domingo, 5 de octubre de 2014

Reconciliación IV: Comunión

            LA RECONCILIACIÓN

                                                                        IV


                                                                        La comunión

El ministerio de Pablo, como el de todos los seguidores de Jesús, que anuncian su cruz y resurrección, expresa la voluntad de Dios de «que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad [por el] mediador el hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,4-5). Y la verdad última es la comunión con Dios y con todos los hombres comprendidos como hermanos e hijos de un mismo Padre. Es decir, el objetivo de la reconciliación es estructurar filialmente la historia.

           
En el relato yawista de la creación el nacimiento del hombre se simboliza modelando el Señor la arcilla extraída del suelo y soplando en su nariz el aliento de la vida (cf. Gén 2,7). El párrafo indica que la humanidad está religada radicalmente a Dios de manera que existe una tendencia natural de unión entre el hombre y Dios. De hecho, el relato sacerdotal ahonda el deseo innato de unión del hombre con su fundamento trascendente al llevar siempre en su historia la imagen y semejanza divina (cf. Gén 1,26). Rota la imagen por el pecado, Dios toma la iniciativa para relacionarse con su criatura en un plano personal para salvarla. Elige a Israel y sella una Alianza con él por medio de un sacrificio y una comida para representar la unión mutua (cf. Éx 24,1-11). Jesús, hijo de Israel, proclama la presencia de Dios en la vida humana, y los cristianos, por la fe en él, entienden que la relación definitiva de Dios con su criatura, iniciada al principio de los tiempos, se lleva a cabo con la encarnación de su Hijo (cf. Jn 1,14; Rom 8,3; Gál 4,4). Él es el que revela que el Señor es el que llama y pone un nombre al hombre para recrearlo y establecer relaciones duraderas y estables, de comunión (cf. Ef 1,18; 4,1.4). Y por medio de él —ahora el hombre es imagen de Cristo, y Cristo es imagen de Dios— es como se realiza la comunión con Dios. Porque, si ha sido en la historia donde el hombre se ha distanciado, Dios quiere que un hombre en la historia rehaga la creación, que ha infectado por el pecado, y restaure la relación con Él.

           
Jesús sienta en su mesa a los marginados de la sociedad (cf. Mt 9,11; 11,19) y redescubre los lazos que unen a todos los humanos, ejemplificados en la familia que formaliza en su ministerio por Palestina, fundada en la escucha de su palabra y en el cumplimiento de la voluntad del Padre (cf. Mc 3,35). A esta familia se entra por el bautismo (cf. Mt 28,19), y ella permanece unida a Jesús al hacer memoria de la Última Cena que celebra con sus discípulos: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es comunión con la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Uno es el pan y uno es el cuerpo que formamos muchos; pues todos compartimos el único pan» (1Cor 10,16-17). La comunión con Cristo lleva consigo la comunión entre todos los que componen la comunidad cristiana, y la comunión con el cosmos, representado en los símbolos del pan y el vino, donaciones de la naturaleza y elaboraciones humanas, pero que, en la tradición israelita, entrañan la vida que el Señor regala al hombre y con la que muestra su amor ilimitado, ya que el hombre existe por la comida y la bebida, y se realiza por una relación de amor, que es la imagen y semejanza del amor divino (cf. Gén 2,24). El cristianismo confiesa que el Señor renueva la relación con su creación por medio de su Hijo, por quien ha creado todas las cosas (cf. Col 1,16), que se ha hecho hombre (cf. Jn 1,14; Rom 8,3; Gál 4,4) y ofrece la posibilidad de comunión con el Padre: «Fiel es Dios, el que os llamó a la comunión con su Hijo» (1Cor 1,9).

            En efecto. La comunión de los cristianos entre sí y con el cosmos, que nace de su comunión con Cristo, comprende la comunión con el Padre, y se establece en los parámetros de las relaciones del Hijo y del Padre: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros» (Jn 17,21). La comunión de los hombres en la historia se funda teológicamente en las relaciones que Jesús mantiene con Dios (cf. Mc 14,36; Q/Lc 10,21-22; Mt 11,25-27), y que Juan objetiva en los términos aducidos. Así la comunión del Padre y del Hijo se constituye en el arquetipo de la comunión de Dios con los hombres y de éstos entre sí.

           
La experiencia en la historia de la comunión con el Padre y con el Hijo se hace gracias al Espíritu de Dios (cf. Rom 8,9) y de Cristo (cf. Gál 4,6). Tanto el Padre como el Hijo son Espíritu (cf. Jn 4,24; 2Cor 3,17), es decir, son amor, y cuando afirman una relación de amor se manifiestan en y por su Espíritu. El Espíritu, la comunión en amor y por amor del Padre y del Hijo (cf. 2Cor 13,13), su clima eterno, es enviado por ellos (cf. Hech 2,33) para crear la comunión en toda la creación. El Espíritu origina, mantiene y potencia la relación filial y fraterna de todas las criaturas, y hace posible el amor y la concordia entre todos los seres (cf. Ef 2,2). Es el que prosigue en la historia la voluntad de reconciliación de Dios con sus criaturas y el que desarrolla de una forma práctica el plan reconciliador de Jesús, instalando la comunión que él significa y obra en la Trinidad. Porque el Padre engendra a su Hijo y se comunica a su Hijo en el Espíritu, como el Hijo se entrega al Padre y conoce al Padre en el Espíritu; es la pura relación de amor, cuyo reflejo e imagen transfiere a todos los hombres. El amor que define a las Personas en la Trinidad y su  relación mutua, identificándolas, es el mismo amor con que el Espíritu hace que se relacionen sus criaturas y éstas con Dios: con los hijos según el Padre, con sus hermanos según el Hijo. Pero el amor de los hermanos entre sí, de los hijos con respecto al Padre, es un proceso inserto en el proyecto de filiación de toda la creación. Y se hace por la ejecución de las esperanzas; de aquellas esperanzas que se conquistan paso a paso para proseguir la humanización deseada y querida por Dios y para que todos alcancen la dignidad inscrita en su ser desde su creación.

            El Hijo de Dios se ha encarnado (cf. Jn 1,14; Rom 8,3; Gál 4,4) para activar los mecanismos de bondad insertos en la historia: «... el reconocimiento de Dios no se opone de ningún modo a la dignidad del hombre, ya que esa dignidad se funda y se perfecciona en el mismo Dios: pues el hombre ha sido constituido inteligente y libre en la sociedad por Dios creador; y, sobre todo, es llamado a la misma comunión de Dios como hijo y a la participación de su misma dignidad. Enseña, además, la Iglesia que la esperanza escatológica no disminuye la esperanza de las tareas terrenas, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su cumplimiento» (GS 21). De ahí, la necesidad de crear paradigmas donde cada persona se sienta situada en la historia según su identidad y misión, la necesidad de reactivar la reconciliación y comunión entre todas las criaturas que componen la creación.



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