetidos, que hacen  que el lector moderno se prevenga ante la poesía religiosa.  Gerardo Diego salva esta dificultad con soltura y demuestra una recia personalidad de poeta y de católico que sabe interpretar los temas de la religión con visión serena, soltura y originalidad. La seriedad de sus representaciones poéticas viene  avalada también por un conocimiento profundo de la religión,  aprendido en la lectura de los libros más representativos, empezando por la Biblia, de la que proceden sus espléndidas representaciones del Antiguo Testamento, a las que se unen las canciones de tipo tradicional que, a la manera de su maestro Lope de Vega, enriquecen misterios y representaciones de la religión, entre los que destacamos los temas navideños. El temprano Vía  crucis, que se incorporaría a Versos divinos, ha sido considerado  por el poeta como libro aparte, justificadamente, sin duda, dado su dramatismo, intensidad y belleza, con rica representación del argumento glosado.
Con la poesía religiosa de Gerardo Diego ocurre lo mismo que con otras representaciones de su obra poética. Gerardo es de nuevo una isla, una excepción y si se decide a publicar la colección de todos sus poemas religiosos es porque sabe que son sinceros y que nada  tienen que ver con la poesía devota, repetitiva, de novenario,  que había inundado la literatura española desde el siglo xviii.  Su religiosidad es la expresión de una fe y sus interpretaciones poéticas o están enmarcadas en la tradición española de la lírica popular del Siglo de Oro, o son representaciones contemporáneas de la religión y sus personajes, como ocurre con sus poemas sobre la Biblia. Como vemos, en este sentido también Gerardo ocupa un  importante hueco y por ello fue elogiado por los poetas de su entorno y también por los eclesiásticos, en aquellos años setenta del siglo pasado, más avanzados. José Luis Martín Descalzo le dedicó una elogiosa reseña, en la que destacaba sus virtudes como creyente actual. El  libro además se publica en una colección de poetas que reunía a  los creadores más afines a Gerardo Diego: las «Alforjas para la  poesía» de la Fundación Conrado Blanco.




IV Domingo de Pascua (C)

                                                 IV DOMINGO DEPASCUA (C)


Lectura del santo Evangelio según San Juan 10,27-30.
En aquel tiempo, dijo Jesús: -Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno. «Yo he venido para que tengan vida»

1.- Contexto.  Durante la fiesta de los Tabernáculos, Jesús se ofrece como el agua viva, la luz del mundo, el Hijo y Enviado del Padre, y después de enseñar cuál es el itinerario de la fe al ciego de nacimiento, se propone como el buen Pastor. En los capítulos del ciego y de Lázaro (cf. Jn 9.11), Juan presenta las tensiones que hay entre los responsables de la fe hebrea y Jesús. Tal es así, que desvela dos mundos irreconciliables.  La tensión entre judíos y Jesús se prolonga cuando acuerdan la muerte de Jesús al devolverle la vida a Lázaro, tensión que continúa entre los malos pastores —las autoridades religiosas—  y él. Jesús es el buen Pastor, como el Señor es para Israel desde que los sacó de Egipto y los condujo a la Tierra prometida. Y será su Pastor cuando los conduzca de nuevo desde el destierro a Sión (cf. Jer 31,10; Is 40,10). También será un buen Pastor un descendiente de la casa de David, como personaje único, como único será el rebaño. Y este pastor se diferenciará claramente de los  demás porque conoce a las ovejas y las ama hasta dar la vida por ellas; una vida que será para sus ovejas eterna, porque procede del Padre.


2.- Sentido. Conocimiento y amor hacia el rebaño es lo que diferencia los buenos de los malos pastores. Es una alusión a los que cuidan la religión de Israel y que Jesús, el nuevo tabernáculo, sustituye definitivamente cuando el Señor lo resucita de entre los muertos. Él es el nuevo templo del Señor (cf. Jn 2,19-22), porque ha establecido la auténtica relación de amor fraterna, que es la que revela la religación de amor con el Señor. Pero la vida de Jesús, en la que en el tiempo de Juan ya se contempla con la pasión y muerte, va más allá de la imagen que entraña el Señor como Pastor en la historia de Israel. Jesús, buen Pastor, da la vida, entrega su vida, no duda en llevar su entrega por sus hermanos hasta la muerte. Es la imagen cabal del Pastor opuesta a los asalariados que abandonan el rebaño ante cualquier peligro; y peor: los que usan el rebaño para beneficio propio, lo contrario al amor. Jesús ha sido puesto por el Señor como el centro y el medio de las relaciones entre los hermanos, y de los hermanos con Dios.




3.  Acción. Jesús es el único pastor de su Iglesia, además de su cabeza. Los otros que han sido constituidos pastores no lo sustituyen, sino que son signos de su presencia. Jesús, aunque esté sentado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, porque le ha dado su Espíritu. Pero a los que él ha hecho pastores, representantes suyos, deben vivir la experiencia de amor divino, que les lleva a dar la vida por el rebaño, si es necesario. Es la única manera que hay para que el «rebaño tenga vida eterna». Por eso, no se puede concebir un pastor egoísta en la Iglesia, que viva del amor de sus ovejas y que se aproveche de ellas para su interés personal, marcado por su egoísmo.- Por otra parte, vivimos en un mundo donde se dan toda clase de ideologías, sentidos de vidas, propuestas de felicidad humana fundadas en creencias muy diferentes. Y lo que es peor, es que tales ofertas de felicidad o de fe son expresiones de nuestra mente, de nuestra imaginación, de nuestra inteligencia, de nuestra buena voluntad. Hay que considerar a Jesús como el único Mediador y Centro de las relaciones con Dios y con los hermanos. Él nos da la seguridad de que andamos en el camino correcto y de que su revelación del Señor es la que en verdad es y existe: Dios es amor y nos lo ha dado para nuestra salvación (cf. Juan 3,16; 1Jn 4,8.16).

El Buen Pastor

                  IV DOMINGO DEPASCUA (C)


Lectura del santo Evangelio según San Juan 10,27-30.
En aquel tiempo, dijo Jesús: -Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno. «Yo he venido para que tengan vida»

               1.- Los cristianos no somos creyentes que podamos dirigirnos a Dios directamente. No podemos puentear a Jesús, que es «el camino, la verdad, la vida» (Jn 14,6). De Jesús nos viene la verdadera y definitiva imagen del Señor, como Padre y Madre,  pleno de amor misericordioso. Es la bondad que le inclina de una manera natural hacia nuestra vida. El Señor es como un Pastor que sale a buscar la oveja extraviada, y hasta que no la encuentra recorre todos los lugares del mundo (Lc 15,3-7). Y esto es así, porque toda la creación formamos parte de sus entrañas, de su corazón, y somos objeto de su amor. Dios no es un Ser que sea indiferente a los devaneos y tensiones, como traiciones que sufrimos o hacemos a los demás. Dios sufre y padece con nosotros, con lo que nos sucede a nosotros; y nos lleva por caminos seguros cuando nos perdemos ante la multitud de voces que escuchamos cada día por todos los medios. Él es el centro de la vida cristiana, de cada cristiano y de la comunidad. A él le reconocemos como único Señor cuando nos habla. Porque nos conoce personalmente y nos ama uno a uno, tal y como somos; y por eso le seguimos.  Él va delante de todos, hace que conozcamos su voz y le sigamos por las sendas llanas y los pedregales de la vida. No está en el despacho para que vayamos a él. Él está en la familia, en la oficina con nuestros compañeros, en el coche cuando viajamos, en el parque cuando paseamos, en el pobre cuando nos lo cruzamos.


               2.- El Señor se hace presente en la comunidad y nos da el alimento necesario para saber cuál es nuestro sentido de vida, y la fuerza para llevarlo a cabo. Las comunidades eclesiales, la familia y la fraternidad religiosa tienen pastores que canalizan la bondad del rebaño y ponen en común todos los valores que posee cada oveja para el bien de todos. Los humanos y los creyentes necesitamos de los pastores para que dirijan nuestras vidas por el camino de bien, un camino que por fuerza debe terminar en una plaza donde entren en comunicación todas las virtudes que lleva cada persona en su corazón y está desarrollando en su vida. Un pastor que no busque la relación y la unión de las ovejas es el que solo piensa en sí mismo y cómo aprovechan los bienes ajenos para sus intereses. Debemos fijarnos en Jesús: es el que da la vida por nosotros para que tengamos vida, y vida para siempre.


3.- El cristianismo no es una cuestión de obediencia a la ley, por buena que sea, para sentirnos dentro de ella y, por consiguiente, participantes de la salvación divina que transmite. Jesús no es la ley. Es una vida, con un sentido que hace presente el reino de amor misericordioso del Señor. A Jesús hay que seguirlo en su estilo de vida e identificarse con él. Nos lo enseña San Pablo con mucha claridad: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Jesús es el buen Pastor que entrega su vida por nosotros para que tengamos vida abundante. Y nosotros debemos orientar dicha entrega de Jesús al servicio de los hermanos. No podemos robarles la vida que él nos da constantemente y esconder su sentido en nuestras actitudes en la relación con los demás. El Señor es el buen Pastor que va en busca de la oveja perdida. Jesús es el buen Pastor que da la vida por sus ovejas para que puedan vivir; cada uno de nosotros somos pastores que testimoniamos que el Señor y Jesús son así.

domingo, 10 de abril de 2016

Libros: La misericordia en la Escritura

                 La misericordia de Dios en tiempos de crisis.
                 Meditaciones bíblicas

                                                             
                            Cristóbal Sevilla


M. Á. Escribano Arráez
Instituto Teológico OFM
Pontificia Universidad Antonianum

Presentamos una obra donde el autor remite a las fuentes bíblicas para descubrir cómo se da la presencia de Dios en nuestras vidas a través de su misericordia. Una advertencia previa: la Escritura debemos leerla de un modo unitario, pues todos los libros bíblicos forman uno solo inspirado por Dios.
La misericordia en la Biblia se expone en los mismos inicios —libro del Éxodo— con la experiencia de Israel en la península del Sinaí. El pueblo de Dios conoce al Señor conforme camina por el desierto hacia la tierra prometida. El pasado le ha supuesto un esfuerzo, pero su presente, cuando lo lee según Dios, le descubre la importancia de recordar que la presencia del Señor alcanza su plenitud con la experiencia de la vida. En el Éxodo se relata que Dios escucha el clamor de su pueblo esclavizado por el Faraón. El texto enseña que escuchar el sufrimiento del otro es el principio de la misericordia. Y Dios se muestra en la vida del pueblo cuando le grita y lo escucha en medio de su esclavitud y de las penurias que padece, más tarde, en la travesía por el desierto. En el episodio del becerro de oro, cuando el pueblo quiere controlar a Dios, dándole la espalda nada más escapar de la esclavitud, en ese preciso momento se encuentra con la misericordia  divina. El pueblo tiene que aprender que a Dios se le busca y encuentra con la escucha y con la paciencia. Todo esto conduce a saber cuál es su pedagogía amorosa, que se manifiesta cuando Israel está hundido por una gran crisis que afecta a su identidad. Entonces el Señor le enseña con autoridad, no con castigos, sino con el amor que guía y acompaña. Lo observamos en el libro del Deuteronomio (c. 32).  Es aquí donde Israel percibe el amor divino  y ya no puede separarse de él.
El segundo capítulo relata la actividad de los profetas, que denuncian las injusticias, y recuerdan al pueblo de dónde vienen. Dios tiene compasión del pueblo, pero sobre todo se conmueve, es la conmoción de Dios por Israel, que no le olvida y lo hace cercano a él. Dios lo ha creado, es Padre y por eso se conmueve; por tanto es próximo porque quiere dar vida a su pueblo. Oseas escribe lo que significa “hablar al corazón”: la única forma tiene el Señor para convencer, pues su estilo es atraer  con su amor. Es desde el corazón donde se vive la relación con Dios y se comprende su misericordia. Los profetas Amos y Joel afirman que la misericordia se da antes que la justicia. Y Jeremías, en un tiempo de profunda crisis con el templo de Jerusalén destruido y el pueblo deportado, porque ha dejado de escuchar la palabra de Dios,  invoca la renovación y conversión del corazón. No bastan las respuestas sociológicas o políticas para encontrar una solución a la crisis existencial; hay que volver a Dios y a su Palabra. Supone un adelanto del relato de Jesús sobre el hijo pródigo.
La tercera parte de la obra invita a orar para ser capaces de encontrar la misericordia de Dios. Dios es una eternidad de amor y se llega a ella por la oración. Y los salmos recuerdan que solo se vence a la murmuración por la alabanza al Señor. La alabanza es una respuesta a la experiencia de la misericordia de Dios, así  se observa en el Sal. 18, en el Sal. 30, como experiencia de la bondad de Dios. Job es un ejemplo de misericordia divina, al mostrar que el amor de Dios nunca se acaba. Job busca la verdad sin negar la humanidad, y eso es lo importante: Dios no se impone; no excluye con quien se relaciona. De nuevo la importancia del otro para vivir la misericordia, y hay respuestas sobre Dios que solo se pueden dar desde la vida, desde la conmoción.
El cuarto capítulo trata de la misericordia de Dios en Jesús: la misericordia se hace humanidad en Jesús. Él es la misericordia: de ahí la insistencia del Padre en que se le escuche. En la predicación de Jesús vemos que cita a Oseas para probar que la misericordia está antes que la ley, o, mejor todavía, se encuentra en el centro mismo de la ley. La misericordia no se opone a la ley, sino que se manifiesta en la voluntad de Dios que se debe trasformar en la actitud del pueblo en su vida, y Jesús lo hace en la predicación nacida de su  corazón. La pedagogía de Jesús parte de las parábolas. En ellas se muestra al otro no como un problema teológico, sino como una cuestión vital, que lleva al amor de Dios. Jesús enseña con misericordia y esta misericordia explicita sus sentimientos (cf. Mc 1,22; Mt, 7, 28).
Termina el autor hablando de la misericordia  en tiempo de la Iglesia naciente. Cita textos del NT dirigidos a las comunidades cristianas; ellos hacen ver que la Iglesia no puede perder el horizonte de la misericordia, y está llamada a vivir en los desiertos del pueblo para llevar la misericordia. La Carta de Santiago 5,12 recuerda que la palabra del cristiano debe ser una palabra sencilla y veraz, que ponga el Evangelio en centro de todo, implicando a quien la dice y haciéndonos profetas. El autor concluye con la Resurrección como centro del mensaje cristiano y como mayor signo de la misericordia divina que se hace presente.
En definitiva, una ensayo bien escrito; además el Autor ha introducido cada capítulo con breves textos de hombres y mujeres de Dios que hicieron palpable en sus vidas la misericordia. Un libro sencillo, pero escrito por quien conoce bien la Sagrada Escritura y nos invita a leerla como un todo, y en la que encontramos la relación de Dios en nuestras vidas y su transferencia a todas las personas e instituciones con las que nos relacionamos.



Ed. Verbo Divino, Estella 2015, 139 pp., 17 x 24 cm.

Santos y Beatos,del 16 al 19 de aril

16 de abril
Benito José Labre (1748-1783)

            San Benito José Labre, Cordígero de la Orden Francis-cana Seglar, nace el 26 de marzo de 1748 en Amettes (Francia), hijo de Juan Bautista Labre y Ana Grandsire. A los doce años vive con su tío Francisco José Labre, sacerdote en Erin. Estudia las ciencias eclesiásticas, pero no se siente llamado al sacerdocio, sino a la vida contemplativa. Al morir su tío en 1766, y después de varios intentos de ingresar en la Trapa y los Cartujos, viaja a Italia para continuar su vida de penitencia en medio de la gente y visitar como peregrino los lugares santos del Catolicismo. Y lo hace Benito con un abrigo viejo, un rosario al cuello y otro entre sus dedos y con sus manos abrazando un crucifijo que llevaba al pecho. En una bolsa lleva el Nuevo Testamento, el breviario y la Imitación a Cristo. Así visita Loreto, Asís, Nápoles, Bari, Fabriano, etc., en Italia, Einsiedeln en Suiza, Compostela en España y Paray-le-Monial en Francia. Los últimos seis años de su vida los pasa en Roma, de donde salía solo una vez al año para peregrinar a Loreto. En Roma duerme en el Coliseo y visita las iglesias. Muere el 16 de abril. Es enterrado en la iglesia de Santa María dei Monti. El papa León XIII lo canoniza el 8 de diciembre de 1881.

                                               Común de Santos Varones

Oración. Oh Dios, que concediste a San Benito José unirse a ti por el camino de la humildad y el amor a la pobreza, concédenos, por sus méritos, sabiduría para sopesar los bienes de la tierra amando intensamente los del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.


18 de abril

Andrés Hibernón (1534-1602)

            El beato Andrés Hibernón nace en Murcia (España) el año 1534, hijo de Ginés Hibernón y María Real, aunque vive y reside en Alcantarilla, ciudad perteneciente a la provincia de Murcia. Ejerce el oficio de pastor en Valencia y de administrador de D. Pedro Casanova, Regidor de la ciudad de Cartagena y Alguacil Mayor del Santo Oficio. Ingresa en el convento de Albacete de la Provincia Observante de Cartagena el día 31 de octubre de 1556 y profesa el 1 de noviembre de 1557. Es recibido en el convento de los Descalzos de San José de Elche (Alicante) por el padre Fray Alonso de Llerena, Guardián de dicho convento y, a la vez, Custodio Provincial de la Provincia Descalza de San Juan Bautista de Valencia. Es el año 1563. Desempeña los oficios de cocinero y hortelano, portero y limosnero. Reside en Valencia, Jumilla, etc. Es coetáneo de San Pascual Bailón, hermano de hábito y de la misma provincia franciscana. Sobresale por su humildad y sencillez, además por su espíritu de oración y amor a la Eucaristía. Muere en el convento de San Roque de Gandía (Valencia) el 18 de abril de 1602. Sus restos reposan en la Catedral de Murcia. El papa Pío VI lo beatifica el 22 de mayo de 1791.

                                               Común de Santos Varones
Oración. Señor, tú que otorgaste al beato Andrés Hibernón la gracia de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este bienaventurado, la gracia de vivir fielmente nuestra vocación, para que así tendamos a la perfección que tú nos has propuesto en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.

19 de abril
Conrado de Áscoli (1234-1289)

            El beato Conrado nace el 18 de setiembre de 1234 en Áscoli, Piceno (Italia); pertenece a la familia Miliani. Estudia en el Sacro Convento de Asís y en Perusa. Enseña en Roma. Cuando su compañero de profesión y de estudios, Jerónimo Masci, es elegido General de la Orden, le da licencia para ir a misiones a Libia y explorar la Cirenaica. Regresa a Roma en 1278; a los dos años viaja a París, donde enseña Teología en la Universidad. Cuando a Jerónimo Masci lo eligen Papa con el nombre de Nicolás IV, lo nombra su asesor. De viaje a Roma, enferma en Áscoli, se hace colocar en el suelo, como San Francisco, y se duerme en paz con el Señor a los 55 años de edad. Es el 19 de abril de 1289. Nicolás IV le levanta un mausoleo en San Lorenzo delle Piagge. Después, el 28 de mayo del año 1371, su cadáver es trasladado a la iglesia de San Francisco. El papa Pío VI concede Oficio y Misa en su honor el 30 de agosto de 1783.

                                               Común de Santos Varones

            Oración. Señor, Dios nuestro, que has querido infundir en el beato Conrado de Áscoli tu admirable sabiduría, concédenos, por su intercesión, permanecer siempre fieles a tu revelación. Por nuestro Señor Jesucristo.


lunes, 4 de abril de 2016

III Domingo de Pascua (C)

            III DOMINGO DE PASCUA (C)


Lectura del santo Evangelio según San Juan 21,1-19.
[…] Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Él le contestó: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: -apacienta mis corderos. Por segunda vez le pregunta: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: -Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: -Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería, y le contestó:-Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: -Apacienta mis, ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: -Sígueme
1.- Al final del párrafo evangélico de este domingo trae el Evangelista el interrogatorio de Jesús a Pedro. En el contexto de la comida, Jesús pregunta a Pedro, en presencia de los seis discípulos, sobre su fidelidad, con clara referencia a las negaciones en el proceso religioso (Jn 18,15-18). Con la respuesta afirmativa de Pedro a la fidelidad en el amor y de fe en su identidad mesiánica (Mc 8,29), Jesús le encarga la misión de ser pastor y guía de los creyentes (Jn 21,15-23). El evangelio de Juan cuenta la fidelidad de Pedro a Jesús, que mantiene hasta la muerte; y después se interesa Pedro por el discípulo amado, un interés que no tiene respuesta por parte de Jesús: Juan es una cuestión exclusiva de Jesús: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme» (Jn 21,21).

2.- La Iglesia es continuadora de los discípulos de Jesús y de los apóstoles, que la configuraron al principio de su existencia. De los Doce discípulos, hay uno, Judas, que reniega de Jesús, y otro, Pedro, que lo desconoce cuando Caifás afirma su mesianismo. Y estos dos hechos vengonzosos de los inicios, traición y negación con arrepentimiento, siguen hasta hoy en tantos hermanos creyentes que pecan y se arrepienten, o se alejan de la comunidad por un estilo de vida que en nada se parece al de Jesús; pues no es necesario llamar la atención de la sociedad levantando un acta notarial para renegar de la fe, es la vida quien nos separa de Cristo y su comunidad. Pero la Iglesia también es la Iglesia de los otros Diez y de Pedro arrepentido, que son la mayoría de los cristianos que mantienen su fidelidad a Jesucristo por su vida amorosa con la familia, por la responsasibilidad en el trabajo, por el cuidado de la fe y su expresión religiosa, por su sensibilidad hacia los abandonados. A través de las relaciones de amor es como mantenemos vivo al Resuitado en nuestra vida personal y colectiva, por más que las infidelidades sean más escandalosas que las fidelidades al Evangelio.


               3.- Pedro manifiesta la fidelidad a Jesús cuando se lanza al agua para encontrarse en la orilla con él. Pero ahora tiene que ser fiel como pastor. Él es el guía de la Iglesia, y la Iglesia solo puede existir si está unida a Jesús, si transmite a Jesús y si Jesús se la presenta a Dios para reconocerla como la barca de la salvación.  Pero la barca guiada por Jesús, de la que pone al mando a Pedro, se llena de los creyentes de todos los tiempos gracias a la fe en Cristo, que se nos infunde en el bautismo y que cuidamos con las palabras y obras del Evangelio.  Todos nosotros somos el discípulo preferido de Jesús. Jesús es el que nos aguarda pacientemente uno a uno cuando lo encontremos en el momento de nuestra muerte, como al buen ladrón (cf. Lc 23,35-43), o cuando lo disfrutemos todos juntos al final de los tiempos (cf.  Jn 21,20-23).



Aparición en el lago de Galilea

           III DOMINGO DE PASCUA (C)


Lectura del santo Evangelio según San Juan 21,1-19.
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: -Me voy a pescar. Ellos contestan: -Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.
Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: -Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: -No. El les dice: -Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: -Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: -Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

               1.- Texto. La aparición junto al lago de Tiberíades recuerda el encargo que da Jesús a las mujeres que visitan el sepulcro en Jerusalén para que comuniquen a Pedro y a los discípulos que los verá en Galilea (Mc 16,7). Los discípulos recuperan las tareas que desempeñaban antes de embarcarse en la aventura del Reino con Jesús. La escena parte de una invitación para pescar que Pedro hace a seis discípulos: Tomás, Natanael, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (cf. Mc 1,19-20), y dos innominados, de los que seguramente uno es el que Jesús ama. El hecho responde a una cita de la llamada de los primeros discípulos después de una pesca infructuosa (Lc 5,1-11; Mt 4,18-22) y el sentido estéril de la «noche» en Juan, contrapuesto al de la «luz», que en este relato se identifica, una vez más, con Jesús (Jn 9,4; 11,10). Pescar sin Jesús es un trabajo inútil (Jn 15,5; Lc 5,5). Los discípulos, como María Magdalena en el jardín, no reconocieron a Jesús (Jn 20,14). Jesús resucitado se adelanta a los discípulos para que lo identifiquen (Jn 20,15; Lc 24,16); él toma la iniciativa y les pide algo de comer. Al no tener ellos nada, por el fracaso de la noche, les invita a que echen las redes a la derecha de la barca con la promesa de que encontrarán peces. Y así sucede.



2.- Mensaje.  Con la palabra eficaz que conduce al bien de la gran pesca, llega también el reconocimiento del discípulo amado: «Es el Señor», al que le sigue Pedro y los demás cuando alcanzan la orilla. Llega Jesús, toma pan y se lo reparte, y lo mismo el pescado. El discípulo desconocido, que descubre a Jesús ahora y es el primero que llega a la tumba ante la indicación de María (Jn 20,5), es el mediador que encamina a Pedro y a sus compañeros al Señor resucitado, porque reconoce a Jesús en su nueva dimensión divina e identifica a quien les convoca al banquete eucarístico. Jesús les distribuye el pan y el pescado como en la multiplicación de los panes y de los peces lo hace con la multitud que le sigue (Jn 6,1-21), y como símbolo de su presencia en el ámbito eucarístico, que él personalmente preside. Como sucede con los discípulos de Emaús, la Eucaristía supone el lugar en el que se manifiesta el Señor resucitado y se da a conocer a los creyentes de todos tiempos.

3.-  Acción. El domingo pasado afirmábamos que Juan es el símbolo de la fe, el que se deja conquistar por Dios y recuerda los signos que Jesús dio sobre su vida futura. Sin embargo, Pedro es el que busca pruebas para creer, como María de Magdala se siente impulsada por su afecto para encontrarlo vivo de nuevo. La resurrección solo se capta por la fe: el don divino por el que accedemos a la dimensión de la vida nueva que Dios regala a sus hijos.  Y la fe es lo que nos hace escuchar la Escritura como Palabra de Dios, y vivir la Eucaristía como la presencia del Resucitado y su sentido de vida mostrado en su recorrido por Galilea. Los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35) son el mayor ejemplo para adentrarnos en la dimensión divina del Resucitado por la fe; fe que Jesús exige al apóstol Tomás como regla para todos los que «no hemos visto al Señor» (cf. Jn 20,19-31).


Aparición en el lago de Galilea

III DOMINGO DE PASCUA (C)



Lectura del santo Evangelio según San Juan 21,1-19.
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: -Me voy a pescar. Ellos contestan: -Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.
Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: -Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: -No. El les dice: -Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: -Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: -Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

               1.- Texto. La aparición junto al lago de Tiberíades recuerda el encargo que da Jesús a las mujeres que visitan el sepulcro en Jerusalén para que comuniquen a Pedro y a los discípulos que los verá en Galilea (Mc 16,7). Los discípulos recuperan las tareas que desempeñaban antes de embarcarse en la aventura del Reino con Jesús. La escena parte de una invitación para pescar que Pedro hace a seis discípulos: Tomás, Natanael, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (cf. Mc 1,19-20), y dos innominados, de los que seguramente uno es el que Jesús ama. El hecho responde a una cita de la llamada de los primeros discípulos después de una pesca infructuosa (Lc 5,1-11; Mt 4,18-22) y el sentido estéril de la «noche» en Juan, contrapuesto al de la «luz», que en este relato se identifica, una vez más, con Jesús (Jn 9,4; 11,10). Pescar sin Jesús es un trabajo inútil (Jn 15,5; Lc 5,5). Los discípulos, como María Magdalena en el jardín, no reconocieron a Jesús (Jn 20,14). Jesús resucitado se adelanta a los discípulos para que lo identifiquen (Jn 20,15; Lc 24,16); él toma la iniciativa y les pide algo de comer. Al no tener ellos nada, por el fracaso de la noche, les invita a que echen las redes a la derecha de la barca con la promesa de que encontrarán peces. Y así sucede.



2.- Mensaje.  Con la palabra eficaz que conduce al bien de la gran pesca, llega también el reconocimiento del discípulo amado: «Es el Señor», al que le sigue Pedro y los demás cuando alcanzan la orilla. Llega Jesús, toma pan y se lo reparte, y lo mismo el pescado. El discípulo desconocido, que descubre a Jesús ahora y es el primero que llega a la tumba ante la indicación de María (Jn 20,5), es el mediador que encamina a Pedro y a sus compañeros al Señor resucitado, porque reconoce a Jesús en su nueva dimensión divina e identifica a quien les convoca al banquete eucarístico. Jesús les distribuye el pan y el pescado como en la multiplicación de los panes y de los peces lo hace con la multitud que le sigue (Jn 6,1-21), y como símbolo de su presencia en el ámbito eucarístico, que él personalmente preside. Como sucede con los discípulos de Emaús, la Eucaristía supone el lugar en el que se manifiesta el Señor resucitado y se da a conocer a los creyentes de todos tiempos.



3.-  Acción. El domingo pasado afirmábamos que Juan es el símbolo de la fe, el que se deja conquistar por Dios y recuerda los signos que Jesús dio sobre su vida futura. Sin embargo, Pedro es el que busca pruebas para creer, como María de Magdala se siente impulsada por su afecto para encontrarlo vivo de nuevo. La resurrección solo se capta por la fe: el don divino por el que accedemos a la dimensión de la vida nueva que Dios regala a sus hijos.  Y la fe es lo que nos hace escuchar la Escritura como Palabra de Dios, y vivir la Eucaristía como la presencia del Resucitado y su sentido de vida mostrado en su recorrido por Galilea. Los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35) son el mayor ejemplo para adentrarnos en la dimensión divina del Resucitado por la fe; fe que Jesús exige al apóstol Tomás como regla para todos los que «no hemos visto al Señor» (cf. Jn 20,19-31).