La pobreza
VI
Nos cuenta la Leyenda de los Tres
Compañeros: «Terminada la oración, el bienaventurado Francisco tomó el
libro cerrado y, puesto de rodillas delante del altar, lo abrió, y a la primera
vez le salió este consejo del Señor: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto
tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Descubierto esto,
el bienaventurado Francisco se alegró íntimamente y dio gracias a Dios. Pero,
como era muy devoto de la Santísima Trinidad, se quiso confirmar con un triple
testimonio, abriendo el libro segunda y tercera vez. La segunda vez le salió
esto: Nada llevéis en el camino, etc. Y
en la tercera: Aquel que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, etc.. El
bienaventurado Francisco, tras haber dado gracias a Dios en cada una de las
veces que había abierto el libro por la confirmación de su propósito y deseo
concebido de hacía tiempo, ahora tres veces manifestada y comprobada
divinamente, dijo a los mencionados varones, Bernardo y Pedro: «Hermanos, ésta
es nuestra vida y regla y la de todos los que quisieran unirse a nuestra
compañía. Id, pues, y obrad como habéis escuchado»[1].
San
Francisco, fijándose en Jesús, abraza la pobreza como la fuente de todas las
demás virtudes cristianas, porque, como hemos descrito antes, enseña y vive en
la pobreza de su pueblo y en el desprendimiento que le da su convicción de la
presencia inminente del Reino. Francisco, pues, no es un penitente que
desprecia las cosas de este mundo para dar exclusivamente rienda suelta a su
alma, que es la que puede unirse a Dios. Su respeto y amor a las criaturas de Dios es bien evidente con
la composición del Cántico del Hermano
Sol.
La pobreza la ama, porque fue el estado en el que vivió Jesús y su
Madre. Baste citar un párrafo del Sacrum
Commercium, para darnos cuenta de las raíces evangélicas de su querida
esposa, la dama Pobreza. Dice Francisco: «Y cuando -cumplidas todas las cosas
que habéis dicho- quiso Él volver a su Padre, que lo había enviado, hizo de mí
el testamento que legó a sus elegidos, ratificándolo con un decreto
irrevocable. He aquí sus términos: "No poseáis oro ni plata ni dinero. No
llevéis talega, ni alforja, ni pan, ni bastón, ni calzado, ni tengáis dos
túnicas. Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también
la capa; a quien te fuerza a caminar una milla, acompáñalo dos. Dejaos de
amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a
perder, donde los ladrones abren boquetes y roban. No andéis agobiados pensando
qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. No os
agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le
bastan sus disgustos. Cualquiera que no renuncia a todo lo que posee, no puede
ser mi discípulo", y lo demás que está escrito en el mismo libro»[2].
[1] Leyenda
de los Tres Compañeros 28-29; textos de la Escritura: Mt 19,21; Lc 9,3.23. Por eso nom es
estraño que Francisco diga en su Testamento 14-15: « Y después que el Señor me dio frailes, nadie me enseñaba qué
debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la
forma del santo Evangelio. Y yo hice que fuera escrita en pocas palabras y
sencillamente y el señor Papa me la confirmó».
[2] Y continúa con el mensaje de los discípulos: «Todo esto lo observaron con la mayor diligencia
los apóstoles y todo el grupo de los discípulos, que en ningún momento dejaron
de cumplir cuanto habían escuchado a su Señor y Maestro. Ellos -como soldados
muy valerosos y jueces del orbe de la tierra- pusieron en práctica el mandato
de salvación y lo predicaron por doquier, colaborando con ellos el Señor y
confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban. Su caridad era
ardiente: llenos de sentimientos de piedad, acudían siempre solícitos a
remediar las necesidades de todos, estando muy alerta para no incurrir en aquel
reproche: "Ésos dicen, pero no hacen". De ahí que uno de ellos
pudiera confesar con absoluta seguridad: "No me atrevo a hablar de cosa
alguna que Cristo no haya realizado por mi medio de obra y de palabra, con la
fuerza del Espíritu Santo". De igual modo decía otro: "No tengo plata
ni oro". Y así todos ellos -tanto en vida como en muerte- me enaltecieron
con los mayores elogios», nn.31-32. Cita de los textos evangélicos: Mc 6,8-9;
Mt 5,40-41; 6,19.31.34; Lc 10,4; 14,33.
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