LOS OJOS TRASLÚCIDOS
Elena Conde Guerri
Facultad de Letras
Elena Conde Guerri
Facultad de Letras
Universidad
de Murcia
Decía San Agustín de Hipona en sus Confesiones, hablando de los sentidos corporales, que muy probablemente la vista era el más concupiscible. El adjetivo en latín lo indica todo. Se mira, miramos en ocasiones lo que no debemos y el propio placer generado se venga luego, sin piedad, revolviéndose contra el órgano infractor. De modo automático, por maquinación de los dioses en la antropología griega, por subsconsciente fatídico, por azar, por causas mil. Pero el castigo llega. Ejemplos que son ya iconos se pasean por nuestra herencia cultural, en campos diversos. Edipo, el héroe que ójala no hubiera sido más inteligente que la Esfinge, se sacó los ojos que habían deseado el cuerpo materno. En la ceguera más absoluta sobre su filiación, sí, pero con la mirada posesiva que engendró cuatro hijos. Se autolesionó como justo castigo para dejar de ver lo abominable que ya sólo vió en su mente y peregrinó largo tiempo en busca de una compasión y perdón que tardaron en llegar. Relean la tragedia de Sófocles.
Los dioses castigaron con la ceguera al adivino Tiresias, probablemente por sus juicios de valor sobre la superioridad de la mujer frente al varón en cuestiones íntimas. En otra literatura, a Sansón los filisteos le sacaron los ojos antes de encadenarlo a la rueda del molino. Los ojos habían sido el vehículo principal para amar y desear a Dalila y caer en su trampa. Instrumentos de placer e instrumentos de dolor. Focos vulnerables de errores tremendos pero no siempre volitivos. Callejones aparentemente sin salida. Son los ojos opacos, que no permiten el paso de la luz a través de ellos, de ninguna luz. Oscuros como el abismo y la desesperanza.
Pero las generaciones y la historia avanzan y las interpretaciones cambian. También hay ojos traslúcidos. Pasa la luz pero no pueden verse los objetos. Al menos, en la experiencia previa de quien pudo ver o de quien nunca vio pero ve a través de los otros sentidos corporales, se abre un sendero a la esperanza, un ancla para amarrarse a sensaciones y vivencias que suavizan la vida. Dino Risi, en su magnífica Perfume de mujer (1974) que es la peli buena, y no el remake de años posteriores, así lo quiso plantear, creo yo, aun con su dosis de amarga ironía. Y antes, Charles Chaplin ya se había mirado con ternura en los ojos traslúcidos de la jovencita de Luces de la ciudad.
Sospecho que muchos hombres se han acomodado en los ojos traslúcidos. Y aquí entra en escena el pasaje de de Juan. El ciego de nacimiento es un pobre invidente carente de toda culpa. Está ahí, silente, pues en el Evangelio él no pide al Señor que le cure. Es un instrumento elegido "para que se manifiesten en él las obras de Dios". No es el chivo expiatorio de un miasma antiguo ni la víctima lógica de un uso mórbido de tal sentido. Es un discapacitado humillado por los fariseos y por sus propios padres pero cuyos ojos, una vez recobrada la vista, se volverán trasparentes y serán capaces de enfocar con nitidez, ver y proclamar con valentía una nueva epifanía de "ese hombre que se llama Jesús" como "el Kyrios, el Señor". Sólo los ojos trasparentes permiten ver por igual la luz y los objetos, las personas, las cosas que a esa luz pueden trasfigurarse. La mirada trasparente supera la traslúcida y anula la opaca. Redime de la fatalidad y vence los presagios. Ilumina a la propia Esperanza. Todos los bautizados, y por extensión todos los hombres, somos capaces de reflejarnos mutuamente en la reciprocidad de esa mirada cuando nos despojamos de las obras de las tinieblas y nos revestimos con la armas de la luz.
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