Reus,
Manuel (Coor.),
La fe, Dios y Jesucristo. Una propuesta
teológica. PPC, Madrid
2011, 138 pp., 14,4 x 22 cm.
La Facultad de
Teología de Deusto goza de un grupo de investigación teológica ―J. Arregui, L.
Uriarte, F.J. Victoria y M. Reus―que ha elaborado el proyecto: ¿Todavía la fe cristiana? La reconstrucción
del creer. De las partes que consta el proyecto se han hecho dos: Enfoques y Escenarios. Ahora presentamos la tercera: Reformulaciones, que es una reflexión de los cuatro pensadores. Lo
que se expone es un «tanteo», un
«ensayo», una «prueba»; todo lo
contrario a una exigencia de exponer una verdad absoluta. «La pretensión de
verdad que tiene el cristianismo la reconozco con humildad ―dice M. Reus en la
Introducción―, pero su búsqueda sincera, honesta y radical no me permite
utilizar esta pretensión como arma arrojadiza en la vida social y pública, sino
como oferta gratuita que se va dejando descubrir en la oscuridad de nuestro
camino» (6). Aplicadas las conclusiones de las dos primeras partes de la
investigación resulta la reflexión
teológica sobre la fe, Dios y Jesucristo, cuyas presentaciones asumen la
historia y la tradición, pero siempre miran al presente y futuro de la
comunidad cristiana.
La fe se centra en el
acto de creer, en el sujeto que cree, por consiguiente, en la experiencia
creyente. Lo que implica acogida de la revelación, respuesta al Dios que se
manifiesta con un diálogo permanente situado en la comunidad cristiana. No se
trata de la necesidad de la fe, con sus derivaciones públicas, sociales o
políticas, o los deseos de creer, sino más bien una fe que se fundamenta en el
revelación gratuita del Señor. Quizás este cambio de perspectiva está más en
consonancia con la cultura en la que nos movemos y respiramos diariamente. Es
cierto que se da una dificultad actual para creer, como ha sucedido en todas
las épocas. La clave está que también acontece una presencia del Misterio, que
necesita sus mediaciones adecuadas para que florezca humana y socialmente.
Centrados en el sujeto creyente, se observa formas plurales de creer, pero
todas apuntan al «único Señor Jesucristo», aunque la ausencia de la incidencia
social de la fe avale ciertas inseguridades y menos significatividad cristiana
en las relaciones institucionales que componen nuestra sociedad. Se está
recuperando para el acto de fe la gratuidad de Dios que se dona en Jesús por
medio del Espíritu. Esto entraña la comprensión de la gracia y la gratuidad en
la vida humana, en la contingencia que identifica la temporalidad de la
historia. Nos movemos en lo concreto y lo concreto transitable. Siguiendo a
Jesús, se deja el creyente de apoyarse en sí mismo, en sus obras como soporte
para la salvación, y se abandona al misterio de Dios, al Otro de Dios que es
Jesús y sus hermanos, al decir de Rahner. Y en dichas relaciones asume una
experiencia creyente que constituye su identidad como relación con el Señor.
La segunda parte
trata sobre una imagen renovada del Dios cristiano. Y Dios se trata no desde la
razón especulativa, sino desde la revelación de Jesús, precisamente para
desenmascarar las pretensiones de la Modernidad que buscaba instalar la razón
en el pedestal de Dios, ocultando su verdadero rostro. La ontoteología queda en
la actualidad relegada al olvido. Para pasar de ésta a la revelación de Jesús, al decir de O.
González de Cardedal hay que abrir la antropología a la trascendencia, abrir el
yo al tú, de la homogeneidad de la realidad a la variedad, de la identidad a la
alteridad, de la inmanencia al Otro, etc., etc., (63-64). Hay que seguir la
revelación cristiana y la normatividad de la fe que dicta el NT en las
expresiones de la segunda y tercera generación, que reflexiona sobre Jesús. Es:
Dios se ha hecho carne, que el Hijo se ha vaciado de sí mismo para asumir la
historia humana, la muerte en cruz cuyo grito se responde con el silencio, que
donde abundó la gracia sobreabundó el pecado. La salvación es heterónoma y no
siempre se reconoce y se encuentra: «Hoy que tanto solemos insistir sobre las
condiciones adversas en las que hay que emprender la marcha hacia el encuentro
con el Misterio, conviene recordar que Dios, el deseado y esperado por cuarenta
y dos generaciones (cf. Mt 1,1-17), ni fue recibido por los suyos (cf. Jn 1,11)
ni hospedado en su pueblo (cf. Lc 2,7). [El Dios de Jesús] sobreviene,
sorprende, provoca escándalo, se inmiscuye en la causa de los pobres, comparte
sus padecimientos y su destino final, calla y desaparece en el preciso momento
en el que todo parece irremisiblemente perdido, aunque lo coja y lo arrastre
con él y hacia él en la estela de
venida, sin forzar su consentimiento» (67-68). En la fe cristiana se pasa de la
oscuridad a la luz que se origina en la historia de Jesús de Nazaret. Por eso
la Trinidad sólo es pensable como un símbolo de un Dios pleno de bondad manifestado
en Cristo en el poder del Espíritu (84).
Sobre Jesús se
escribe la última parte del Texto y estudia: la relevancia del acceso
histórico, el alcance del los dogmas, el sentido del concepción virginal, la
relectura de los milagros, la conciencia filial de Jesús, el replanteamiento de
la soteriología, la génesis, el lugar de Jesús en el cosmos y en las
religiones, y el desarrollo de la fe en la divinidad de Jesús. Es coherente el
desarrollo de todos estos temas, fundados en la moderna exégesis bíblica con
unas conclusiones pertenecientes a la teología bíblica. Y por aquí van las
jesuologías como las cristologías actuales. Por fijarnos en un tema, resumamos
el último punto. La Hijo de Dios se
aplica al Mesías en el AT y la confesión de la divinidad de Jesús en el NT está
en los textos conocidos de Heb 1,8; Jn 1,1; Jn 20,28; dudosos están Rom 9,5; Jn
1,18; Tit 2,13; 1Jn 5,20; 2Pe 1,1. Pero, a la vez, hay que afirmar que nunca se
le dice Dios exclusivamente, o la afirmación de su divinidad está en relación
con personajes del AT, etc. «La razón última de que consideren a Jesús un “hijo
de Dios” perteneciente al “mundo de Dios” y manifestado en nuestro mundo no es
tanto de orden ontológico como de orden existencial. No les interesaba tanto
afirmar el ser de Jesús en sí, sino su ser salvador, el significado de Jesús
para ellos» (119). Y su filiación divina también se da en orden a nosotros, es
decir, para la creación y la humanidad se constituye en él y por él en hija de
Dios. A continuación se describe la evolución de la divinidad en Jesús como
identidad de su ser, culminando en Nicea: «De la misma naturaleza divina». La
verdad última que lleva esta afirmación es la manifestación y encarnación de la
divinidad y con el exclusivo fin de la salvación humana (124-125). Por eso «la
mejor manera de confesar la divinidad de Jesús (de realizar la nuestra) es
revivir su bondad solidaria con los últimos» (125).
Uríbarri, Gabino (ed.),
El corazón de la fe. Breve explicación
del credo. Sal Terrae, Santander 2013, 125 pp.,
14,5 x 21,5 cm.
El Credo Apostólico se expone de una manera breve,
sencilla y con precisión teológica en
cuatro capítulos dedicados a la fe, a Dios, al Hijo y al Espíritu/Iglesia. La
fe entendida como vuelta de los ojos al Señor, que arrastra la propia vida, la conversión,
la expone Pedro Rodríguez Panizo. Ángel Cordovilla trata el primero y principal
artículo de la fe, según escribe Ireneo de Lyón. Dios Padre y Creador confiesa
el cristiano uniendo la fe del AT y del NT. La relación de Dios con el mundo
ofrece la confianza de que el hombre puede dialogar con el Señor en el contexto
en el que ha sido colocado, que es bueno. Dios crea por bondad y está «en el
origen del mundo como único principio, [por eso] será el único final» (39).
Pero Dios se entiende como una persona viva, que se relaciona en cuanto ama y
da sentido a todo el universo y a los seres que lo componen. A pesar de la
trascendencia divina y el misterio que lo envuelve, Dios es el Padre de Jesús
(Abba), el que ha elegido gratuitamente a su pueblo y él experimenta de una forma íntima y al que
debe plena obediencia. Dios es el que resucita a Jesús de entre los muertos y
el que cierra la historia humana y la misma creación por la presencia
permanente de su Espíritu. «No confesamos un artículo del Credo, sino que nos
es entregado; y asumimos el Símbolo de la fe en su integridad, en su unidad,
que a su vez nos vincula y nos une en la comunidad eclesial» (60).
G.
Uríbarri compone la fe en Jesucristo,
que la trata no de una forma lineal o genética, sino simultánea, como aparece
en los escritos del NT y que conformarán la fe cristológica del Credo. Con la
predicación de la muerte y resurrección de Jesucristo se transmite su vida, una
vida que tuvo una incidencia máxima en los discípulos que le siguieron desde el
principio (Dunn, 66). Los discursos de Pedro en los Hechos resumen el primer
kerigma cristiano: Bautismo como posesión del Espíritu, anuncio del Reino,
pasión y muerte, resurrección, mesías crucificado y juez. Esos aspectos de la
vida de Jesús, y que de alguna manera contienen los credos cristianos, no
intentan reproducir las biografías teológicas y creyentes, que son los
Evangelios, sino resumir su vida y
significado en una profesión de fe, de forma muy breve. Los títulos
cristológicos, sobre todo Mesías/Cristo, Señor e Hijo de Dios también son
afirmaciones que intentan ahondar en la identidad de Jesús desde su biografía
personal. A continuación, siguiendo
también a Dunn, enseña la devoción y el culto dado a Jesús, pues participa de
la gloria y señorío de Dios al estar sentado a su derecha. Por último se reseñan los himnos
cristológicos desarrollados en la liturgia cristiana. En definitiva, el Credo articula
la identidad de Jesús (títulos), describe su acción desde la encarnación y
resurrección, y presenta su situación
actual: sentado a la derecha del Padre.
Cuando confesamos la fe en el
Espíritu expresamos la relación de amor entre el Padre y el Hijo y de ellos con
las criaturas. Pero también decimos su misterio, su persona y su divinidad
(108), y su divinidad por ser el agente de la salvación que Dios ha obrado por
medio de su Hijo. El Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381 ante
la simple afirmación del de Nicea junto al Padre y al Hijo, quien define su persona (relación) divina. El
Espíritu es también creador en el aspecto «de poner de relieve que sólo Él nos revela el último sentido de lo Creado y
por qué a Él le es asignada la tarea de renovarlo todo en la Nueva Creación»
(102). Es el vínculo de la unidad entre Dios y sus criaturas y de todo cuanto
existe; es el que habita en nuestra vida, con la que nos da una nueva
identidad: el hombre nuevo paulino; es el que santifica, porque por los
sacramentos relaciona a los creyentes con el Señor; el que concede la libertad
y es testigo y revelador de la verdad : «…arraigados y cimentados en el amor,
seamos capaces de captar, con todo el pueblo santo, cuál es la anchura, la
largura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo
conocimiento […] para recibir la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19; 113). El
Espíritu es el que consuma el acto creador de Dios y cooperador del hombre,
transformando la historia de bien y mal humana en un suspiro inefable de
esperanza, al decir paulino (Rom 8,26).
Y el Espíritu está en la Iglesia,
dentro de la Iglesia. Es el espacio donde se relaciona; donde existe y vive,
donde hace presente la vida y la acción salvadora de Jesucristo (San Hipólito);
o como afirma Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está el Espíritu; y donde
está el Espíritu de Dios, ahí está la Iglesia y toda gracia, ya que el Espíritu
es la verdad» (118-119). El Credo afirma expresamente para la Trinidad: creo en; sin embargo confiesa: creo la
Iglesia, para subrayar la diferencia que se da entre Dios y la institución
donde reside, que no es Dios. «»Es decir, que el acto de entrega absoluta, de
abandono radical de la propia existencia, sólo es posible hacerlo en Dios.
Nosotros no creemos ni podemos creer (es decir, no podemos tener fe) más que en
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la Iglesia es donde actúa el Espíritu el perdón y su
unidad para que responda al origen de la Salvación y su revelador: Dios Padre e
Hijo.
F.
Martínez Fresneda
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