CARTA A UN MINISTRO
II-2
Hay
que erradicar el mal con el bien. No hay otra salida si se quiere la
conversión: el pecador debe saber dónde está y en qué consiste el amor, la
única acción que puede salvar. Francisco transmite su experiencia con los
hermanos, los que le hicieron tanto sufrir, pero que siempre retuvo como
«hermanos» —«El Señor me dio hermanos»[1],
afirmó al final de su vida— y como pecadores que son, y como pecadores que somos todos[2], no se busquen dos actitudes muy peligrosas:
1ª.-
como hemos dicho antes, la perfección es una cuestión divina, que no un
esfuerzo personal o exigencia externa proveniente de un poder mayor, como son
los que suelen ejercer los superiores; por eso le dice Francisco al Ministro
que no intente que los hermanos sean mejores cristianos por la imposición de la
ley; o por su gobierno como superior; o para tener una paz ficticia fundada en
el cumplimiento de las leyes comunes;
2ª.-
la relación de amor va del que tiene una experiencia de amor de Dios con la que
descubre su pecado, a otro ser pecador, que debe observar en él la imagen
filial de Dios, muy difícil si se compara con la bondad y la gracia en los
hermanos. Aquí se camina de la gracia del Señor, la del superior por ser
también pecador, al súbdito pecador, porque solo desde la gracia de ser hijo de
Dios se le puede amar y convertir. Repetimos la advertencia de Francisco: todo es gracia, todo es relación de amor
del Señor. Cuando Cristo, constituido por Dios Juez al final de los tiempos,
diga «Venid benditos de mi Padre», los elegidos no sabrán que eran hijos de
Dios, ni hermanos suyos, simplemente dieron de comer, de beber, vistieron al
desnudo, visitaron al encarcelado, en definitiva, ayudaron, sirvieron. Ese es
el trasfondo que debe aplicarse a todo ser humano, sea de la creencia que sea,
o pertenezca al nivel eclesiástico que sea.
Francisco
invita al Ministro a cumplir la Regla: «Atendamos todos los frailes, porque dice el Señor: Amad a vuestros
enemigos y haced el bien a los que os odian, porque nuestro Señor
Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a su traidor y se ofreció
espontáneamente a los que lo crucificaron[3].
Son, por tanto, amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean
tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y
muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque de lo que nos acarrean, tenemos
la vida eterna»[4].
[1]
Test 14; cf. Rnb pról; 1,2; Rb 1,1; 12,4; RegCl 1,2.
[2] No situarse en el pedestal de la
perfección y desde ahí juzgar; por eso Jesús odia el juicio de condenación: «No
juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad,
y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa,
colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá
a vosotros» Lc 6,37-42. En parábola,
cf. Mt 7,1-2; y cuando Dios lo convierte
en juicio de salvación, cf. Rom 8,31-34; Jn
3,16; Rom 5,6-11; 2 Cor 5,14-21; 1 Jn 4,10; etc.
[3] Textos:
Mt 5,44par; 1Ped 2,21; Mt 26,50.
[4] Rnb 22,1-4; cf.
Adm 9,1-3; Rnb 1,1.
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