I
Jesús y el Espíritu
La relación de Dios con sus criaturas,
centrada en el futuro Mesías, recae sobre Jesús, según la reflexión cristiana.
Tal es así, que quien no reconoce la vida y misión de Jesús blasfema contra el
Espíritu Santo (cf. Mc 3,29). Jesús recibe el Espíritu, que está presente desde
su misma concepción, como hemos expuesto antes. La presencia de Jesús en la
historia se debe al Espíritu, que aparece de nuevo cuando los Evangelios sitúan
el bautismo de Juan Bautista en los momentos previos a su proclamación del
Reino de Dios.
No
se sabe con certeza cuándo surge en Jesús la experiencia de su peculiar
filiación divina y la posesión del Espíritu con el que desarrolla la
proclamación del Reino. La tradición cristiana coloca esta conciencia de Jesús
en el bautismo por Juan, donde Dios le revela su identidad y misión. Esto
significa el preámbulo de su actividad pública y, por consiguiente, un cambio trascendental de su vida, que su
familia no ha presentido a lo largo de su convivencia doméstica.
Dice el texto: «Por entonces vino Jesús de Nazaret de Galilea y se hizo bautizar por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua, vio que los cielos se rasgaban y el Espíritu bajando sobre él como una paloma» (Mc 1,9-10par). Salido de las aguas, es decir, cumplida la encomienda del Bautista, Jesús ve al instante que los cielos se rasgan. En esta experiencia personal comprende que Dios se le comunica bajando de su propia gloria, como él mismo acaba de subir del agua, provocándose el encuentro mutuo en la tierra amorosamente creada. Y es un descenso divino apasionado. El cielo no se abre para que salga Dios según relata Marcos, como sucede en Mateo (3,16) y Lucas (3,21), sino que está definitivamente abierto para que Dios, ¡por fin!, irrumpa sobre Jesús con el objetivo de cumplimentar la última escena de la historia de la salvación. Es como si Dios hubiera reconocido en el ámbito histórico a su Hijo; es como si hubiera encontrado a alguien disponible a quien entregarse plena y personalmente y preparado para que le obedezca, pues la relación de Dios con los hombres estaba truncada desde la desobediencia de Adán (cf. Gén 3,6). Entonces desciende el Espíritu, el Espíritu de Dios (cf. Mt 3,16) o Espíritu Santo (cf. Lc 3,22), que ha anunciado Juan, quedando éste en la dimensión de la espera y esperanza, que no en la realidad de la presencia del Reino. El Espíritu baja del cielo por la decisión propia de Dios, que no por la acción del bautismo de Juan, y es probable que se refiera a la unción específica que le hace Dios (cf. Is 42,1-4; Miq 3,8). Mas el Espíritu, invisible, que es el símbolo de la vida y fuerza de Dios, lo experimenta Jesús de una forma plástica: viene del cielo como desciende una paloma hacia su nido o hacia su cebadero.
A continuación pasa Jesús del ver al oír: «Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» (Mc 1,11par). Dios se dirige directamente a Jesús como su Padre. Es una afirmación que expresa dónde está enraizada la vida de Jesús. El Padre declara su amor y predilección por su hijo único. Esta predilección no lleva consigo el sentido antiguo de poder cuando se relaciona con el rey mesías a quien unge Dios para defender a Israel de las naciones enemigas, además de conquistarlas y dominarlas (cf. Sal 2,2.8-9). Más bien se relaciona con la cercanía y amor de Dios que plenifica la vida de Jesús, lo cual le señala como Hijo único, el amado, que en Marcos es posible que evoque el sacrificio que supone la entrega, como sucedió con Abrahán e Isaac (cf. Gén 22,2; Am 8,10), ya que Dios Padre se une a ese Hijo predilecto (cf. Mc 12,6) que da la vida para la salvación del hombre, según su propio designio. Y Jesús es, además, el siervo (cf. Is 42,1), el predilecto de Dios que le ha capacitado al darle su Espíritu para devolver la fidelidad y estabilidad de la alianza entre Dios y los hombres. El Espíritu reposa sobre él como la Gloria de Dios descansaba sobre la tienda de la reunión (cf. Jn 3,34-36).
El
Espíritu posee a Jesús antes de iniciar su ministerio en Palestina. Ese mismo
Espíritu le conduce al desierto para que, como Hijo de Dios, sea tentado por el
diablo. Las tentaciones, que son un resumen de las que experimentó en su vida
pública, muestran la fidelidad y obediencia de Jesús a Dios.
El
Espíritu concibe a Jesús (cf. Lc 1,35), desciende sobre él y le da la identidad
filial (cf. Mc 1,11par), le indica la forma de siervo obediente para llevar a
cabo la misión (cf. Mc 1,12-13), y ahora le presenta a su pueblo para que
proclame el contenido del Reino que va a revelar (Lc 4,14): es un acto
programático de todo lo que va a llevar a cabo en Israel; es decir, quien lo
habilita para esta misión es también el Espíritu. Y con él llegan los tiempos
nuevos simbolizados con la persona y la actividad de Jesús
La
escena la elabora Lucas (4,16-30par). Jesús va a Nazaret después de una gira
por algunos pueblos de Galilea, donde la gente se entusiasma con su predicación
(cf. Mc 1,32-34.39par). Jesús visita la sinagoga y lee al profeta Isaías ante
sus paisanos: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a
los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2; 58,6). Jesús suprime la
expresión «día de la venganza del Señor» (Is 61,8) y se presenta como el
profeta que va a enviar Dios al final de los tiempos, o como mesías según se
interpretaba en algunos ambientes (cf. 11 QMelk; 4Q 521); la unción del
Espíritu la ha tenido en el bautismo, donde se le ha consagrado para realizar
su misión mesiánica.
La acción comprende lo siguiente: se centrará en los que esperan la ayuda del Señor ante una situación de pobreza y marginación extremas; ofrecerá la libertad a los que estaban encarcelados y desterrados, y hará ver a los ciegos, que significa «ver» al que trae la salvación para acceder a ella, ya que el profeta es la luz del mundo (cf. Is 42,6-7), como Juan presenta al ciego de nacimiento (cf. Jn 9,35-38). Por último, inauguraría con su presencia el año jubilar que se debía celebrar cada 49 años donde cada uno recuperará sus tierras, o se le perdonarán sus deudas, o se restablecerá su dignidad al liberarse del sometimiento a un amo (cf. Lv 17-26). Sin embargo se entiende mejor la expresión como «un año de gracia», un año en el que el Señor, por el Espíritu que posee Jesús, se mostrará con bondad y actuará con misericordia, con la salvación largo tiempo esperada (cf. Lc 4,24; Hech 10,35). Y esta salvación comienza a cumplirse «hoy» con la presencia de Jesús, que es la presencia del Espíritu del Señor (cf. Lc 4,21), como sucede cuando nace (cf. Lc 2,11), con la curación del paralítico (cf. Lc 5,26), con la providencia del Padre para con sus hijos (cf. Lc 12,28), con la denuncia a Herodes (cf. Lc 13,32), con la conversión de Zaqueo (cf, Lc 19,9) y con la donación del paraíso al crucificado con él (cf. Lc 22,34). La nueva fuerza del Espíritu dado a Jesús proclama la actuación misericordiosa de Dios en la historia, la liberación de todos los oprimidos y los inicios de la salvación definitiva personal y colectiva.
«Jesús
gritó con voz fuerte: Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). El grito que precede inmediatamente a
la muerte en Marcos (15,37), Lucas lo convierte en una oración recogida del
Salmo 31,6 y practicada por Israel como oración de la tarde. Lucas acentúa la
actitud de oración de Jesús a lo largo de su ministerio. En este caso, el
sentido del Salmo es que el justo se fía de Dios, confía su vida a Él; le cede
la custodia de su existencia cuando los hombres se empeñan en arrebatársela o
la tienen minusvalorada. La escena en la cruz describe una reacción de Jesús
contraria a la ausencia y lejanía de Dios que relata Marcos. Jesús recobra su
condición filial, por eso Lucas cambia el «Dios» del Salmo por el «Padre» con
el que se ha relacionado a lo largo de su vida, p.e., en la Oración de júbilo (cf. Q/Lc 10,21), en
el Padrenuestro (cf. Q/Lc 11,2) o
cuando se dirige a Dios en Getsemaní (cf. Mc 14,36par). Jesús entrega al Padre
la poca vida, «espíritu», que le queda; la vida que se ofrece en el momento de
la creación (cf. Gén 35,18) y que en Jesús procede del Espíritu y de María y
forma parte del ser divino; y se la devuelve al Padre como algo que le
pertenece esencialmente. Por eso ha nacido de Él, ha permanecido en la vida
pendiente y dependiente de Él y a Él se la remite como un acto natural y
familiar.
TANKAS
ResponderEliminarI think that Wisdom
is knowing with certainty
what our soul must give
to help or share our best gifts
promptly and generously.
Oh, Holy Spirit,
show all mankind this purpose
of love, peace and hope.
Splendorous tongues of fire,
burn the fields of selfishness.
That ashes become
fertilizer for goodness
and perhaps for faith.
It may grow a tree of Grace
where men embrace their wise roots.
(Creo que la Sabiduría
es conocer con certeza
lo que nuestra alma debe dar
para ayudar o compartir nuestros mejores dones
con presteza y generosidad.
Oh, Espíritu Santo,
muestra a toda la humanidad este propósito
de amor, paz y esperanza.
Esplendorosas lenguas de fuego,
quemad los campos del egoísmo.
Que las cenizas se conviertan
en abono para la bondad
y quizá para la fe.
Puede crecer un árbol de Gracia
donde los hombres abrazan sus raíces sabias.)
(Llenando Cuencos)
http://miralfondo.blogspot.com