Francisco
de Asís y su mensaje
XVIII
El
hombre individual
8.5.2. El hombre,
imagen divina en la creación, lo presenta la revelación como una relación entre
feminidad y masculinidad (cf. Gén 1,27; 2,232-24); unido al cosmos y
responsable de su cuidado (cf. Gén 1,27; 2,7), es la criatura con más dignidad
de la creación; se percibe como un ser esencialmente comunitario (cf. Gén 2,7),
cuya historia es también la historia de Dios en la creación. Su imagen divina
le hace tender hacia Dios; su vida es un proyecto que se despliega poco a poco
en el espacio y en el tiempo, e incluye la promesa divina de que alcanzará su
plenitud al final de los días según Dios le ha configurado (cf. Gén 3,15). La
triple relación con el cosmos, los demás humanos y con Dios diseñan su ser
individual.
Además, el hombre es
un cuerpo, con el que se ubica entre las demás criaturas (cf. Núm 8,7; 1Re
21,27), y es un cuerpo animado con una vitalidad propia, por el que entabla
relaciones con otros hombres semejantes a él (cf. Lev 23,30; 1Sam 18,1), y, por
último, goza de la capacidad de dialogar con Dios (cf. Is 11,2; 1Sam 10,10),
porque el mismo Dios le habilita para ello al darle su espíritu (cf. Job 33,4;
Sal 33,6). En este sentido, el hombre existe porque es llamado por Dios para
vivir y establecer una alianza de amor, que constituye la razón última por la
que ha sido creado (cf. Éx 19.24; Dt 29). Por eso la relación con Él se erige
en el fundamento de su existencia (cf. Dt 6,4-9; 30,15-20). El hombre, pues, es
un ser individual, que forma un todo unitario contemplado en sí mismo; y es un
ser colectivo, porque sostiene con los demás una relación de igualdad en la
dignidad y de solidaridad en la responsabilidad de su destino común. En ambas
dimensiones, individuo que pertenece a una comunidad, o una comunidad que se
fundamenta en personas con igual dignidad, se mantiene en la existencia gracias
a su comunicación con Dios dentro de su estructura creada.
Hemos descrito antes
que
el mal es un alejamiento de Dios entendido como la
fuente de la vida (cf. Gén 3,1-24), como un fratricidio (cf. Gén 4,1-16), como
un acto de orgullo de emular y sustituir a Dios (cf. Gén 11,1-9), como la
opresión de los débiles, que es la actitud del Faraón con Israel (cf. Éx
5,6-22). En definitiva, el mal forma parte de la creación y en ella se encierra
con una dinámica que se aleja y se opone a las intenciones divinas sobre sus
criaturas. El mal se comprende al ir contra Dios como pecado en la Historia de
la salvación. Esto se expresa en la reflexión sobre los orígenes del mal con
estas frases: «El Señor se arrepintió de haber creado al hombre [...] Vio Dios
la tierra, y he aquí que estaba toda viciada» (Gén 6,6.12). Si la comprobación
del pecado casi siempre comienza cuando se sufre en la propia carne, o se
contempla como una realidad que afecta con evidencia a la destrucción de la
vida de los demás, llega un momento en el que se toma conciencia de que son los
hombres los que cometen estas acciones contra Dios (cf. Jer 17,9). Y si peca el
hombre, obedece a que se siente esclavo de una dinámica que no puede dominar
del todo. Es la historia de la
humanidad la que transmite una vida dañada y degradada.
Con ser esto verdad,
también la corrupción planea sobre el corazón del hombre (cf. Gén 8,21; Jer
17,9), por más que se traslade el mal y su responsabilidad a las estructuras e
instituciones anónimas. Los desequilibrios personales, las situaciones sociales
adversas y la secularización avalan la inconsciencia del mal, o el
desconocimiento y aversión del bien personalizado en Dios. El hombre, hemos
dicho, comporta una dimensión individual irrenunciable, y que, a la postre, su
individualidad es la que funda a la comunidad, o la comunidad tiene como fin
primario conducir a sus componentes a tomar conciencia de su individualidad
irrepetible. Pues bien, la Escritura, junto a la belleza y bondad de la naturaleza
y de la humanidad, relata a la vez su rotura interior que da lugar a la
sinrazón de vivir (cf. Ecl 1,3; 2,17.23; 3,19-20; etc.). La rebeldía le lleva a
desligarse y alejarse de Dios y le hace campar solo por la historia. La
infidelidad a Dios se expresa en la opresión y liquidación de los otros y de la
naturaleza. El hombre, pues, se ha desviado de su objetivo y se ha pervertido.
De hecho, la fidelidad a Dios en medio de las injusticias y sufrimientos
humanos se lee con el sentido de las palabras que la mujer de Job le dirige
observando sus desgracias: «¿Todavía persistes en tu honradez? Maldice a Dios y
muérete» (Job 2,9).
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