Francisco
de Asís y su mensaje
XVI
Humanización
permanente

En primera instancia,
pensar el cosmos y la historia de la humanidad es seguir el camino que ha
recorrido la ciencia. El resultado alcanzado es de algunas certezas y muchas
hipótesis, y se continúa investigando para elaborar medios mejores para
escudriñar el cosmos y aquilatar el origen y la evolución del hombre. Pero la
visión científica de la realidad no agota su significado. Hay mil formas de
comprenderla, de acercarse a ella, sobre todo cuando se la une a la evolución e
identidad del hombre. De esta forma se entienden mejor los dos pilares de la
realidad que nos envuelve. La comprensión cristiana de la realidad dice que
tiene una estructura filial; depende de Dios Padre, que crea y redime pensando
y obrando por su Hijo. Jesucristo, presente en el universo —«primogénito de
toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15-16;
cf. Jn 1,3; Heb 1,2)—, y en la humanidad — «La Palabra se hizo carne y acampó
entre nosotros» (Jn 1,14)—, logra la filiación y pertenencia divina de toda la
realidad existente: «... la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba Padre!» (Gál 4,6;
cf. Rom 8,19-21; Col 1,20).

Esto conlleva que
Dios se hace presente en la naturaleza creada y en la historia de la humanidad
asegurando su bondad originaria y su capacidad de corregir y reorientar la
historia cuando la libertad humana la desvía de sus objetivos. Estamos bien
hechos y en un ámbito admirable y bello, cuya relación es fraterna. Miradas las
cosas desde Dios, la vida humana y la naturaleza merecen la pena vivirse y
experimentarse en nuestros ambientes saneados. Ni hay que huir de la comunidad
humana, ni hay que esconderse del medio natural en el que se nace y se madura
como persona por medio de la cultura que establece los parámetros de la
humanización. De ahí la perspectiva positiva radical que transmite la fe
cristiana cuando trata del hombre y del mundo. Y el hombre, por más bombas que
fabrique, está incapacitado, aunque tenga el poder, de destruir en bloque el
hábitat que posee.
El Franciscanismo
comprende que la bondad del hombre y del cosmos no remite a Dios, sino que
contiene a Dios. La bondad de la realidad es participación de la bondad divina,
y como tal da la posibilidad de encontrar a Dios en la historia humana, sobre
todo después de asumir la vida de Jesús como la última y definitiva palabra que
Dios dirige al hombre (cf. Heb 1,2). Tal convicción ratifica de nuevo que la
naturaleza y el hombre están bien hechos y, por consiguiente, no se debe buscar
la meta de la vida humana y de su contexto más allá de las coordenadas que
hacen posible esta humanidad. No es válido inventar mundos futuros a partir de
negar y, por tanto, destruir cuanto se observa y se experimenta como obra de
Dios recreada por su Hijo. La estructura filial de la naturaleza y del hombre,
no es una cuestión exclusiva de su origen, o de su llamada a la existencia.
Dios sigue actuando en su Hijo y por medio de su Espíritu.

La creación continúa
adelante. No está acabada y no depende exclusivamente, para que llegue a su
término, del quehacer humano. El Espíritu, la relación de amor que Dios
mantiene con la creación, y que es inmanente a ella, cuida, potencia y orienta
el trabajo humano que pretende cumplir el mandato del principio de la creación:
creced y dominad la tierra (cf. Gén 1,28). El trabajo es el sacramento de una
historia de amor que no concluye cuando Dios la llama a la existencia al
principio del tiempo, sino que permanece y se enriquece con la respuesta del
amor filial de la naturaleza y de la humanidad. Vistas así las cosas, cosmos y
humanidad son un despliegue del Amor y de amor. Porque el trabajo no es una
cuestión sólo individual, sino social y natural, con una dimensión creativa que
afecta al desarrollo de las cosas y del hombre como colectividad. Los desastres
ecológicos y la explotación inhumana son expresión de lo que no es ni se debe
hacer. Constituirse en creador absoluto de todo es sustituir a Dios y destruir
la identidad filial de la realidad.

Francisco, a pesar de
su naturaleza débil, recuerda en su Testamento, como Pablo (cf. 1Tes 2,9), que
ha comido de su trabajo (cf. Test 20; 2Cel 161). Y manda trabajar a sus
hermanos sin ánimo de lucro (cf. RegNB 7,3; 8,9; RegB 5). Aunque en su tiempo
no se vive el trabajo como la explotación que conlleva la regla de la
productividad, sí que era un exponente de la esclavitud o minoridad de los
pueblos frente a los mayores o amos de la tierra. Sin embargo para Francisco
trabajar es un don, es una gracia: «Aquellos hermanos a quienes ha dado el
Señor la gracia del trabajo, trabajen fiel y devotamente» (RegB 5,1-2; cf. Test
20-22), porque actúan las cualidades que Dios pone en cada persona, por los
dones de gracia, por la herencia biológica y por el contexto social. Éste es el
bagaje que tiene una persona y un pueblo, con lo que se realiza a la medida de
sus componentes, que no por lo que producen y tienen (cf. EP 85), estructurando
la sociedad al modo filial, es decir, a la medida del hombre, que es la
voluntad de Dios (cf. RegB 5,2-5). Y la medida del hombre se hace al poner sus
cualidades y su tiempo al servicio de los demás, y no venderlos, o comerciar
con ellos (cf. 2Cel 161). Francisco gana en el trabajo de toda su vida apenas
12 denarios (cf. Buenaventura,
Epistula
de tribus quaestionibus, 12. Opera Omnia 8 334). La pobreza, como elemento
fundamental del seguimiento de Jesús, frena la tendencia a acumular cosas por
medio del trabajo (cf. RegB 6,1-6; Tes 17-18), con lo que subraya la índole
escatológica de la vida humana, además de la fe inquebrantable en la
Providencia divina (cf. 1Cel 55; LM 2,8; 9,5), donde el mundo sigue siendo la
casa y el huerto que cobija y alimenta a los hermanos (cf. RegNB 9,8.11-12; 14,1-3;
Rer 4-5).
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