domingo, 6 de diciembre de 2015

San Francisco. Misericordia IX


                                                        MISERICORDIA     
                             «CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
                        

                                                                IX


            2.3.- Todo es gracia

           
2.3.1. La afirmación de Francisco: «debes tenerlo todo por gracia» da con el núcleo central de la fe cristiana. El Ministro sufre el pecado de los hermanos, el pecado del mundo, la cultura que genera conflictos sin cuento; y Francisco le recomienda que la única forma de escapar a su dominio es la obediencia radical al Amor, que es Dios, y en dicha relación de obediencia advierte que la vida proviene exclusamente de Él, que da el sentido y las fuerzas para vivir. Es así como conoce que su vida pertenece al Señor, que «todo es gracia» dentro de la historia de la fraternidad, de la historia del mundo, de la cultura que sustenta la fe. Poco a poco, se fijará el Ministro que la relación gratuita del Señor es algo previo a cualquier deseo y acción de bien que tienda, desee y haga. No se da el Señor porque sepa que va a responderle o espere una contestación adecuada a su amor. Él es una dinámica de amor, un movimiento continuo de vida que se abre, se comunica, crea y regenera vida. No tiene Dios otra forma de ser y existir hacia la creación. Por consiguiente, es don cuando se abre al Ministro, a todos, al margen de que lo merezca y le vaya a responder con amor al amor recibido[1].
           
Y lo demuestra en las relaciones históricas que mantiene con Israel, que, a pesar de algunas actitudes iracundas que responden a los pecados y traiciones del pueblo, siempre fruto de su amor, prevalece la relación gratuita y libre, que se fundamenta en su propia identidad amorosa. Esta identidad no tiene límites algunos (cf. Sal 136) en un doble aspecto: curar y salvar, y con una doble relación: comunidad e individuo, que lo santifica y lo hace agradable a sus ojos. De ahí que la actitud benevolente y graciosa divinas supere la distancia infinita que hay entre Dios y su criatura, y, como ha comenzado Francisco su carta,  haga resplandecer su rostro amoroso sobre la debilidad básica de su pueblo y sus hijos (cf. Núm 6,25). La conducta de Dios hace que las misiones que encarga para salvar a su pueblo estén al margen del valor o la calidad humana de sus elegidos. Nadie merece ante Él, y menos que se vea obligado a pagarle sus servicios. Las acciones graciosas divinas, no hay que olvidarlo,  también recaen sobre las desgracias que sacuden a Israel o a los débiles e indefensos en su conjunto[2]. En definitiva, Israel, al menos al principio de su historia relaciona la gracia divina a la Alianza y al perdón permanente que Dios tiene para con sus infidelidades.  Y todo ello antes de las derivas que, con el tiempo, ofrecen algunas espiritualidades judías, en especial la farisea, del obligado cumplimiento de la Ley.
            El dinamismo de entrega del Señor, expresión de su generosidad y poder, se ha revelado y situado en la historia de Jesús. El Evangelio es el desarrollo de la benevolencia divina, que la deletrea Jesús cuando va a Nazaret a proclamar el año de gracia del Señor: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos» (Lc 4,18-19).
           
Sin embargo, algunas comunidades judeocristianas han seguido las relaciones con el Señor desde la obediencia escrupulosa a la Ley como última voluntad divina y han valorado positivamente las obras de bondad humanas para la salvación. Contra dichas obras y la actitud que las cobijan, en cuanto originan la salvación,  reacciona Pablo, y enseña a los seguidores de Jesús que Dios todo lo ha hecho nuevo: «Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación» (cf. 2Cor 5,17-18), y lo nuevo que Dios ha revelado en su Hijo lo concreta en los cristianos de la siguiente manera: «… y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).
            Pablo encierra a todo el mundo en rebeldía (cf. Rom 3,9-20), para que todos necesiten la gracia divina, y todo vuelva a partir, como en la creación, de Él; ahora de Él en su Hijo: «… ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados de balde por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús»[3]. Ni la obediencia a la Ley, ni la justicia retributiva a las obras morales ajustadas a la dignidad humana son suficientes para la salvación, o para extirpar el pecado en el hombre. La justicia graciosa del Señor es única, favorable por entero al pecador, que unidas a la verdad y fidelidad divinas arrancan al pecador de su injusticia, mentira e infidelidad.  Y Dios en Cristo concede la salvación como un don, como un regalo, sin mediar esfuerzo alguno humano, «de balde», «gratis». Dios da un veredicto favorable no a los justos, sino a los pecadores, para hacerlo ontológicamente justos. No es una declaración; es un hecho divino de gracia, que recrea de una manera completa a los bautizados: «Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo»[4] Es pura misericordia lo que está afirmando Pablo, cuyo origen no es otro que el mismo Dios que salva en Cristo, sustituto de la Ley. El camino de la bondad; la posibilidad misma de vivir y vivir para siempre es gracia. Por eso Francisco afirma rotundamente al Ministro: todo es gracia[5]. Pablo y Francisco lo demuestran en sus propias experiencias creyentes.





[1] Cf. Rom 3,24; 5,2; 6,4; 8,3-4; 11,5-6; Gál 2,20ss; Flp 2,8ss; etc.; L. Boff, Gracia y liberación del hombre. Madrid 19873; A. Ganoczy, De su plenitud todos hemos recibido. Barcelona 1991; J.I. González Faus, Proyecto hermano. Visión creyente del hombre. Santander 1987; L.F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia. Madrid 1993; W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica. Salamanca 1993; K. Rahner, La gracia como libertad. Breves aportaciones teológicas. Barcelona 1972; J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Santander 1991.
[2] Cf. Gén 6,8; 39,21; Éx 3,21; 11,3; 12,36; 33,12-13.16; etc.
[3] Rom 3,21-26; cf. 8,32; Gál 3,28; 2Cor 13,13; etc.;  cf. A.M. Buscemi, Lettera ai Galati. Commentario esegetico. Jerusalem 2004; S. Légasse, L’épître aux Romains. Paris 2002; E. Lohse, Der Brief an die Römer. Göttingen 2003; R. Penna, Carta a los Romanos. Estella (Navarra) 2013; U. Wilckens, La Carta a los romanos. I-II. Salamanca 2007.
[4] 2Cor 5,17; cf. Gál 6,15: «Pues lo que cuenta no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva criatura».
[5] Cf. Rom 5,5.19; 6,1-11; 8,14-17; Gál 4,5-6; etc.

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