DOMINGO IV DE ADVIENTO
«Aquí
está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra»
Lectura del santo evangelio según san Lucas 1,26-38
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por
Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un
hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El
ángel, entrando en su presencia, dijo: - «Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo; bendita tú eres entre las mujeres». Ella se turbó ante estas
palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: - «No temas, María, porque has
encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y
le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin».
Y María dijo al ángel: - «¿Cómo será eso, pues no
conozco a varón?». El ángel le contestó: - «El Espíritu Santo vendrá sobre ti,
y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a
nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de
su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban
estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: - «Aquí está la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y la dejó el ángel.
1.- Texto. La escena de la maternidad de María
se relaciona con el anuncio a Zacarías del nacimiento de Juan Bautista. Jesús
es posterior a Juan, como lo es su anuncio del Reino, que lo hace cuando Juan
ya está encarcelado (cf. Lc 7,18-34). Con el anuncio de la maternidad de María
se pasa del espacio que entraña la ciudad santa de Jerusalén, del templo como
lugar sagrado y de una persona consagrada, —la función e identidad sacerdotal
de Zacarías cuando se le anuncia el nacimiento de Juan Bautista—, a un
pueblecito del norte, sito en Galilea, a una joven virgen prometida para
desposarse, y ubicada en su casa. Dios se va del centro sagrado de Israel a la
periferia. Con María en su casa y en su pueblo, Dios se abre al mundo, como si
todo el universo fuera realmente su casa, la casa que va a albergar a Jesús. El
Verbo asume a un hombre, y en él a la naturaleza humana (cf. Jn 1,14).
2.- Mensaje.
Es
Dios quien abre la escena, o toma la iniciativa, en definitiva se revela, y no
sólo con el envío de Gabriel, sino también al elegir y al favorecer a María, lo
que ratifica el mensajero con la afirmación de que «el Señor está con ella».
Por eso el saludo del ángel es más que saludo: el «alégrate» es porque el Señor
se ha movido en su favor, como el «alégrate» a la Hija de Sión cuando se le
presenta como su Salvador (cf. Sof 3,14-18; Zac 9,9). El texto añade la alegría
de la Resurrección, que anuncia el ángel y experimentan los discípulos (cf. Lc
20,20; 16,22). Ante la extrañeza de María, el ángel responde con el anuncio de
la maternidad, que se relaciona con la benevolencia que el Señor tiene con
María, cuya misión es dar a luz a Jesús y a educarlo. Ello va implícito en la
imposición del nombre, como también la misión de salvación que entraña el
nombre de Jesús. Él será «grande» como se le dice a Dios; y la grandeza le
viene de su filiación, pues será el Hijo del Altísimo. Y porque es Hijo también
será rey, al contrario de la promesa de Natán, en la que el futuro rey, por
serlo, será Hijo de Dios (cf 2Sam 7,8-16). Y el que va a nacer responde a la
expectación mesiánica que lleva consigo la casa de David, —José pertenece a su
«dinastía»—, se sentará en el «trono» de David y «reinará para siempre», como
se le ha prometido.

3.- Acción.-
María
acepta el plan de Dios y se pone a su disposición, porque piensa que todo va a
suceder como le ha comunicado el ángel del Señor, ya que «para Dios nada hay
imposible» (cf. Gén 18,14; Zac 8,6; Lc 18,27), igual que Jesús en el huerto de
Getsemaní: «...no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). María acata la
voluntad del Señor con la libertad propia de toda criatura, el don que Dios
concede al hombre al principio de la creación. Jesús, el Mesías, se concibe sin
concurso de varón para que se evidencie que la salvación la lleva a cabo el
Señor. Aunque necesita de la libertad de María para que sea efectiva una
salvación que se proclama y se hace en el ámbito humano, en la historia. En
definitiva, María pertenece desde este momento a la familia de Dios: «Madre mía
y hermanos míos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (cf. Lc
8,21par), porque obedece al Señor por la escucha de la Palabra, más que por la
obediencia a la ley, como es el caso de Zacarías e Isabel (cf. Lc 1,6). María
somos cada uno de nosotros.
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