Regresar a Jesús de
Nazaret
Rafael
Luciani
Volver la vista, la mente y el corazón a la vida y doctrina de
Jesús de Nazaret es para encontrar su identidad mesiánica que reveló el Reino
de Dios para la salvación de la creación y de la humanidad. Y desde su
identidad personal se debe discernir la nuestra, tanto social como individual.
Y retornar a él para buscar luz y camino en nuestra cultura es situar en el
espacio y en tiempo su nacimiento, su educación, su experiencia religiosa. El
autor estudia también sus relaciones con Juan Bautista y la proclamación del
Reino, una vez que Juan desaparece de la escena de Israel. Es cuando ofrece un
Dios universal y misericordioso a todos
los excluidos de la sociedad de entonces; forma la «familia Dei» con sus
discípulos y con los que le siguen. Aquí está el hilo conductor de este ensayo.
Jesús crea una fraternidad histórica en la que todos se llaman y
se tratan como hermanos al ser hijos de un mismo Padre (cf. Mc 10,29-30; Mt
23,8); tan es así «que la fraternidad será la nueva medida de nuestra
humanidad» (145). En la nueva familia se come y se distribuyen los bienes como
hermanos, iguales en dignidad, tal y como fueron creados. Se destruyen los
desequilibrios sociales que enfrentan a los hombres, al dominar los poderosos a
los más débiles, porque aquellos son los que han creado una humanidad transida
de violencia. Es lógico, entonces, que la autoridad en la nueva familia esté
marcada por el servicio mutuo, y no por la autoridad que esclaviza. Es un
servicio que se ofrece entre hermanos. Y
como servidor de sus hermanos da la vida (cf. Mc 10,45; Jn 15,13).

La vida y la doctrina de Jesús nos llevan a pensarle como nuestro
hermano, y todos pertenecientes a la familia de su Padre Dios. Jesús pertenece
a nuestra historia, donde hunde sus raíces la fe cristiana, y nos revela que la
violencia, y la muerte que genera, no son la palabra definitiva de nuestro
destino común. Su entrega solidaria a los pobres y a sus hermanos nos recuerda
constantemente cuál es nuestra identidad y cómo debemos marginar la
individualidad que desune y enfrenta. «No se trata de ver a Dios en el rostro del otro a modo de
un pietismo panteísta, sino de poner en práctica un estilo de vida asuntivo,
donde tengan el mismo peso el amor a Dios (Dt 6,5) y el amor al otro (Lv 19,18)
como hermano (Mt 23,8)» (300).

Pero la fraternidad no es una experiencia solo personal y
familiar, también es social. Y social no se entiende en sus dimensiones
políticas, económicas, culturales, etc. La identidad fraterna de la sociedad
parte del Dios Creador, que nos ha creado a todos iguales y ha mandado que se
administren los bienes para que todos podamos vivir con los recursos básicos
que dignifican a los personas. Y la Iglesia debe responder a la dimensión
fraterna de la fe cristiana. Como comunidad de vida y de gracia, la comunidad
cristiana ha de hacerse creíble tanto en sus miembros como en sus misiones;
ella debe vivir y ofrecer a todo el mundo la relación filial con Dios y
fraterna con los demás. Es sentirse permanentemente unida a Cristo, su Cabeza,
y a Jesús que llamó a los Doce para establecer la fraternidad del Reino. Dicha
fraternidad ayudaba y participaba en la misión de extender el Reino, no
cooperando a las ofensas y juicios condenatorios o conflictos sociales, sino
aprender a llevar la cruz asumiendo el sufrimiento de los pobres. Dicha
fraternidad debe ser universal; Jesús excluye la secta. Por último, la Iglesia
debe seguir el carácter simbólico que le confirió Jesús a los Doce. Es decir,
su estilo de vida
hace presente el
inicio de una nueva etapa de las relaciones de Dios con los hombres.
PPC, Madrid 2014, 326 pp.,
14,5 x 22 c
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