LA RECONCILIACIÓN
III
Jesucristo
La reconciliación de los hombres con Dios, de los
hombres entre sí, con ser experiencias de futuro si se trata de vivirlas en
plenitud, se deben concretar con actos parciales que prueben la veracidad del
amor de Dios a su criatura y la veracidad del sentido fraterno de la condición
humana. Y Jesús prueba la voluntad y compromiso divino al comenzar sendas
reconciliaciones con su presencia en la historia; reconciliaciones que no todos
están dispuestos a secundar (cf. Mc 4,1-9; 10,17-22par). Jesús relaciona y une,
tanto el amor a Dios y el amor al prójimo, el punto de partida al que hay que
volver (cf. Mc 12,28-34par), como la reconciliación con Dios y con el prójimo:
«Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene queja
contra ti, deja tu ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu
hermano y después ve a llevar tu ofrenda» (Mt 5,23-24; cf. Lc 6,37). El Padrenuestro proclama la reconciliación
y la coloca en el corazón de las relaciones entre los seguidores de Jesús y
Dios (cf. Lc 11,4; Mt 6,12).
Con la Resurrección, la
reconciliación entre Dios y los hombres, y de los hombres entre sí pasa por la
historia de Jesús: «No hay más que un solo Dios, no hay más que un mediador, el
hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5). Si el pecado que ha alejado al hombre de Dios
se ha dado en la historia humana, Dios decide personalmente eliminarlo en la
misma historia (cf. Jn 1,14; Rom 8,3; Gál 4,4). Jesús entraña la presencia de
Dios en la vida humana, como revelador de su Palabra y comunicación de su
voluntad salvadora y, a la vez, es un ser humano que le obedece y ama hasta el
extremo (cf. DH 301). Con eso se sitúa en el centro de todas las relaciones de
los cristianos, tanto para Dios, como para los hombres y la creación. De ahí la
confesión de fe: «... para nosotros existe un solo Dios, el Padre, que es
principio de todo y fin nuestro, y existe un solo Señor, Jesucristo, por quien
todo existe y también nosotros» (1Cor 8,6, cf. Col 1,16, Jn 1,3), mediación de
la creación que continúa con la de la reconciliación (cf. Col 1,19-20; Jn
1,14). La vida de Jesús la asume Dios para realizar la Nueva Alianza que los
profetas habían prometido (cf. Jer 31,31-33), pero también la ofrece a los
hombres para que accedan a su salvación; éste es el convencimiento de la
comunidad cristiana desde sus inicios: «Ningún otro puede proporcionar la
salvación; no hay otro nombre bajo el cielo concedido a los hombres que pueda
salvarnos» (Hech 4,12; cf. 2,21; Heb 7,25).
La vida de Jesús, el lugar donde se
encuentran Dios y el hombre, se realiza en un determinado momento de la
historia humana. Pero Dios la ha tomado como el camino de acceso a su creación,
y la ha ofrecido a los hombres para que puedan encontrarse con Él y salvarse.
Jesús, pues, lleva consigo una doble función: contemplado desde Dios es su
Palabra, su Revelación, el Hijo enviado al mundo (cf. Heb 1,5-14); contemplado
desde la vida humana es el hermano misericordioso que actúa en favor de todos
ante Dios (cf. Heb 2,5-18). Si esto es así, la vida de Jesús logra una
importancia que va más allá de su influjo en la Palestina de su tiempo. Este
convencimiento de los primeros cristianos, citado en los párrafos anteriores,
coloca a Jesús como el mediador de la salvación y el reconciliador de todos los
seres creados con Dios, y, por ello, también ha estado en el origen mismo de
toda la realidad: «[Jesús] puede salvar plenamente a los que por su medio
acuden a Dios, pues vive siempre para interceder por ellos» (Heb 7,25).
La iniciativa de la reconciliación y
la fuerza para conseguirla proceden de Dios, que nunca ha dejado de amar a su
criatura aunque viviera alejada de Él (cf. Rom 5,8; 8,35.39). Él no ha tenido
en cuenta ni la rebeldía ni la distancia que el hombre ha establecido con Él:
Dios no le apunta los delitos ni se venga de sus desprecios (cf. 2Cor 5,19). El
amor divino, aunque sufre el pecado, sobrevuela la justicia y reconcilia por
medio de Jesús: «Todo es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de
Cristo» (2Cor 5,18). En el apartado del sacrificio se ha expuesto que el amor,
y un amor llevado hasta dar la vida (cf. Rom, 5,8-10; supra 7.5.2), es el
sentido de la vida de Jesús y el que conduce a una reconciliación verdadera
entre Dios y los hombres. Jesús se da a sí mismo y se entrega hasta el extremo
de sus fuerzas (cf. Gál 2,20). Por eso Pablo centra la expresión máxima del
amor reconciliador de Jesús en su muerte en cruz: «Pues siendo enemigos la
muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios» (Rom 5,10). De hecho, define el
Evangelio como la «palabra de la cruz» (1Cor 1,18), y su anuncio lo resume al
proclamar «a Cristo crucificado» (1Cor 1,23), porque tiene capacidad de
salvación o de reconciliación.
Si Dios ha cumplido su parte, queda
la de los hombres, es decir, iniciar y culminar el proceso que conduzca al
encuentro con Dios y con los demás haciendo posible la estructura filial y
fraterna de la creación. De ahí que Pablo justifique su ministerio, y el de
todos los apóstoles, como continuación de la vida reconciliadora de Jesús:
«Dios estaba por medio de Jesús reconciliando al mundo consigo, no apuntándole
los delitos, y nos confió el mensaje de reconciliación» (2Cor 5,19). Esta es la
propuesta permanente de Pablo: «Somos embajadores de Cristo y es como si Dios
hablase por nosotros. Por Cristo os suplicamos: Dejaos reconciliar con Dios»
(2Cor 5,21). Mas el camino de la reconciliación con Dios en Cristo pasa por la
reconciliación entre los hombres. Y Dios ha allanado el camino para ello: «Él
[Jesús] es nuestra paz, el que de dos hizo uno, derribando con su cuerpo el
muro divisorio, la hostilidad; anulando la ley con sus preceptos y cláusulas,
creando así en su persona de dos una sola y nueva humanidad, haciendo las
paces. Por medio de la cruz, dando muerte en su persona a la hostilidad,
reconcilió a los dos con Dios, haciéndolos un solo cuerpo» (Ef 2,14-17).
La reconciliación y paz entre los
hombres es factible cuando el hombre se entiende de una forma nueva. Del «viejo
Adán» proceden la división, la violencia y la muerte. Con él no hay que contar,
y menos pactar, para tratar de estructurar filialmente la obra de Dios. De ahí
que no pueda existir la unión de la humanidad, sino con una nueva perspectiva
de la vida: el estilo de ser y situarse en la historia que ha tenido Jesús: «Si
uno es cristiano, es criatura nueva. Lo antiguo pasó, ha llegado lo nuevo»
(2Cor 5,17). La «forma nueva» de la vida humana supone el «nuevo hombre», el
«nuevo Adán» que simboliza la vida de Jesús (cf. Gál 4,19; 2Cor 3,18). Los
discípulos se conforman con Cristo, entran en común-unión con él, y tan es así
que se constituye un nuevo ser animado
por el Espíritu (cf. 1Cor 6,17; Gál 2,20). Al «habitar» Cristo en el creyente,
el «estar» en él (cf. 2Cor 13,5; Rom 8,10) hace que esto adquiera una nueva
forma de vida que proviene de la conformidad con el sentido de la existencia que
mostró Jesús en Palestina.
Por consiguiente, el creyente no
debe ahora «seguir», sino «configurarse», «tomar forma», «comulgar» con la
existencia de Jesucristo. El que cree en
Cristo muerto y resucitado «nace de nuevo» (cf. Jn 3,3-8), porque ha sido
revestido del nuevo ser que supone la existencia de Jesús (cf. Gál 3,27; Rom
13,14). Pablo está convencido de que, por un lado, se da un mundo cerrado en sí
mismo, que sólo provoca dolor y muerte y que recluye al hombre en su orgullo y
poder; por otro, de que con Jesús aparece una existencia nueva fundada en el
amor; entendido éste como él ha vivido y enseñado. El paso de una forma de
existencia a otra se realiza gracias a la fe. Por ella el hombre abre su
corazón a Dios, renuncia a alcanzar la salvación por sus fuerzas, y por la obediencia a la fe (cf. Rom 1,5.8;
10,14.16; 15,18; etc.) une su existencia a la de Cristo. Al caminar con Cristo
recibe la reconciliación que Dios ha ofrecido a la humanidad por medio de él.
De esta forma la reconciliación equivale a la justificación por la fe (cf. Rom
5,9-10) y a la plena santificación: «Vosotros un
tiempo estabais alejados, con sentimientos hostiles y acciones perversas;
ahora, en cambio, por medio de la muerte de su cuerpo de carne, os han
reconciliado y os han presentado ante él: santos, intachables, irreprochables»
(Col 1,21-22).
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