Pentecostés y el
Paráclito
Esteban Calderón
Facultad de Letras
Universidad de Murcia
Es mi propósito, en esta entrega y otras sucesivas,
desgranar la abundante terminología cristiana de origen griego, palabras que
están enraizadas en nuestro lenguaje eclesial y que constituyen un rico acervo
cultural y teológico.
En la Solemnidad de Pentecostés celebramos que Jesús ha recibido
el Espíritu de manos de Dios y lo transmite a su Iglesia. El término
Pentecostés procede de un adjetivo griego sustantivado: hē pentēkostḗ (hēméra), que quiere decir, «el quincuagésimo
(día)» después de la Pascua contando ambas fechas. El número cincuenta
simboliza la comunidad del Espíritu: ya en el A.T. los grupos de profetas se componen de «cincuenta hombres
adultos» (1 Re. 18, 4; 2 Re. 2, 7). En realidad, debería
transcribirse «Pentecosté», sin -s final paragógica –el griego no la tiene–,
como ya hiciera la legua castellana de los siglos XV y XVI. Pues bien, como ya
anunciaba el evangelio del domingo VI, la presencia del Paráclito cumple la
promesa de Pentecostés.
Y aquí penetramos de nuevo en el ámbito de los vocablos
cristianos de origen heleno. Paráclito es una transcripción del griego Paráklētos (con pronunciación bizantina -i- de la -ē-: de hecho, en castellano también es transcrito como «Paracleto»
desde el s. XV hasta nuestros días), que, a su vez, deriva del verbo parakaleîn, que significa «llamar en
auxilio». Paráklētos procede de la
esfera jurídica y concretamente lo hallamos por vez primera en el orador
Demóstenes. En el N.T. el término
Paráclito es exclusivo del corpus
joaneo: ni la tradición sinóptica ni Pablo lo utilizan; éste ni siquiera en
contextos en los que desea exponer conceptos similares (Rom. 8, 26.34). El mismo Jesús es identificado con el Paráclito ( Jn. 12, 16) y es un adelanto del
Espíritu Santo (Jn. 14, 26). Tras su
muerte y resurrección, Jesús envía a los suyos al Paráclito de parte del Padre
(Jn. 15, 26) o por el Padre mediante
la intercesión del Hijo (Jn. 14,
16.26). De manera que la liturgia y la teología con el vocablo Paráclito hacen
referencia a la tercera persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo
Paráclito. Es, precisamente, Spiritus
Paraclitus el título de una encíclica del sabio Papa Benedicto XVI.
La vinculación de este término con la oratoria griega se pone
más en evidencia, si tenemos en cuenta que, a excepción de 1 Jn. 2, 1, únicamente aparece en los discursos de Juan, es decir,
en un contexto oratorio. Su significado como «defensor» es más nítido todavía
al contrastar la traducción latina: advocatus,
esto es, «abogado». A partir de 1 Jn.
2, 1 se puede observar que el Paráclito es quien está llamado a acudir al lado
de alguien necesitado para ayudarle, para ofrecerle su ayuda legal, para
interceder, para «abogar». La palabra conlleva la idea de consolación, de ahí
que en algunos pasajes se traduzca como «consolador» o «consejero». En
realidad, todo ello forma parte de las funciones del abogado defensor:
aconsejar, interceder o consolar. En Jn.
14, 16 Jesús asegura a sus discípulos que Él rogará al Padre, para que envíe
otro Paráclito, de forma que permanezca con ellos hasta el fin de los tiempos,
a fin de que los consuele en su turbación, los defienda de las asechanzas del
Maligno y abogue ante el Padre. En definitiva, el Paráclito designa dos
aspectos del Espíritu Santo: la presencia misma de Jesús y la defensa que Jesús
ofrece.
La liturgia bizantina conserva el llamado Paraklētikḗ, que es el libro del Oficio de los días de Feria,
desde el domingo después de Pentecostés hasta el inicio del Oficio de Cuaresma.
En otras palabras, un amplio período de tiempo durante el que se vive de los
permanentes «efectos» del Espíritu Santo. Tal es la importancia que se le da.
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