MISERICORDIA
«CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
VI
d.-
Hemos expuesto que la salvación se origina en las entrañas amorosas del
Padre, que envía a su Hijo (cf. Jn 3,16), cuya obediencia hace posible dicha
salvación (cf. Rom 5,19); a ello se une su relación de amor con el Padre que se
sacramentaliza en el servicio, pero cuando el objetivo del servicio son los
colectivos humanos marginados, la salvación se entiende hoy día como solidaridad.
Salvación, pues, es la solidaridad
del Padre con todos sus hijos y de Jesús con sus hermanos.
La solidaridad de Dios se verifica
en la solidaridad de su Hijo con los hombres, un destino que Dios tiene pensado
«antes de la creación del mundo» (Ef 1,4) y se explicita con la misión de Jesús
y con su pasión y muerte. La reflexión del NT al respecto es: el Hijo deja la
gloria divina para asumir una condición de esclavo, abandona las riquezas para
hacerse pobre;
esclavitud y pobreza propias de la condición humana, que él vence y transforma
abriendo las puertas de la salvación para todos los que creen en él;
y llega a su plenitud cuando muere para vencer a la muerte y darnos la vida a
todos (cf. 2Cor 5,14). La vida de Jesús, una vez resucitado, es una oferta
permanente de salvación a los hombres cuando se sacramentaliza con el bautismo
(cf. Rom 6,3-11), pues el que participa de su muerte también participa de su
resurrección: «Ya que, si por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la
resurrección de los muertos. Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la
vida por Cristo» (1Cor 15,21-22). La solidaridad es tal que Cristo y los
cristianos forman un solo cuerpo, siendo él la cabeza.
Habida cuenta de esto, la salvación
en la historia pasa a la responsabilidad cristiana. Hemos visto que en el
pensamiento franciscano la creación y la encarnación son los dos pilares en los
que se asienta el amor de Dios a sus criaturas, el amor del Padre a sus hijos,
amor que se centra y visibiliza en la historia de Jesús, su «Hijo amado» por el
que fueron hechas todas las cosas y por el que son salvadas
.
No es extraño que el NT resuma esta inclinación y compromiso amoroso de Dios
con los hombres en esta frase: «Dios ha demostrado el amor que nos tiene
enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él. En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
amó y envió a su Hijo para expiar nuestros pecados».
Y el amor de Dios lo reconocen los hombres en la vida de Jesús: «Nosotros hemos
conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo»,
que es solidario con todos al participar plenamente de la historia humana.
La respuesta a ese amor divino es
que el hombre le corresponda, naturalmente según sus posibilidades. Sin
embargo, el texto no sigue esta lógica, sino aquella lógica divina que Jesús
enseñó: «Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos
unos a otros».
Es el amor mutuo entre los hombres el que demuestra el amor de Dios, ya que
Jesús ha unido ambos amores
y ha formado la prueba de que se ama a Dios en la práctica del amor al prójimo.
La Carta lo ratifica al afirmar que «a Dios no lo ha visto nadie: si nos amamos
unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios está en nosotros
consumado».
La prueba, pues, de que el hombre responde al amor de Dios es cuando ama a su
hermano.
Jesús, como Hijo de Dios, es el que
da las claves de las relaciones entre los hombres según la relación que
mantiene con ellos. Jesús se presenta como el hermano de todos que crea un
espacio nuevo en el que encontrarse y un orden nuevo en el que se puede
ingresar y pertenecer a él. La solidaridad de Dios con Jesús es la que cimenta
la solidaridad de Jesús con toda la creación y la solidaridad mutua de los
hombres entre sí, y de los hombres con la naturaleza creada. La solidaridad
divina pasa por Jesús y termina forzosamente en la solidaridad entre los
hombres.
En efecto. La creación divina
encierra la solidaridad humana, tanto en el bien
,
como en el mal.
Y esta estructura solidaria del ser humano se desarrolla en el origen y destino
común que comprende a todo ser viviente. La convivencia, los procesos
biológicos e históricos, las instituciones culturales que identifican al hombre
a lo largo del tiempo en sus fracasos y conquistas, etc., indican un suelo
común de interdependencia que prueban dicha solidaridad, no obstante la
singularidad que toda persona conlleva en su ser. En la actualidad es
impensable la concepción del ser humano como una individualidad incomunicable.
Es, básicamente, un ser social, que se hace a sí mismo por y en su relación con
los demás. Esta estructura antropológica deriva en exigencias éticas enmarcadas
en la justicia y la libertad que buscan la dignidad humana para todos. Es
cierto que la historia sigue siendo ambigua, y se evidencia en la solidaridad
defendida en el plano de los principios, pero negada en la realidad, donde los
ricos levantan muros para defender sus posesiones, o se esconden en barrios
inaccesibles para el común de los mortales. Sin embargo, este individualismo
contrasta con una conciencia cada vez más fuerte del destino común de los
humanos para el bien expresada en las organizaciones que descubren las bolsas
de pobreza, tratan de remediarlas y mostrar, aunque sea a modo de ejemplo, cuál
es el camino a seguir para alcanzar la dignidad humana con una relación
equilibrada entre la dimensión pública y privada de la realidad, entre economía
y ética, etc., que favorezca una cultura solidaria.
En este ser común de bondad y maldad
se funda la finalidad última de la salvación: alcanzar la estructura filial de
toda la realidad creada desarrollando el bien. Viene a cuento citar la imagen
del cuerpo de Pablo: Jesús «es cabeza del cuerpo, de la Iglesia»
,
de una comunidad solidaria en el bien, abierta a Dios y abierta a los demás
para alcanzar el destino que Dios le dio desde el principio: una comunidad
humana que camina hacia la unidad entendida como fraternidad, hacia la
liberación definitiva del mal mediada por la reconciliación, hacia la libertad
y coherencia personal que haga posible experimentar todos los valores inscritos
en la naturaleza, hacia la presencia de Dios en la historia por un diálogo
personal y filial en Jesús.
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