DOMINGO XXII (A)
«Si alguno quiere
venir en pos de mí, tome su cruz y me siga»
Lectura del
santo evangelio según San Mateo 16,21-27
Desde entonces comenzó
Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí
mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que
ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a
increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». Jesús se
volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de
tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Entonces dijo a
los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar
el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el
Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y
entonces pagará a cada uno según su conducta.
1.- El Señor. Después de la crisis de Galilea, donde herodianos
y fariseos se ponen de acuerdo para matar a Jesús (cf. Mc 3,6), es posible que
le vaya rondando la idea de que su final pueda ser trágico. La predicción de la
pasión que aparece en el texto, aunque sea ex
eventu, va en ese sentido. En Jerusalén se enfrenta con los sumos
sacerdotes sobre la función y el sentido del templo de Israel. Porque Jesús defiende,
aunque sea indirectamente, un templo abierto a todos los pueblos, porque el
Dios que experimenta en un Dios de todos: de judíos y de gentiles. Pero no
tiene nada que hacer frente a los poderes religiosos y políticos. Pierde en el
choque. Cuando se convence de su muerte, no obstante la protesta a Dios que
tiene en el huerto de los Olivos, da un sentido a su dolor y a su muerte en
cruz. El sentido es mantener su vida de entrega y servicio a los demás. Es
compartir su bondad con todos.- Y ¿cuál es la actitud de Dios? Dios no está de
acuerdo que su Hijo, que un justo, que cualquier criatura sufra, y menos sufra
a manos de, al menos teóricamente, sus “hermanos”. La afirmación de que Dios
quiso la muerte de su Hijo para salvarnos es una barbaridad. Dios nunca puede
estar de acuerdo con cruz alguna, ni para su Hijo ni para todos sus hijos. Pero
Dios no es el que resuelve nuestros los errores, ni extirpa las maldades que
hacemos los humanos. Somos nosotros los que, desde su amor, debemos destruir los
frutos de la soberbia, del odio y del poder, que es exclusivamente nuestro, y
como tal debemos afrontar sus consecuencias. Dios se implica en esta historia
de pecado nuestra y mía en su Hijo. Y Jesús nos enseña cómo llevar la cruz
desde el amor, cómo sufrir perdonando, cómo rescatar desde la invitación a
vivir en una relación de amor en libertad, y también nos enseña que nunca
debemos huir de la realidad.
2.-
La Iglesia. Pedro tienta a Jesús, no sólo de
sacarle de la historia, con lo que tiene de bien y de mal, sino de proyectar un
mesianismo triunfalista, donde todo esté bien, donde todo vaya bien, donde la
vida sólo sea bella y feliz. Esto no es vivir, o no saber cómo se juega la
existencia en un mundo de amor, pero también de pecado y de muerte. Lo peor que
puede suceder a la comunidad cristiana es negar la Encarnación, salirse de la
vida y, encerrada en un castillo, que casi siempre es de naipes, dé la espalda
a la historia humana. Y, mirando al infinito, es decir, a nadie, hable de la
ayuda a los pobres, de compartir el sufrimiento con los perseguidos y enfermos,
de la justicia, de la libertad y de la relación de amor con un Dios que es
amor. La vida es experiencia, y la experiencia tiene mucho de evidencia, donde
la lógica del Logos hecho carne hace que los cristianos hablemos de nuestra fe
en nuestras actitudes fundamentales y en nuestras obras. Después puede venir la
palabra y los sermones que aclaren los hechos. Pero lo primero son los hechos
de bondad compartidos.
3.- El cristiano. El
morir para que viva Dios también contempla el ofrecer la vida materialmente. No
es cuestión sólo de ser infiel a sí mismo, infidelidad a los intereses humanos,
sino de morir físicamente como sacramento de un morir permanente que desarrolla
el amor como servicio. Es la entrega total y por entero de la vida. Es el don
de sí pleno. Sucede lo mismo que con la destrucción del yo asentado en la
soberbia. El sufrimiento que conlleva despojarse de esta actitud y situación,
no es un deseo de Dios ni siquiera un bien en sí. Sufrir por sufrir es un sin sentido,
o, a lo más, una psicopatía. El sufrimiento que refiere el dicho evangélico es
el que emana de la condición histórica del hombre. Lo mismo sucede con el morir
físico. Quien es portavoz de una proclama que mina y arruina los cimientos del
poder que se ha forjado el hombre en su vida, está expuesto a que lo aparten y
liquiden del entramado social donde se sustenta dicho poder. Y con ello debe
contar el discípulo, como le pasa a Jesús, en las condiciones históricas en las
que se desenvuelve la existencia.
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