Francisco
de Asís y su mensaje
IX
Dios en la historia
La resolución de
Dios, pues, no está en forzar el rumbo de la historia desdiciéndose de la
responsabilidad que le dio al hombre, o abandonar el proyecto primero dejando a
sus criaturas a merced del mal, o eliminar la libertad reduciendo a la persona
a una dimensión inferior tomando las riendas de la historia. Como resume el
cristianismo primitivo contemplando la vida de Jesús y experimentando la
resurrección, Dios ha actuado de la siguiente manera: «Tanto amó Dios al mundo,
que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga
vida eterna» (Jn 3,16); o, por lo mismo: «Dios ha demostrado el amor que nos
tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él [...]
Nosotros hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo como
Salvador del mundo» (1Jn 4,9.14). Se da un paso trascendental de la presencia
de Dios en la tienda de campaña sita en medio de su pueblo (cf. Éx 25,22;
33,7-11; Lev 26,12), después en el templo (cf. 1Re 8,10-11) y en la sabiduría
en la creación (cf. Eclo 24,8), a la vida humana de su Hijo (cf. Jn 1,14).
Con su Hijo en la
historia rehace la imagen divina de sus criaturas. El símbolo de la humanidad
prevista por Dios está en la imagen y semejanza divina de Adán (cf. Gén
1,26-27), que éste deforma, como hemos comprobado (cf. Rom 5,12-19). Ahora Dios
propone a su Hijo como imagen suya (cf. 2Cor 4,4), imagen de la sustancia
divina (cf. Heb 1,3), que lleva su gloria (cf. 2Cor 4,6), «lleno de bondad y
verdad» (Jn 1,14), y sustituye al templo, pues el templo no manifiesta la
gloria divina como el Hijo, ya que el espacio que segregan los creyentes de sus
dominios para ofrecerlos a Dios parten de sus intereses (cf. Ez 44,4). Esto
supone que la vida de Jesús de Nazaret es la vida verdadera del hombre, el
hombre «nuevo» que Dios propone a toda la humanidad, porque en él se proyecta
desde el principio de los tiempos (cf. Col 1,15.17-18) y por él entra en el
camino de la salvación (cf. Rom 8,24); por eso Jesucristo es su fin, el punto
omega de la historia de la humanidad (cf. Ap 1,8).
La decisión de Dios
para reconducir la historia humana la lleva a efecto vaciando a su Hijo de su
gloria y dándole una carne de pecado (cf. Rom 8,3; 1,4): «... el cual, a pesar
de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació
de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y
mostrándose en figura humana, se humilló, se hizo obediente hasta la muerte,
una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Dios ni plantea ni exige que la criatura
renuncie a su naturaleza, a su esencia humana. Dios es el que se hace «carne»,
poniendo su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14), solidarizándose con la vida en
su textura frágil, débil y abocada a la muerte. La humanización de Dios no
significa cubrirse de carne como si fuera un revestimiento exterior, o
instalarse en la interioridad del hombre desconociendo su contexto social, su
andadura histórica y su ser corporal. Dios se hace hombre y toma la historia humana
como algo propio para poder transformarla, y verifica la verdadera humanidad
por el recorrido histórico que hace la vida de Jesús de Nazaret. De ahí que
quede inservible la permanente pretensión humana de «ser como Dios» (cf. Gén
3,4); a lo que debe aspirar la criatura es a ser persona. Es lo que el Logos de
Dios cumplimenta.
La propuesta
cristiana
La vida de Jesús como
encarnación del Logos tiene como fin reconducir la vida estructurándola
filialmente. Así lo leen los cristianos, y proponen el paso de estar sometido
al príncipe de este mundo, a las estructuras de pecado que esclavizan al
hombre, al reino de la luz y de la vida (cf. Jn 12,31; 14,30; etc.). Para
pertenecer al reino de la luz, hay que saber cuál es, y a partir de este
conocimiento, descubrir, renunciar, denunciar y vencer la estructuras del mal
(cf. Jn 3,3.5; 7,7; 12,31; etc.). Jesús lo hace en los exorcismos:
«Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc
10,18; cf. supra 3.3.1.c.).
A las estructuras del
mal se las derrota, no se las convierte; se las sustituye con otras que
respondan a los valores que fundamentan la dignidad humana. Quien se convierte
es el hombre individualmente, no la institución. Y esa victoria sobre el mal
institucionalizado la adelanta Dios al resucitar a Jesús, con lo que se inicia
el mundo «nuevo» proyectado desde su principio. Porque Jesús es la primicia
(cf. 1Cor 15,20-22) de una promesa que corresponde a toda la creación (cf. Rom
8,19) y, naturalmente, a toda la humanidad (cf. Rom 1,16-17; 3,29-30; 1Cor
15,45-49)). La potencia divina para reconducir la historia está ya actuando, no
es una cuestión exclusivamente de futuro, aunque su plenitud se sitúa en este
horizonte (cf. Rom 8,24). La perspectiva divina divisa a todos los hombres
iguales, porque Dios es Creador de ellos. Y esa mirada de Dios permanece en el
tiempo a pesar de la rebeldía humana. Porque Él es, a la vez y para confianza
de todos, «el que da vida a los muertos y llama a existir lo que no existe»
(Rom 4,17). Esta potencia de salvación es gratuita, y, como hemos visto, la
ofrece por el Hijo, el único mediador (cf. 1Tim 2,5) y para nada es
condicionada por los intereses humanos, a fin de que resplandezca con nitidez
la identidad y función de las criaturas en la creación y la posibilidad misma
de realizarse como persona.
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