LOS ANIMALES AMABLES
Elena Conde Guerri
Facultad
de Letras
Universidad
de Murcia
Una de las lecturas de este próximo domingo,
último del tiempo ordinario que precede a la cuaresma, evoca el arca de Noé y
todos los animales que Yahvé mandó introducir en ella ( Gn 7). Animales que
merecían ser liberados del exterminio para perpetuarse. Obra de su creación y
animales amables, en suma, pues amable es quien "es merecedor de
amor" porque también él lleva en su esencia una cierta capacidad de
cercanía y afecto.
El interés por la naturaleza y
comportamiento de los animales fue evidente desde las más antiguas comunidades
humanas, todavía en estadio ágrafo. Y pasó progresivamente de una observación
empírica y utilitaria a un escrutinio mucho más perfeccionado, analítico y en
parte filosófico, regido por una metodología propia muy próxima a las ciencias
biológicas, que desembocó en los diez libros de la Investigación sobre los
Animales de Aristóteles. Esta obra causó impacto y fue objeto de consulta e inspiración
para autores de siglos muy posteriores que cultivaron el mismo tema, como
Plinio el Naturalista y Claudio Eliano en años del Imperio romano. No pretendo
invadir el vasto campo de los biólogos sin serlo. Mi intención aquí es justificar
las bondades y el comportamiento de ciertos animales frente a los del hombre, a
quien Aristóteles define, con toda propiedad, como "cuadrúpedo y
vivíparo" y "de todos los animales, el hombre es
aquél que necesariamente conocemos mejor". (I,6). Animal racional,
obviamente, y "el único dotado del privilegio de poder emitir un lenguaje
articulado" (IV,9), lo que implica una superación del simple sonido o voz
por la expresión inteligible que presupone la capacidad para la comprensión total
y la comunicación. Sublime instrumento el del lenguaje: expresar lo que uno
piensa o siente y muchas cosas más que posibilitan que el contenido del mensaje
llegue hasta lo más excelso cuando vaya
enraizado en la recta intención del corazón.
En el complejo universo
colectivo no siempre ha sido así. El mensaje inteligible ha sido en numerosas
ocasiones una conminación a la guerra, un aullido a las desavenencias y a la
destrucción. La historia es testigo. Pueden resultar comprensibles las
contiendas muy remotas por el desequilibrio entre las fuentes explotables de
riqueza y el número de población favorecida. Discutibles, la guerras de la Alta
Edad Moderna alimentadas por la obsesión de la grandeza y el espíritu
imperialista. Pero, ¿y los conflictos contemporáneos que estamos tocando con
las manos y están desangrando a medio mundo? El hombre, esa criatura o animal
racional, como se prefiera, "hecho a imagen de Dios", está
traicionando su sublime misión primigenia de ser tutor de todo lo creado para pisotearlo. Con una peculiaridad que
a más de uno nos aterra. En la actualidad, los motivos ancestrales ligados a la
supervivencia, por ejemplo, se antojan obsoletos y las ideologías y las
creencias religiosas son el motor que ordena al cerebro la palabra guerra. Y la
palabra se hace, esta vez, máquina de ruina abominable. Máquina activada, además,
por religiones monoteístas cuyo pilar básico es el único Dios verdadero.
Tremenda paradoja. Nunca habrá una respuesta convincente y definitiva, a mi
modo de ver, sobre esta incapacidad humana para posponer la paz y el respeto
por cualquier ser humano, sea cual fuere su sentido de la trascendencia, ante
la violencia. La complejidad de tal panorama, en estos aspectos, ya fue vista
con clarividencia por Juan Pablo II en muchos de sus escritos y discursos que
dejaban traslucir la dramática trastienda antropológica de todos los horrores
que él
mismo había presenciado. Dijo en
ocasiones puntuales: "Nunca antes en la historia del género humano, se ha
hablado tanto de paz e invocado con tanto ardor la paz como en nuestros días.
La creciente independencia de los pueblos y las naciones hace suscribir
casi a todo el mundo el ideal de fraternidad humana universal. Las grandes
instituciones internacionales debaten la coexistencia pacífica de la humanidad. La
opinión pública está tomando conciencia de lo absurdo de la guerra como medio
para resolver las discriminaciones. La paz se ve cada vez más como la única vía
de la justicia. La paz es, de por si, obra de la justicia". Y "cada hombre, creyente o no, aun
manteniéndose prudente y lúcido con respecto a la posible terquedad de su
hermano, puede y debe conservar una suficiente confianza en el hombre, en su
capacidad de ser razonable, en su sentido del bien, de la justicia, en su
posibilidad de amor fraterno y de esperanza, en apostar por el diálogo. Cristo nos llama a
construir la civilización del amor". (Discursos ante la ONU, octubre de
1979, y en la Vigilia de Oración en la basílica de Asís, enero de 1993).
La Paz. Actitudes y creencias. Murcia 2002. 299-300 ). Reflexiones, como se ve,
universales, línea de pensamiento que ha fluido sin fracturas en los últimos
años y han seguido con firmeza los sucesivos Pontífices, siendo emblemáticas al
respecto las breves alocuciones cotidianas del actual Papa Francisco en que insiste en el drama
coetáneo de las guerras y en que los ataques a comunidades específicas dentro
del cosmos monoteísta, de facto asesinatos, deben de parar para siempre.
El
espíritu franciscano ha llevado la salvaguarda de la paz en sus tuétanos desde
siempre y, a este respecto, el Prof. P. Francisco Martínez Fresneda planteaba
en uno de sus libros más difundidos los logros pero también los problemas que
se derivaban de un mundo progresivamente globalizado donde no siempre culturas
antagónicas podían alcanzar el equilibrio. "Esto se observa en la creciente actividad del fundamentalismo
religioso y étnico, en los signos indiscutibles de la incapacidad para vivir la
diversidad de los individuos y los grupos, en las tensiones originadas para reconocer
e integrar las peculiaridades de las culturas que coexisten en una misma
sociedad ... la situación actual conduce
al replanteamiento de un ética de la paz que, en primera instancia, atienda a la defensa de la vida y
al valor absoluto de la dignidad humana" (
Las guerras y la violencia
despiertan siempre lo peor de todos nosotros y la bestia irracional lesiona al
cuadrúpedo aristotélico racional
pisoteando su dignidad. ¿Qué hemos
aprendido, pues, en este sentido de comportamientos e impulsos humanos
enmarcados en situaciones límite? Hemos ignorado todo aquello que da al hombre
su verdadera grandeza y, en consecuencia, debemos aprender de los animales.
¿Alimentaríamos nosotros siempre a un recién nacido extraño en situación de
total abandono? Pues las yeguas lo hacían. "Cuando una yegua muere, las
que pacían junto a ella, crían al
potrillo de la muerta". (Aristóteles, IX,4 ). Generosidad infinita que es
sólo un ejemplo de tantas otras cualidades benéficas que adornan a muchos animales
y en cuya descripción las mencionadas fuentes
antiguas se recrean. La fidelidad de los perros, proverbial, que jamás
abandonan a sus amos y que incluso después de muertos languidecen sin calendario junto a sus sepulturas. El
elefante y el león, símbolos de fuerza y fiereza, se tornan mansos si se les
amaestra sin dureza y el segundo, no depreda con saña cuando ha satisfecho convenientemente su apetito. Es
capaz, incluso, de reconocer por la voz y el olor a aquél que le protegió y le devuelve el favor, tal
como describe la encantadora fábula de Androcles y el león. Las tórtolas se
aparean sólo con un único compañero,
siendo emblema de la castidad y fidelidad conyugal. Los animales, presuntamente
irracionales, nos han superado y nos están
avergonzando. Es muy difícil hoy en día
encontrar la lealtad del delfín, que cuando ve en peligro a algún compañero de
su propio banco hace rápidamente piña con el grupo para salvarlo. O imitar a las cigüeñas y abejarucos que, cuando
envejecen, son alimentados con solicitud por sus crías. Y qué decir del
cocodrilo, tan temido, que, cuando reposa con la boca abierta, no tiene empacho
en que se estacionen en ella los pequeños chorlitos para que le limpien los
dientes y a la vez se alimenten con estos residuos. En nuestra egolatría de la
superioridad, ¿ somos capaces de reproducir esta solidaria convivencia con especímenes bien opuestos? Bien es cierto que
los irracionales practican muchos de estos hábitos para la salvaguarda de la
especie, pero
tampoco hay duda de que mimetizarnos con ellos en determinadas ocasiones
nos haría mucho bien.
Animales
pedagogos y seráficos, en una palabra, que transitan gozosos por la ecología de
la creación para dar gloria a Dios y
alegrías al hombre, como aquellas aves
que escuchaban quietas y embobadas al Santo de Asís pero le obedecieron alzando el vuelo hacia
los cuatro puntos cardinales para extender alborozadas la palabra de Dios (Fioretti, 16). Los hombres tenemos un inmensa capacidad para hacer el bien pero
muchas veces hacemos conscientemente el mal. Nuestra responsabilidad está ahí.
Los animales amables no saben de hipocresías, ni de venganzas, ni distinguen
los colores de la piel o los ritmos de las etnias. Dan amor si se les da amor y
en esta fecunda reciprocidad instan a la convivencia pacífica, a la ayuda
amigable, a la compañía generosa. No me extraña que Padre Dios después del
diluvio, y pasando ahora de los pormenores del relato, pusiera sobre las nubes
el arco iris como señal de su inquebrantable y amorosa alianza
con la humanidad. No porque en el arca fueran sus descendientes. Es que iban
también los animales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario