Charles Darwin
De A. DESMOND, J. MOORE, J. BROWNE,
J.,
Por Vicente Llamas
Instituto
Teológico de Murcia OFM
Pontificia
Universidad Antonianum
Nos hallamos
ante una biografía heterodoxa que asoma a la educación familiar y los primeros
estudios del naturalista (la impronta de lecturas como la Teología Natural de Paley y su defensa de la adaptación biológica
en calidad de prueba del diseño divino a través de leyes naturales; la
filosofía natural de Herschel, el valor del razonamiento inductivo; los
principios de uniformismo geológico de Lyell; el concepto de organización
biológica y evolución lamarckianos –fijación hereditaria selectiva de hábitos
sostenidos- …), al acontecimiento
configurador de la vida del ‘Philos’ que fueran los casi cinco años a bordo
del Beagle, viaje que le ahorraría el destino
fatal de Pringle Stokes, y al período ulterior de ‘teorización’ en Londres,
marcado por reflexiones acerca del carácter saltacionista (per saltum), sin mezcla de
intermediarios, de las variedades geográficas de una especie (¿se fragua la
neo – especiación en monstruos uterinos según la tipología de Owen?), o sobre
el influjo determinante o no de la senescencia en la extinción. Esta etapa de
su vida sería decisiva, a la postre, para el afianzamiento de un hábito
empirista: la afición a las disecciones como vía procedimental de fundamentación
de las semejanzas embrionarias en la selección natural (el hecho de que cuanto
más temprano fuese el embrión diseccionado, más recordara al ancestro, sugería
que sólo era heredada la tendencia a la variación, en tanto las variaciones
mismas aparecerían después, cuando la selección podía actuar: los embriones en el útero no tocados por la
selección, habían de parecerse más que los divergentes adultos) y al
recurso experimental de la variación artificial y la cría selectiva, como una analogía potente para comprender los
mecanismos maltusianos de la naturaleza.
No es
tampoco ajeno el libro al conflicto personal del patriarca de Kent con el Dios providencial de las reservas
unitaristas de las que procediera, y a su alejamiento del establishment anglicano. Uno de los
capítulos centrales, <Botánica y fe
(1861 – 1882)>, aborda la reorientación en esa época de los trabajos de
Darwin, colaborador habitual del Gardeners
Chronicle y entusiasta impulsor del más ambicioso catálogo floral, el Index Keurensis, a ese área científica,
a fin de mostrar la eficacia de la teoría evolucionista en la comprensión de la
morfología y fisiología vegetal (estudió intensivamente la fecundación de las
orquídeas salvajes e investigó su adaptación al síndrome floral, asegurando la
heterosis), y da cuenta de la interrupción de sus deberes parroquiales a raíz de la ordenación escolar hacia los
‘Treinta y nueve artículos’ de religión, promovida por el nuevo vicario de
Downe.
Entre los
mayores logros del texto destaca la exposición, en el capítulo dedicado al Origen de las Especies, de supuestos
centrales de la teoría evolucionista como el desarrollo de variaciones útiles a
un ser orgánico para la pervivencia individual, transmitidas por los poderosos
resortes de la herencia a la descendencia (principio de selección natural), así
como el énfasis en la provechosa ayuda que
presta la selección sexual a la ordinaria. El capítulo bosqueja cómo la
selección natural conduce a la divergencia de caracteres (cuanto mayor es la
divergencia constitucional y conductual intrapoblacional, mayor el número de
individuos que pueden sustentar un territorio, de suerte que en la modificación
de la descendencia homoespecífica y la pugna heteroespecífica por la
proliferación individual, la diversificación filial incrementa la probabilidad
de supervivencia). Las microdivergencias morfoestructurales entre variedades
homoespecíficas se dan en constante aumento hasta igualar macrodiferencias
entre especies unigenéricas o macrodivergencias heterogenéricas (convergencia
adaptativa). Tales principios (selección natural, divergencia morfológica
individual homoespecífica y convergencia adaptativa), permitirían explicar la naturaleza de las afinidades y de las
diferencias, generalmente bien definidas, que existen entre los innumerables
seres orgánicos de cada clase en todo el mundo (Origin, ed. 1859, 127 – 128).
Otro mérito
del texto consiste en la acotación del prístino significado del término
<darwinismo>, acuñado por Huxley en vida del propio fisicalista de
Shrewsbury, frente a connotaciones desvirtuadas (naturalismo, materialismo,
empirismo, …), derivaciones (darwinismus
–particular versión del darwinismo, entre cuyos seguidores figurara Ernst
Haeckel, que anteponía la ortogénesis a la selección natural-; darwinismo
social, …), lecturas degradantes que
violentan el subtítulo del Origen de las
Especies (<Peservación de las
razas favorecidas en la lucha por la vida>) como las que hicieran la
Alemania genocida, esa pálida madre
brechtiana que gritó su mentira, cubierta
de lodo y de cristales en una noche continua y rasgada, saturada de
ghettos, de camisas pardas y manos
alzadas que se habrían de secar, la
Rusia demente de los gulags y las ilimitadas verstas de fosas y purgas, o la
América fundamentalista de los Señores de la Guerra (curiosamente, tras el
colapso del comunismo soviético y la Guerra Fría, algunas voces progresistas
instaron a la reinvención de paradigmas políticos para el nuevo milenio,
inspirados, no en la doctrina marxista, sino en el canon darwiniano), o el
abuso desafortunado de la idea de selección natural para justificar prácticas
eugenésicas aberradas (no la eugenesia de Galton, apoyada por estudios
biométricos), lejos de esa sinergia con la genética mendeliana que propiciara
la teoría genética de la selección natural desarrollada por Fisher y reforzada
colateralmente por Haldane y Wright, en aras de una síntesis evolucionista.
La obra
testa inducciones que conforman el meristemo apical del corpus ideológico de aquel ‘hombre que paseaba con Henslow’ en sus
formulaciones originarias, despojadas de la posteridad que concitan: la
hipótesis provisional de la pangenesia, que explicaría la transmisión
intergeneracional de rasgos hereditarios (cada parte de un organismo progenitor
libera gémulas que circulan por el cuerpo –cuán cerca, en clave biogenética, de las homeomerías de
Anaxágoras o los lógoi spermatikoí
estoicos- y se depositan en los órganos sexuales para ser transferidas en la
reproducción: <el niño, estrictamente
hablando, no se convierte en el hombre, sino que incluye gérmenes que,
desarrollándose lenta y sucesivamente, forman al hombre> -Variation, ed 1875, 2.398-); el
postulado de <supervivencia del más
apto> (un préstamo de Principles
of Biology de Spencer, filtrado por Wallace como un sustitutivo parcial de la más antropomórfica selección natural); el
apotegma de <cambio de las especies
por descendencia> (Correspondence
11, 402-3); el <poder de la costumbre
en la fijación de expresiones aprendidas> y la herencia de caracteres
adquiridos (Darwin estaba firmemente convencido de la vigencia de una
continuidad evolutiva entre las expresiones -y, por ende, la vida mental- de animales y humanos. Los animales
experimentarían, según esta tesis, vestigios
de las emociones humanas, incluidos los sentimientos morales –The Expression of the Emotions in Man and
Animals-), o el valor del <aislamiento
geográfico en el proceso evolutivo> que resolvería el problema de la
mezcla. Puntuales alusiones a la composición de los cuadernos sobre
transmutación (D y E) y sobre implicaciones conductuales,
psicológicas y metafísicas de la evolución, diseñada
para explicar tanto la mortalidad como la forma corporal, ajustan el
engranaje temático.
El texto
culmina con el esbozo de las directrices axiales del legado, líneas de
proyección ya abiertas: el carácter selectivo del ambiente no eclipsa el
protagonismo de la mutación preadaptativa, fruto del azar, la que provee nuevos
alelos responsables de las variantes genéticas individuales mejor adaptadas que
sobrevivirán. Las mutaciones que forjan el curso de la evolución no son, pues,
producto de la presión ambiental –un saldo de la adaptación-, sino que es ésta
la que resulta determinada por la mutación, con la nada desdeñable carga de
aleatoriedad (el indeterminismo estaba gestado, la ‘providencia de los átomos’,
el torbellino –dine- de formas
infinitas con sus choques y rebotes, su eterno movimiento in- o excéntrico en
un vacío infinito… el azar en la cosmogonía atomista. El viejo debate biológico
entre mecanicismo y teleonomismo que tan bien refiriera J. Monod –Le hasard et la necesité-: la teleología
como ‘ilusión antropocéntrica’ consecuente al rechazo filosófico de nuestra
propia contingencia, y la ‘profunda contradicción epistemológica’ que entraña
la visión teleonómica de la physis,
la percepción de seres capaces de ‘preservar y reproducir la norma
estructural’. La posición supra-teleológica de la invarianza de la naturaleza
postulada por el propio Monod, la ciega týkhē en la raíz del hecho evolutivo. El estatismo
y constancia numeral de formas aristotélicos frente a las incontables formas y
prósperas o frustradas combinaciones fortuitas que fueran modelando a los
versátiles seres animados en la especulación de Empédocles). Las diferencias
morfofisiológicas y comportamentales interindividuales en el seno de una
población pueden ser moldeadas por las condiciones externas, pero los motores
de la neo-especiación a partir de variantes pre-existentes son la mutación
genética –causa primaria de la variabilidad- y la recombinación meiótica: el
fenotipo es sólo la expresión directa de un genotipo (un gen concreto no
sufraga un fenotipo de forma aislada, como si operase en un sistema cerrado.
Los genes se expresan en el medio intracelular, y las células interaccionan
entre sí y con el entorno, pluralizándose los modos de manifestación de un gen
en diferentes organismos según el ambiente de desarrollo). La fracción genómica
heredable impulsa la evolución, y la selección natural, cimentada en el éxito
adaptativo y reproductivo, sólo la encauza (la poliploidía, tanto como la
duplicación de secuencias cromosómicas codificadoras o reguladoras, crisoles de
familias génicas, son mecanismos perentorios en la evolución -fusión de
darwinismo y mendelismo, selección natural y variación génica).
La reivindicación de un
darwinismo no ideológico, la
advertencia del apego quasi teológico
de las nuevas generaciones de biólogos por el mismo y la reverencia a la
selección natural como una deidad manqué,
un relojero ciego que llena el espacio de diseño con maravillosas adaptaciones,
son algunos de los repuntes críticos que adornan a una obra sin hallazgos, pero
también sin sofismas o aporemáticos malabarismos exegéticos, que hilvana con
fluidez detalles biográficos relevantes y periodiza la maduración de las ideas
generatrices del organon darwiniano.
Una sucinta ilación de vida y pensamiento, coaligados con rigor y equilibrio.