Francisco de Asís y su mensaje
XI
El hombre imagen de Dios y de Cristo
2º Y el hombre es
imagen de Dios (cf. RegNB 23,1-2; Adm 5,1) e hijo del Padre (cf. Adm 15,1;
2CtaF 49.54). La filiación divina la
descubre Francisco en el seguimiento de Jesús, no en una revelación directa de
Dios. A lo más que alcanza Francisco es a comprenderlo como Creador, como Juez,
como Rey (cf. ParPN 2; AlD 2,6; 1Cel 16). Seguir a Jesús es cumplir el
Evangelio (cf. RegNB 1,1-6; RegB 1,1-2; 12,5), donde se muestra su estilo de
vida concretado en sus hechos y dichos. Pero Jesús no representa para él una
doctrina que hay que aprender y después enseñar; es una persona viva, y la
relación interpersonal que Francisco mantiene con él llega hasta el punto de
conformar su existencia en lo exterior e interior (cf. 1Cel 84.103; 2Cel 17;
etc.). Y esto lo hace tomando las biografías creyentes de los Sinópticos al pie
de la letra. Todos los cuadros evangélicos que describen la vida de Jesús y sus
rasgos personales los sigue e imita, desde su nacimiento (cf. 1Cel 84-86; LM
6,1-5) hasta su crucifixión (cf. 1Cel 112.114; LM 13), constituyendo su
existencia el mensaje de salvación y su misma posibilidad para toda la
creación; es lo que dicta el contenido de la fe cristiana: Cristo es el
Salvador (cf. CtaO 3). Y todas las fases de la vida de Jesús como su función
salvadora se pueden resumir en la expresión «Jesús pobre y crucificado». Y
Francisco logra esta perspectiva, por tres referencias que van a ser las claves
de su vida: como la última y definitiva Palabra de Dios en la historia, como lo
único que deber ser relevante para los cristianos, como la vía exclusiva para
darles la dignidad a los pobres y a los que sufren. Veamos.

En primer lugar, la
vida de Jesús, con ser extraordinaria, no colma los anhelos humanos. El
objetivo último de la fe es Dios, porque la fe vehicula la tendencia humana
hacia Él impulsada por la imagen impresa en la vida. Lo que pasma y
desconcierta a Francisco es que sea Él quien se hace presente en el hombre. Es
Él quien viene a nuestra vida en vez de realizar lo más fácil: potenciar la
imagen que ya está puesta en la creación desde el principio y, potenciándola,
empujarla para que alcance su gloria, término último de las aspiraciones
humanas. Y Francisco descubre que la vida de Jesús es la humanidad del Hijo de
Dios (cf. cf. Adm 1,8; OfP 15,7), que es enviado por el Padre para salvar al
mundo (cf. OfP 7,3; 11,6; 15,3). Y la razón última de ese envío es el amor, que
es capaz de vivir fuera de sí para reconducir la historia desviada por el mal
que ha generado el hombre (cf. CtaO 27-29); que la misión divina hace
despojarse al Hijo de su gloria divina para hacerse hombre (cf. RegNB
9,1.4-6.8), y que la vida humana que asume es la del siervo, que lleva consigo
un servicio hasta la muerte y muerte en cruz; y que dicha presencia kenótica se
prolonga en el tiempo en la Eucaristía (cf. CtaO 27-28).

El segundo lugar, la
pobreza y la cruz de Jesús establece el puesto que le corresponde al
cristianismo en la historia. No son los potentados y señores de la tierra (cf.
Mc 10,42par) en los que hay que confiar para que rescaten al hombre, por más
que Francisco se haya dirigido a ellos (cf. CtaA 1-9), pues son parte de la
causa del mal. Son los creyentes que, siguiendo a Jesús, deben continuar por el
Espíritu la salvación que él nos trajo. La salvación no está en la riqueza ni
en el poder, sino exclusivamente en Dios que se ha hecho carne en Jesús. Y el
vacío de Dios significado en la humanidad y una humanidad pobre, como es la
vida de Jesús, es la fuente y el recorrido que hace la salvación en la historia
(cf. AlD 6; CtaO 3). De ahí que se aferre Francisco a Jesús pobre y crucificado
como la única fuente de la salvación. Cuando Francisco se desprende de aquello
que da seguridad a esta vida, puede transmitir lo que ha hecho Dios en Jesús. Y
a las puertas de la muerte, lo primero que le viene a la memoria son Dios y los
leprosos (cf. Tes 1-2; 1Cel 17).

En tercer lugar, la
consecución de la dignidad filial, o la reconversión de la imagen de Dios de la
creación en la imagen de su Hijo para llegar a ser como él, hijos de Dios, sólo
se alcanza por medio de una vida pobre y crucificada. Francisco no descubre
otro camino para conformarse con Cristo y, por consiguiente, no encuentra otro
medio para acceder a la salvación, sino adecuarse a la vida de los pobres y
sufrientes de esta vida. Hemos visto que Jesús proclama el Reino de Dios a los
pobres y coloca dicha proclamación en el mundo de los pobres: en las pequeñas
aldeas de Galilea y en medio de las gentes pobres, olvidadas del poder y
alejadas de la riqueza (cf. supra 3.2.2). Francisco sigue a Jesús al pie de la
letra en este aspecto. De ahí que experimente un proceso que va de la vida asentada
en el dinero producido por el comercio (cf. 1Cel 1; LM 1,1) al seguimiento de
Jesús (cf. 1Cel 22), que le introduce en la experiencia de la filiación divina
(cf. Adm 15,1; 2CtaF 49.54) y le capacita para ser libre de los poderes de la
tierra; después practica misericordia con los pobres y sufrientes, simbolizados
por los leprosos de entonces, una vez que admite su existencia al besar a uno
de ellos (cf. 1Cel 17; 2Cel 9); por último, se hace uno de ellos (cf. LP 64; EP
58). Sólo así, como Jesús, vaciado del poder y de la riqueza, puede mostrar el
camino de la salvación a los marginados de esta vida. Por eso lo manda a sus
seguidores: «... deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y
despreciada, con los pobres y débiles, con los enfermos y leprosos, y con los
mendigos en los caminos» (RegNB 9,2).
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