La
vida según el Espíritu
V
La
irrupción de la misericordia
Jesús
inicia la presencia del Reino de Dios en la historia cuando proclama en
Galilea: «Se ha cumplido el plazo y está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y
creed la buena noticia» (Mc 1,15). Poco antes, Juan habla de la necesidad de
una penitencia personal para preparar el camino del Señor. Dios toma la
iniciativa para recuperar a su criatura, pero es necesario que ésta deje un
resquicio de libertad a su endiosamiento y autosuficiencia, que enmascara la
maldad en el mundo; debe ceder su poder, en todos los niveles que comporta, a
la relación gratuita del amor de Dios, que es la única que puede iluminar las
situaciones reales de la persona. Por eso es muy fácil comprender que Jesús sea
escuchado en los ámbitos de la pobreza y el pecado, en los que la debilidad
abre el corazón a la influencia divina con más libertad, influencia que es de
amor misericordioso. Hay dos parábolas que describen esta
situación social y esta actitud personal.

Jesús
es invitado por el fariseo Simón. Entonces se presenta en el convite una
pecadora conocida por la gente, que «acudió con un frasco de perfume de mirra,
se colocó detrás, a sus pies, y llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas
y a secárselos con el cabello; le besaba los pies y se los ungía con la mirra»
(Lc 7,37-38; cf. Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8.). Estas acciones de la mujer
provocan, por las reglas de impureza, un juicio del fariseo con el que
descalifica a Jesús por no conocer la clase de persona que le está besando los
pies: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer lo está
tocando, que es una pecadora» (Lc 7,39). Es entonces cuando Jesús propone esta
parábola a Simón: «Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos
denarios y otro cincuenta. Como no podían pagar, les perdonó a los dos la
deuda. ¿Quién de los dos le tendrá más afecto? Contestó Simón: —Supongo que
aquel a quien le perdonó más. Le replicó: —Has juzgado correctamente» (Lc
7,41-43). El fariseo comprende la intención de Jesús por la respuesta que le
da: amará más aquel a quien se le ha perdonado más.

Después
de la parábola, Jesús explica a Simón que Dios ha sido muy benevolente con la
mujer al perdonarle sus pecados: «Por eso te digo que quedan perdonados sus
muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco
amor muestra» (Lc 7,47). Es la razón del porqué responde la pecadora a Dios con
tanto afecto mostrado en la unción, el perfume y, en definitiva, el gesto de
besarle los pies como símbolo de amor a Jesús que se ofrece como intermediario de
la salvación de la mujer. Ésta, arrepentida, y sintiendo la cercanía del amor
misericordioso de Dios, encauza su amor y lo manifiesta en signos externos que
explicitan la relación íntima que existe entre el amor y el perdón en Dios, la
«misericordia entrañable» divina (cf. Neh 9,17; Flp 2,1), y entre el amor y la
fe como respuesta del hombre a Dios. Por eso le dice Jesús a la mujer: «Tu fe
te ha salvado. Vete en paz» (Lc 7,50), como antes se cuenta en las curaciones
de la hemorroisa (cf. Lc 8,48), del leproso (cf. Lc 17,19) y del ciego de
Jericó (cf. Lc 18,42), donde el que percibe la misericordia y se siente
perdonado y revitalizado puede caminar en la paz.

Simón,
como fariseo, basa la fe en la relación legal con Dios. Se fija en el creyente
para que sus actos respondan a las exigencias de la Ley. Jesús, al contrario,
pone su mirada en Dios. Por eso, viendo a la pecadora y hablándole a Simón,
fundamenta la fe en el amor, que es la réplica a la Persona que ama
previamente. Y con esta visión tan diferente es como Jesús, de nuevo, cuenta
que un fariseo y un publicano suben al templo para orar (cf.
Lc 18,10-14). Y los presenta de una manera contrapuesta al pertenecer a dos
tipos sociorreligiosos distintos. El fariseo, mirándose a sí mismo, hace una
oración de acción de gracias con una orientación horizontal, en este caso
comparándose con el publicano. Es la beraká
judía con la que se bendice a Dios por los dones que se reciben de Él. Y
comienza su oración de forma negativa y fundada en el propio orgullo: «Oh Dios,
te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos,
adúlteros, o como ese recaudador» (Lc 18,11). El fariseo observa las leyes del
decálogo (cf. Éx 20; Dt 5), y a continuación refiere su obras: «Ayuno dos veces
por semana y pago diezmos de cuanto poseo» (Lc 18,12), un ayuno que se cumple
el lunes y el jueves y los diezmos que se pagan al Señor como dueño legítimo de
la tierra de Israel, según prescribe el Deuteronomio (cf. 14,22-23; 12,6-7.17;
Lev 27,30-32).
El
publicano es el que recauda para sí y para el Imperio, que no para Dios. Sin
embargo su oración es vertical, su término es Dios. Por tanto tiene una
compostura distinta a la del fariseo. Jesús lo describe con signos que remiten
a una actitud interior humilde y arrepentida. Distante de la presencia del
Señor, en la puerta del atrio de Israel en el templo, no se atreve a levantar
los ojos al cielo y se da golpes de pecho (cf. Lc 23,48). Y esta compostura
externa responde a la oración que hace, que no es de acción de gracias, sino de
súplica: «Oh Dios, ten piedad de este pecador!» (Lc 18,13), y según la pauta
que marca el Salmo (51,3): «Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu
inmensa compasión borra mi culpa». Su oficio le hace ser una persona impura en
contraste con la pureza que los fariseos cumplen con rigidez.
La
solución que da Jesús es contraria a la opinión común de la gente: «Os digo que
éste volvió a su casa absuelto y el otro no. Porque quien se ensalza será
humillado, quien se humilla será ensalzado» (Lc 18,14), y en línea con lo que
antes subraya el Evangelista sobre los fariseos: «Vosotros pasáis por justos
ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro. Pues lo que los hombres
exaltan lo aborrece Dios» (Lc 16,15). El publicano, por la confesión de su pecado,
es declarado justo ante Dios, es decir, comprende y cree a Dios por el amor
misericordioso que le restablece su condición de justo. El fariseo, por el
contrario, se hace justo a partir de sus propias obras e invoca la presencia de
Dios para que ratifique lo que él ya ha conquistado.
Jesús
extiende la actitud del fariseo a los que apoyan su vida en las riquezas (cf.
Mc 10,25par), o en cualquier clase de poder (cf. Mc 10,42; Q/ Lc 4,1-13; Mt
4,1-11) que pueda ocultar la relación gratuita de Dios (cf. Mt 10,7-10). Sin
embargo, Jesús no anula la potencia natural que vehicula la eficacia de la
acción divina, tanto para el servicio a los demás, como para la unión con Él
(cf. Mt 25,14-30). Incluso aconseja lucir las cualidades humanas como focos del
amor de Dios para que alumbren al mundo sumido en las tinieblas del mal (cf. Mc
4,21par). El Espíritu de Dios ya está actuando en la vida y ministerio de
Jesús.
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