Francisco
de Asís y su mensaje
XIX
La
persona en Pablo
Es elocuente el
testimonio personal de Pablo.
En primer
lugar relata esta situación en su vida: «...No hago el bien que quiero, sino
que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo
quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta
fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal. En mi
interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que
guerrea con la ley de la razón y me hace prisionero de la ley del pecado que
habita en mis miembros» (cf. Rom 7, 14-24). No es Pablo quien actúa, sino el
pecado que habita en él y le obliga a realizar actos en contra de su deseo de
hacer el bien. Pablo participa de un pecado estructurado por una red que
envuelve a la vida humana y que transforma en pecador a todo hombre (cf. Rom
3,23). El poder del pecado es tal que hace de Pablo su esclavo, y se le
evidencia como un dinamismo que lo rompe interiormente imponiéndose al bien que
quiere llevar a cabo. El resultado es la división interior entre el amor que le
infunde su imagen divina y le conduce a vivir según el Espíritu —según la ley
de Dios— y la soberbia que experimenta con el peligro de que se puede adueñar
de él por completo. La conciencia personal que experimenta Pablo del pecado es
que hiere y rompe la relación personal de amor que Dios como Padre ha
establecido con él como hijo. Es la quiebra de una relación de amor divino que
se ha puesto al alcance de los hombres y que, a la vez, muestra la rotura de la
fraternidad humana, toda ella constituida como hija por un amor vivido hasta la
muerte, como es la vida de Jesús.
En segundo lugar
Pablo personaliza la tendencia hacia el mal; es un deseo que no puede evitarlo.
La presencia del mal inscrita en las culturas adquiere tal potencia que se
vuelve una realidad connatural en todas las personas, y les empuja a
practicarlo (cf. Rom 5,12-14). No es que la naturaleza sea en sí mala, pues
entonces afectaría a la bondad de Dios que la ha creado y le ha marcado unos
objetivos, según señala la Escritura. Es más bien que la historia elaborada por
los pueblos se asienta sobre unos pilares agrietados poniendo en riesgo la
morada que los cobija; transitan por un mundo cuyo ambiente está corrompido. De
esta forma, el hombre al respirar una atmósfera viciada, aviva su tendencia al
mal, pervierte su libertad y sus comportamientos, y contribuye, a su vez, a la
potencia solidaria y social del mal. Hay dos realidades que corroen la
existencia humana: la muerte sin sentido, anunciada por la enfermedad, el dolor
y la degradación psíquica y física, que rebela al hombre contra ella, no
obstante su dimensión contingente y finita; y la rotura de su integridad
personal que incide en su libertad y en su dominio de la concupiscencia,
entendida como un apetito que le empuja hacia el mal, y que sortea sus potencias
racional y afectiva. La quiebra interior, la distancia entre el ser y el hacer,
como experimenta Pablo, hace que la persona discurra por unos vericuetos
distintos del camino indicado por Dios y se aleje de su proyecto inscrito en la
imagen que lleva impresa. La disociación entre historia humana, persona
individual e imagen de Dios hace que la integridad humana se rompa y conduzca
al hombre a la práctica del mal, a admitir su responsabilidad y a cargar con la
culpa consiguiente.
Dios responde a las
acciones humanas libres, que ponen en marcha el mecanismo de destrucción y
muerte de la creación, con su presencia en la historia por medio de Jesús. La
Encarnación hace posible que el hombre cambie y se rehaga a sí mismo; a la vez,
ofrece la oportunidad de la reconciliación personal al reconciliarse con Dios,
y que la fuerza del mal se vea superada por la del bien: «Pues si por el delito
de uno murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el
don de Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo. [...] Donde proliferó
el delito, lo desbordó la gracia. Así como el pecado reinó por la muerte, así
la gracia, por medio de Jesucristo Señor nuestro, reinará por la justicia para
una vida eterna» (Rom 5,15.20-21). Aparece entonces una nueva dimensión de la
bondad que es más fuerte que la potencia del mal generada por las culturas y la
libertad individual. Toda persona percibe en su interior estos ecos de Dios y
de la maldad originando una tensión permanente en su vida.
La convivencia del
bien y del mal en la persona ¿cómo es factible experimentarla en favor del
bien, que es la victoria de Dios en Jesús? ¿Cuál es el camino que hay que
recorrer para que el bien se imponga definitivamente en el corazón humano?
Todavía más: ¿es acaso posible existir en los parámetros del amor dentro de una
historia corrompida capaz de cambiar razonablemente su perspectiva?
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