Francisco
de Asís y su mensaje
III
Dominio
de sí y pobreza
La experiencia de
Francisco de comprender la naturaleza como un organismo vivo no sólo proviene
de su experiencia de fe, sino también de dos actitudes que deja como herencia a
los cristianos.
La primera es el
dominio de sí. La opción que hace de
seguir a la letra a Jesús pobre y crucificado le conduce a despojarse de todo.
La pobreza le coloca en la situación de los marginados
de la tierra. Pero no sólo eso. Más importante para él es la pobreza como vacío
de sí que aprende de Jesús como «Verbo hecho carne» (Jn 1,14), o de la
afirmación del himno de la carta a los Filipenses: «[Cristo] siendo de
condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí
mismo y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres»
(2,6-7). Francisco sigue a Jesús pobre y crucificado; esto hace que se ajuste su interioridad
conflictiva, porque no le regalan la minoridad y su ser siervo. Las ínfulas
de poder y enriquecimiento que vive en su familia y sociedad (cf. 1Cel 1-2; LM
1,1) son una muestra del cambio de vida que tiene que hacer, aunque la
motivación y la conversión ciertamente sea un don de Dios. Por un lado le lleva
a reconocer su situación real ante Dios, «... porque cuanto es el hombre
delante de Dios, tanto es y no más» (Adm
19,2), y por otro lado, desde Dios ante el mundo: «Confieso, además, al Señor
Dios Padre y al Hijo y al Espíritu Santo [...] todos mis pecados. En muchas
cosas he ofendido por mi grave culpa [...] o por negligencia, o por ocasión de
mi enfermedad, o porque soy ignorante e iletrado» (CtaO 38-39). La relación que Dios mantiene con él le hace ser
consciente de su culpa y de la necesidad de liberarse del mal instalado en su
yo: «... superándose a sí mismo, se llegó a él [leproso] y le dio un beso.
Desde este momento comenzó a tenerse más y más en menos, hasta que, por la
misericordia del Redentor, consiguió la total victoria sobre sí mismo» (1C 17). De esta forma controla la soberbia y la vanagloria que son las que
reducen toda la realidad a los intereses personales (cf. RegNB 17,9-16).
Y reconciliado consigo
mismo al experimentar el amor de Dios desprendiéndose de su egoísmo, puede
contemplar a los hombres y a la creación con la perspectiva del Creador; y no
sólo del Creador, sino del Padre de Jesús y de toda la creación. Así se
comprenden sus relaciones con las criaturas
y puede darles el perfil querido por Dios según revela Jesucristo.
Controla el poder y la tendencia a dominarlas, evita la utilización en provecho
propio, defiende su identidad y, con su identidad, recupera su dignidad filial.
Purificada su mirada se acerca a las criaturas con el respeto requerido para no
dañarlas, observa en ellas la presencia del Creador y se relaciona para actuar
la salvación de Jesucristo. Cualquier acontecimiento cósmico lo lee con la
bondad original que ha creado lo que existe, y conecta con el rostro amable y
acogedor inscrito en ellas por Dios. Por eso no duda en reconocer la bondad de
Dios en ellas: «Viajaba otro día con un hermano por las lagunas de Venecia,
cuando se encontró con una gran bandada de aves que, subidas a las enramadas,
entonaban animados gorjeos. Al verlas dijo a su compañero: “Las hermanas aves
alaban a su Creador. Pongámonos en medio de ellas y cantemos también nosotros
al Señor, recitando sus alabanzas y las horas canónicas”» (LM 8,9).
Buenaventura también invita al hombre a contemplar a Dios en sus criaturas: «El
que con tantos esplendores de las cosas creadas no se ilustra, está ciego: el
que con tantos clamores no se despierta, está sordo; el que por todos los
efectos no alaba a Dios, ése está mudo; el que con tantos indicios no advierte
a Dios, ese tal es necio. Abre, pues, los ojos acerca los oídos espirituales, despliega
los labios y aplica tu corazón para en todas las cosas ver, oír, alabar, amar y
reverenciar, ensalzar y honrar a tu Dios, no sea que todo el mundo se levante
contra ti» (Itinerario de la mente a
Dios, 1,15).

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