El narcisismo en boga.
Una
reflexión ante la Epifanía del Señor
Elena
Conde Guerri
El mundo de
la imagen que nos invade (en modo alguno inocente) parece haber excluido
de sus mapas a los menos agraciados, sobre todo físicamente, y a los
anónimos. En palabras crudas, los feos tienen poca cancha aunque
sus capacidades intelectuales sean notables o, mejor, su calidad humana
extraordinaria. Todo el mundo quiere ser la perfecta y hermosísima imagen de si
mismo, aunque se trate de un duplicado onírico porque "ni la naturaleza la
dio ni la concedió en préstamo Salamanca". El narcisismo imperante
empuja a los guapos, o a quienes se lo creen, a deleitarse en ellos
mismos con la autofoto de marras hasta en los momentos o circunstancias menos
adecuados. El último ejemplo (ya muy comentado) ha sido el de ese
peculiar y potentísimo triunvirato político de países imperantes en las
exequias de un lider más imperante si cabe, aun difunto, por todo su legado.
Como yo soy tradicional, por decirlo así, y respeto determinados protocolos,
compruebo que me estoy volviendo progresivamente antiquísima y que ahora los
funerales u honras de Estado son el circo y el escenario más universal para el
narcisismo sonriente y evasivo.
¿Qué imagen me devuelve la pequeña pantalla de mi apéndice electrónico? (me niego a emplear el anglicismo). ¿Me gusta, puedo mejorarla, cosquilleo de placer o me irrito porque un mechón de cabello o el nudo de las corbatas se han desplazado un poco?. De cualquier modo, soy YO MISMO Y ME MIRO a MI MISMO. Al igual que el adolescente Narciso, recreado por Ovidio en el libro tercero de sus Metamorfosis, he rehuido momentáneamente dirigir mi mirada a otra persona que no sea yo mismo. Narciso estaba un poco maldito desde su nacimiento, por la ojeriza de Juno, y se había vaticinado que "sólo llegaría a la vejez si a si mismo no se conociera". Esquivando a cualquier persona que le ofrecía amarle, lo cual implica MIRAR ontologicamente al OTRO, se miraba solamente a si mismo reflejado en las cristalinas aguas del arroyuelo falaz. Enloqueció, se enamoró de aquella imagen que él creía otro, intentó atraparla y sus manos, sumergidas en las ondas, sólo chapoteaban estériles. Cayó al fondo. Su cuerpo inerte, por piedad de alguien, fue metamorfoseado en narciso, esa flor pálida, discreta y amarillenta, de implícita fragilidad.
La fragilidad y el marchitarse acecha también a todos los "narcisos/as" contemporáneos, porque nada hay más efímero que la llamada beautiful people sin más. El día 6 de enero la Iglesia celebra la fiesta de la Epifanía del Señor, que en la tradición litúrgica oriental gozó si cabe de mayor veneración. No cito aquí los versículos de los Evangelios Sinópticos, o incluso los de los Apócrifos, por ser pasajes muy familiares a todo aquel que tenga una formación cristiana básica. En mi opinión, el comportamiento esencial de los tres Magos no fue dejarse guiar por aquella Estrella peculiar en una actitud de esperanzadora obediencia. Fue el hecho de que, una vez llegados a destino y encontrado el lugar donde vivía el Niño, tuvieron lógicamente que MIRARLO para reconocerlo, adorarlo y ofrecerle sus presentes. No se miraron a ellos mismos, pudiéndolo hacer en el bruñido de su oro que les hubiera devuelto una imagen deleitable en su poder y sus riquezas. Dirigieron sus ojos a Alguien muy pequeño, un bebé en apariencia anónimo como tantos otros, pero su mirada trascendió y supieron identificarlo. "Los Magos ven al Redentor del mundo en un establo. Contemplan a un lactante mientras mama en el regazo materno, le adoran y en persona le ofrecen regalos. Fe admirable que adora como Dios a un niño que reposa en el seno materno sin demostrar ninguna majestad", dice San Máximo de Turín, al filo del siglo V, en su Homilía IV sobre la Epifanía del Señor. Volvieron a su país repletos con la alegría de aquella MANIFESTACIÓN que, a su vez, fueron propagando para que , en su momento, la Buena Nueva saltase a través de las fronteras de mapas, etnias y lenguas. Este es el verdadero poder de la mirada. Saber mirar al otro y no mirarse a si mismo. La segunda, suele ser efímera y estéril. La primera, es siempre fructífera, pregnante, perdurable.
¿Qué imagen me devuelve la pequeña pantalla de mi apéndice electrónico? (me niego a emplear el anglicismo). ¿Me gusta, puedo mejorarla, cosquilleo de placer o me irrito porque un mechón de cabello o el nudo de las corbatas se han desplazado un poco?. De cualquier modo, soy YO MISMO Y ME MIRO a MI MISMO. Al igual que el adolescente Narciso, recreado por Ovidio en el libro tercero de sus Metamorfosis, he rehuido momentáneamente dirigir mi mirada a otra persona que no sea yo mismo. Narciso estaba un poco maldito desde su nacimiento, por la ojeriza de Juno, y se había vaticinado que "sólo llegaría a la vejez si a si mismo no se conociera". Esquivando a cualquier persona que le ofrecía amarle, lo cual implica MIRAR ontologicamente al OTRO, se miraba solamente a si mismo reflejado en las cristalinas aguas del arroyuelo falaz. Enloqueció, se enamoró de aquella imagen que él creía otro, intentó atraparla y sus manos, sumergidas en las ondas, sólo chapoteaban estériles. Cayó al fondo. Su cuerpo inerte, por piedad de alguien, fue metamorfoseado en narciso, esa flor pálida, discreta y amarillenta, de implícita fragilidad.
La fragilidad y el marchitarse acecha también a todos los "narcisos/as" contemporáneos, porque nada hay más efímero que la llamada beautiful people sin más. El día 6 de enero la Iglesia celebra la fiesta de la Epifanía del Señor, que en la tradición litúrgica oriental gozó si cabe de mayor veneración. No cito aquí los versículos de los Evangelios Sinópticos, o incluso los de los Apócrifos, por ser pasajes muy familiares a todo aquel que tenga una formación cristiana básica. En mi opinión, el comportamiento esencial de los tres Magos no fue dejarse guiar por aquella Estrella peculiar en una actitud de esperanzadora obediencia. Fue el hecho de que, una vez llegados a destino y encontrado el lugar donde vivía el Niño, tuvieron lógicamente que MIRARLO para reconocerlo, adorarlo y ofrecerle sus presentes. No se miraron a ellos mismos, pudiéndolo hacer en el bruñido de su oro que les hubiera devuelto una imagen deleitable en su poder y sus riquezas. Dirigieron sus ojos a Alguien muy pequeño, un bebé en apariencia anónimo como tantos otros, pero su mirada trascendió y supieron identificarlo. "Los Magos ven al Redentor del mundo en un establo. Contemplan a un lactante mientras mama en el regazo materno, le adoran y en persona le ofrecen regalos. Fe admirable que adora como Dios a un niño que reposa en el seno materno sin demostrar ninguna majestad", dice San Máximo de Turín, al filo del siglo V, en su Homilía IV sobre la Epifanía del Señor. Volvieron a su país repletos con la alegría de aquella MANIFESTACIÓN que, a su vez, fueron propagando para que , en su momento, la Buena Nueva saltase a través de las fronteras de mapas, etnias y lenguas. Este es el verdadero poder de la mirada. Saber mirar al otro y no mirarse a si mismo. La segunda, suele ser efímera y estéril. La primera, es siempre fructífera, pregnante, perdurable.
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