II
Domingo de Adviento
Textos
Lectura
del Evangelio Mateo 3, 1-12
Por aquel tiempo, Juan Bautista se
presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el
reino de los cielos». Éste es el que
anunció el profeta Isaías, diciendo: “Una voz grita en el desierto: Preparad el
camino del Señor, allanad sus senderos”. Juan llevaba un vestido de piel de
camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y
miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle
del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los
bautizara, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del
castigo inminente? Dad el fruto que pide
la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Abrahán es nuestro padre”,
pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya
toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será
talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero
el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las
sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su
parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no
se apaga».
El
«Documento Q» ofrece un sermón de Juan que tiene todos los indicios de
pertenecer al contenido de su misión: «¡Camada de víboras! ¿Quién os ha
enseñado a escapar de la condena que se avecina? Dad fruto válido de
arrepentimiento y no os pongáis a deciros: Nuestro
padre es Abrahán; pues os digo que de esas piedras puede sacar Dios hijos
para Abrahán. El hacha está ya aplicada a la cepa del árbol: árbol que no
produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego» (Q/Lc 3,7-9; Mt
3,7-10).
Juan se presenta como
un profeta escatológico que anuncia una intervención definitiva de Dios. Esta
acción divina no va encaminada a cambiar las pésimas condiciones en las que
vive el pueblo por otras mejores, como sucedió en tiempos del profetismo del
siglo VIII a.C. con Amós, Miqueas, Isaías y Oseas. Ellos buscaron una
transformación en la vida de sus conciudadanos con una acentuada crítica
social(13), con el rechazo a las alianzas políticas de sus jefes(14), y con un
severo correctivo al sincretismo religioso y a la degradación de los servidores
del culto(15), todo ello favorecido por los poderes políticos, económicos y
religiosos de este tiempo.
Lo que más bien
proclama Juan es una intervención de Dios en la línea de la profecía orientada
de forma escatológica que surge después del fracaso de los restauradores del
posexilio con sus denodados esfuerzos de salvar al pueblo elegido como nación
por medio de la edificación del templo, reestructuración de las tradiciones y
regeneración de las costumbres. El permanente sometimiento del pueblo a las
grandes potencias y las manifiestas injusticias que sufren los judíos de manos
de los potentados de turno relega e incluso hace olvidar en parte el deseo de
que Israel y Judá retomen su dignidad como nación, según la monarquía
idealizada de David.
En este tiempo la
esperanza no se centra en que Dios se acerque a sus elegidos y dé la
posibilidad de disfrutar la justicia y la libertad que se experimenta en la
época en la que Israel se configura en tribus. Por el contrario, y con ciertas
raíces históricas, en el posexilio nace una profecía escatológica que defiende
una actuación divina al final de los tiempos para abrir definitivamente la
historia a unas nuevas posibilidades de vida que destierren el pecado, la
muerte, la injusticia y la esclavitud. En este «final de los días», o en este
«detrás de los días» se dará una situación en la que se inaugurarán «un cielo
nuevo y una tierra nueva»(16) a partir de un juicio divino(17). Se conseguirá,
es verdad, la paz/plenitud (shalom),
la justicia/equilibrio (sedaqá) y la
amistad (hesed), como se viene
prometiendo como contenido de la esperanza desde mucho tiempo en Israel, pero
esta vez se llevará a cabo con una intervención personal del Señor, que rehará
la existencia humana y la del cosmos con la consiguiente novedad que supone la presencia de la gloria divina en la
creación(18).
Juan actúa, más o
menos, dentro de este marco, es decir, bajo la certeza del «día del Señor», que en su voz se transforma en la ira
inminente de Dios; de la santidad de Dios que reacciona ante la infidelidad de
su pueblo, y con ciertos tonos apocalípticos muy evidentes en el texto citado
del «Documento Q». Juan está convencido de que, definitivamente, «llega
implacable el día del Señor, su cólera y el estallido de su ira, para dejar la
tierra desolada exterminando de ella a los pecadores» (Is 13,9; cf. Sof
1,14-16).
La clara conciencia de
Juan sobre la pronta intervención divina no le conduce a una revisión de las
instituciones sociales y religiosas, como sucedió en tiempos pasados, porque,
entre otras cosas, él ya ha prescindido del templo, del sacerdocio y de las instituciones
políticas; y, por otra parte, tampoco pretende detener y frenar la inminencia
de la acción condenatoria del Señor con las consabidas reformas, sino que su
pretensión es que la gente que se le
acerca tome conciencia de su pecado y pueda descubrir a Dios y encontrarse con
Él de una forma amigable y misericordiosa. Por eso advierte que ya está el hacha dispuesta a cortar, y
lo infructuoso será desechado, «porque el fin está fijado» (Dn 8,19), «porque
lo que está decidido se cumplirá» (11,36)(19).
Esta advertencia la
hace Juan como «hijo de Israel», como un miembro más perteneciente al pueblo
elegido que vive con dolor el peligro de la situación. Pues no hay que olvidar
que el profeta no se coloca más allá de la esperanza de su pueblo o fuera de las
vicisitudes que atraviesan los creyentes, sino que se inserta, a pesar de sus
posibles visiones y experiencias personales divinas, típicas de cualquier
profeta, en la relación próxima y liberadora del Señor. Por esto pretende
convencer a los israelitas que se le acercan de que sean conscientes de la
gravedad de la situación. Porque no vale la garantía de tener «por padre a
Abrahán» (cf. Q/Lc 3,8; Mt 3,9), ya que lo que se ha perdido es la consecuencia
política y la consiguiente libertad que
le da la Alianza como pueblo elegido, aunque sigan creyendo en la patente
salvadora que entraña. En definitiva, es una nueva situación inscrita en la
dimensión escatológica a inaugurar, donde Dios puede rehacer todo de nuevo,
haciendo hijos suyos a personas desconocidas y situadas en la periferia de
Israel.
Las diatribas lanzadas
por Juan intentan provocar una conversión
que, por una parte, alcance al individuo (20), al pueblo(21) y a toda la
humanidad(22); y, por otra, suponga en el creyente un cambio de corazón, de toda
la interioridad humana(23) y que se exprese en la conducta. Se hace referencia
al término shub, vuelta, retorno al camino
de Dios, que jamás se debió abandonar. Alcanza, pues, lo más profundo de la
persona y va más allá de toda práctica religiosa, incluso del bautismo que el
mismo Juan realiza. Esta enmienda y arrepentimiento sigue el pensar de
Ezequiel: «Quitaos de encima los delitos que habéis perpetrado y estrenad un
corazón nuevo y un espíritu nuevo, y así no moriréis, casa de Israel?» (18,31;
cf. 36,26).
No obstante esto, la
transformación del creyente y de la colectividad judía no fuerza el cambio de
la decisión divina. La enmienda mira exclusivamente al hombre, pues sea cual
fuere el comportamiento humano, Dios está ya
al llegar. La decisión divina está tomada, y corresponde al hombre modificar su
vida.
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