APARICIONES
V
A los creyentes
El camino de la fe en la resurrección
que Jesús propone a Tomás lo diseña Lucas con una narración muy clara y bella.
Dos discípulos viajan de Jerusalén al pueblo de Emaús (Lc 24,13-35). Su
conversación trata sobre lo sucedido a Jesús en los últimos días de su vida,
una conversación que va en la misma dirección que ellos llevan: la de la
decepción. Pues se alejan de la ciudad santa donde Jesús ha llegado desde
Galilea para entregarse por entero a la causa del Reino. A esto unen su actitud
personal: la desconfianza en la misión de Jesús como lo ha demostrado su
fracaso y muerte: "¡Y nosotros que esperábamos que iba a ser
él el liberador de Israel!" (Lc
24,21).
De pronto se les acerca el Resucitado y
les sitúa los acontecimientos pascuales en la Historia de la salvación: "¡Qué necios y torpes sois para creer
cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía
que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y
siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se
refería a él" (Lc
24,25-27). La voluntad divina es la clave para leer la pasión y muerte, como la
comunidad cristiana no se cansa de repetir en los primeros pasos por Palestina,
y Lucas los refiere de Pedro y Pablo en los Hechos. Pero no le reconocen,
porque, como Tomás, necesitan aún verlo como era en vida, lo que no es
suficiente para creerlo resucitado. Y, por otra parte, el mesianismo de
la pasión y muerte en el que hacen hincapié las primeras confesiones de fe, les
impide considerarlo en su perspectiva mesiánica gloriosa y triunfal, y que
anida en el corazón de todos los discípulos: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la
soberanía de Israel?" (Hech
1,6; cf. Lc 24,21).

Los discípulos se acercaban a la aldea adonde se
dirigían, y él fingió seguir adelante. Pero ellos insistían: "Quédate con
nosotros, que se hace tarde y el día va de caída" (Lc 24,28-29). La invitación
acostumbrada en la cultura oriental, es un eco de los relatos de Zaqueo
(19,1-10) y de Marta y María (10,38-42). Jesús accede a la invitación, como en
los anteriores. Mas en este tiempo de resurrección, que no es el de la
proclamación del Reino en Palestina, no basta con la escucha del Maestro, con
el diálogo personal que lleva a la conversión y al cambio de vida, sino que su
presencia se ofrece y se celebra ahora en la eucaristía: "Entró
para quedarse con ellos; y, mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan,
lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista" (Lc
24,30-31). Primero Jesús les explica las Escrituras sobre su mesianismo, y les "abre" el
texto (Lc 24,32); después celebra con ellos la fracción del pan, y les abre los "ojos". Sólo
escuchando la Palabra y compartiendo el pan pueden reconocerlo en su nueva
dimensión de resucitado. Aunque hay que observar un detalle de máxima
importancia: previamente a la escucha de la Palabra le acogen
como compañero de viaje, y, antes de compartir el pan, le ofrecen
la mesa y la cama de la hospitalidad.
Después de percibir al resucitado en la
vida nueva donada por Dios, vuelven a Jerusalén con otro ánimo. Ya no es la
decepción que les hizo salir de la ciudad, donde han enterrado su confianza en
Jesús en su tumba, sino el gozo de haber descubierto al Resucitado el que les
hace volver e integrarse en la proclamación de la comunidad: "Realmente
ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc 24,34; cf. 1Cor 15,5). La
experiencia que han tenido simplemente apoya la experiencia fundacional
apostólica, que es la de los Once, y que la comunidad admite como el testimonio
básico de la creencia en el Resucitado. Sólo después de afirmar esto, "ellos,
por su parte, contaron lo acaecido por el camino y cómo lo habían reconocido al
partir el pan" (Lc
24,35).
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