LA ASCENSIÓN (A)

«Sabed que estoy con vosotros todos los
días, hasta el fin del mundo»
Final del santo Evangelio según San
Mateo 28,16-20.
En aquel tiempo, los once discípulos se
fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se
postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: —Se me
ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos
los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
1.- El Señor. Jesús se
presenta con la autoridad propia del Hijo de Dios, que ha cumplido la misión
que el Padre le ha encomendado: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la
tierra». Estas palabras son un eco de una afirmación del profeta Daniel sobre
el mesías que debe darle la libertad a Israel y a todos los pueblos de la tierra:
«Se le dio imperio, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le
servían. Su imperio es un imperio eterno que nunca pasará, y su reino, un reino
que no será destruido jamás» (Dn 7, 14). La manifestación triunfante de la subida
a la gloria del Padre y su autoridad, la ha alcanzado Jesús por medio de una
vida sencilla y humilde que no duda en entregarla por amor para salvar a sus
hermanos. Jesús ha sido fiel y obediente al Señor: ha rescatado del mal a todas
las criaturas nacidas del corazón amoroso del Padre. Nos lo recuerda San Pablo
en un himno muy querido por San Francisco: «El cual,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al
contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho
semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia,
se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte
de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el
Nombre-sobre-todo-nombre» (Flp 2,7-9).
2.- La comunidad. Jesús manda a
los discípulos, es decir, a todos nosotros constituidos en comunidad, a
continuar la labor salvadora que él ha realizado en su misión en Palestina. Y
la raíz del mandato universal proviene de su experiencia del Padre, que es un
Señor de todos los pueblos, que no sólo de Israel. Esto nos obliga a salir de
sí: de nuestros parientes, amigos, vecinos, a no tener acepción de personas
según la raza, la lengua y la nación. La Iglesia y nosotros, que la formamos, debemos
centrarnos en las esperanzas que anidan todas las culturas, para darles motivos
para vivir y vivir amando, y que el poder, junto a los intereses que lo avala,
no sometan a los pueblos y los esclavicen. Nosotros, como comunidad eclesial, tenemos
el sagrado deber de cumplir el mandato de Jesús de anunciar el Evangelio con
una dimensión crítica, denunciando todos los infiernos en los que se abrasan
los pueblos, y, a la vez, con una dimensión formativa, para que vivan la triple
relación de amor que entraña nuestro Dios: un amor que crea (Padre), un amor
que hermana (Hijo) y un amor que no se cansa de servir (el Espíritu). Aquí está la raíz de los que pueden ser
nuestros seguidores, cuyo simbolismo está en nuestro bautismo y el que le
confiramos a los demás.
3.- El creyente. «Y sabed que yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo». Debemos ser conscientes que no vivimos
solos; que no estamos solos en esta vida; que no caminamos a la intemperie
sujetos a los vaivenes de los que pretenden manipularnos, gobernarnos y
someternos a sus caprichos, poderes e intenciones. Podemos estar tristes y
abatidos; podemos experimentar la alegría de vivir y el gozo interno de estar
en paz; en uno y otro caso, siempre estamos acompañados. Nunca vivimos solos.
El sufrimiento para que nos duela menos; la alegría para que sea más intensa y
duradera. Jesús está en nuestro corazón; él ha poseído nuestra alma, por eso
«somos templos del Espíritu Santo» y con nuestra vida damos culto a Dios. No;
no estamos solos; Jesús nos acompaña siempre, porque nos quiere más que
nosotros a nosotros mismos. Lo único que pide es que dejemos un hueco en
nuestra vida. Que nuestro egoísmo no la ocupe toda. Algún resquicio debemos
dejar abierto para que pueda entrar y modificar nuestras actitudes básicas y
principios racionales: todos orientarlos hacia el bien.
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