PENTECOSTÉS
Evangelio
Lectura del santo Evangelio según San
Juan 20,19-23.
Al anochecer de aquel día, el día
primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: —Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y
los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz a
vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre
ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos.
1.- Texto. Cuentan
los Hechos de los Apóstoles que los discípulos de Jesús están reunidos en
Jerusalén junto a María, la madre del Señor, y unas cuantas mujeres (cf. Hech
1,13-14); y también relatan los Hechos que hay otra reunión con ciento veinte
hermanos cuando Pedro propone elegir al que debe sustituir a Judas (cf. Hech
1,15). Sea en una ocasión o en la otra sucede que: «de repente […] se llenaron todos del Espíritu Santo…» (Hech
2,2-4). Se cumple una promesa de Jesús resucitado: «Yo os envío lo que el Padre
prometió. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que desde el cielo os revistan de
fuerza» (Lc 24,49; cf. Hech 1,2.8). La situación en la que se encuentran los
protagonistas es de apertura personal al Señor; están en oración; y en medio de
la relación concreta con el Señor, les envía el Espíritu (cf. Lc 3,22; Hech
2,3) para llevar a cabo una misión; en Jesús lo hace en Nazaret, ante su
pueblo, proclamando el año de gracia del Señor (cf. Lc 4,19); los discípulos lo
reciben en Jerusalén, y ante judíos y prosélitos pertenecientes a muchos países
(cf. Hech 2,24); es una primera demostración de que su misión es para Israel,
la primera Iglesia; más tarde, Pedro la abrirá a todas las gentes (cf. Lc
10,44-48) para mostrar la dimensión universal del Evangelio una vez que Dios
Padre ha resucitado a Jesús; en ambos acontecimientos, fruto de dos promesas
del AT (cf. Lc 4,18: Is 61,1-2; Hech 2,17-18: Jl 3,1-5), el Señor se asegura la
obediencia radical de toda la creación a su voluntad salvadora. Ni Jesús ni la
Iglesia son independientes; pertenecen a Dios Padre y son enviados por Él para
salvar a todos los pueblos. El Espíritu es el que asegura la unión con Dios y
la transmisión de su voluntad.
2.- Mensaje. El
Evangelio que acabamos de leer relata que el Resucitado envía a sus discípulos al mundo, donándole su
Espíritu. Entonces, el Espíritu, como principio de la vida (cf. Jn 6,63), sigue
recreando a la humanidad después de la misión de Jesús por la acción de sus
discípulos. El creyente pasa de la muerte a la vida gracias al Espíritu, y con
el Espíritu no puede ya morir (cf. Jn 5,54; 8,51). El Espíritu del Padre y de
Cristo es el que comienza a darle solidez a las instituciones que cobijan a los
nuevos seguidores de Jesús: «Gracias a él, el cuerpo entero trabado y unido por
la prestación de las junturas y por el ejercicio propio de la función de cada
miembro, va creciendo y construyéndose en el amor» (Flp 4,16). ). Y el cuerpo
crece por medio de la acción del Espíritu (cf. Hech 2,1.17-18) y del bautismo
que imparten los discípulos de Jesús como una de las misiones fundamentales que
les da antes de ascender a la gloria divina (Mt 28,19). A todos los nuevos
cristianos los hace Dios morada del Espíritu y les hace experimentar y llamarle
«Abba» (cf. Rom 8,15; Gál 4,6) y a su Hijo ser el Señor: «Como el cuerpo,
siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo muchos, forman un
solo cuerpo, así es Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, nos hemos bautizado en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo y
hemos absorbido un solo Espíritu» (1Cor 12,12-13). Y esto es lo que da cohesión
y unidad a la comunidad (cf. Hech 2,1).
3.- Acción. La
acción del Espíritu en la comunidad cristiana y en cada bautizado confiere una
vida nueva al constituirse en su «templo»: «¿No sabéis que sois templo de Dios
y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguien destruye el templo de
Dios, Dios lo destruirá, porque el templo de Dios, que sois vosotros, es
sagrado» (1Cor 3,16-17). Esto lleva consigo que ya no nos pertenecemos a
nosotros mismos, sino a Dios según la imagen de su hijo Jesucristo: «...
consideraos muertos al pecado y vivos para Dios con Cristo Jesús» (Rom 6,11)»;
o como Pablo dice de sí mismo: «... y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en
mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó
y se entregó por mí» (Gál 2,20). Nace un nuevo sentido de vida que deriva en actitudes y actos que expresan el
amor de Dios manifestado en Cristo y realizado en nosotros por el Espíritu. El
Espíritu es quien inicia y desarrolla la vida nueva del cristiano consagrado a
Dios por el Bautismo.
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