Francisco
de Asís y su mensaje
VII
Las estructuras del mal
En la película
2001: una odisea del espacio, de Stanley
Kubrick, se narra la existencia de unos simios que luchan contra los leopardos
por la escasa comida que hay en la tierra y contra otros simios por el agua de
una charca. Un monolito aparece de improviso en el terreno de la manada y la
ilumina. La inteligencia que se adquiere al tocarlo se manifiesta en la
utilización de los huesos de las víctimas como instrumento de poder y dominio
sobre los otros. Y logran alejar a los leopardos de los demás animales que
sirven como alimentación y al grupo que se apodera del agua por su mayor
fortaleza física. El grito de victoria y el lanzamiento al aire del hueso con
el que han vencido a sus contrarios y les ha dado de comer y beber se
transforma en una nave espacial símbolo del poder de nuestra era.
Esta secuencia de la
película puede formular la andadura del hombre en la historia que en los
relatos bíblicos se interpreta como el progreso indebido de las cualidades
específicas del ser humano, o el recorrido por un camino equivocado, o la
búsqueda de un objetivo fuera del horizonte marcado por Dios. La interpretación
bíblica del mal en la historia, que enquista o borra la imagen divina, se
describe con el enfrentamiento entre los hombres (Adán y Eva, Gén 3,12; 9,6),
con la lucha fraticida (Caín y Abel, Gén 4,1-16) y familiar (Noé y Cam, Gén
9,25), con la rebelión de la naturaleza que se convierte en indomable y
peligrosa (diluvio universal, Gén 6,5-22), en definitiva, con una situación en
la que el hombre se erige en un dios capaz de alcanzar el cielo, sede de la
divinidad (Torre de Babel, Gén 11,1-8). Es construir una historia con la
pretensión de ofrecer una alternativa a la imagen divina del Creador; el hombre
se hace a sí mismo dueño absoluto de la creación y se constituye en su único
artífice. Esta actitud le conduce a corromper su corazón (cf. Jer 3,17; 18,12),
a no oír la palabra de Dios (cf. Jer 6,10) y, por tanto, alejarse de Él (cf.
Prov 14,12). Se comprueba el enfrentamiento entre la naturaleza y el hombre y
de los hombres entre sí, y, con ello, se evidencia la impotencia colectiva de
practicar el bien y sacudirse el mal de la existencia (cf. Jer 12,23), con lo
que la historia se pervierte (cf. Sal 14,2-3; 116,11; etc.).
El cristiano se
mantiene en la misma línea. El poder del mal, que supera la incidencia de los
pecados individuales, convierte al hombre en esclavo (cf. Rom 6,16). Pablo
afirma que el mal campa por sus fueros en toda la creación (cf. Rom 3,23). La
situación de deterioro generalizado da a entender que hay un mecanismo perverso
que domina los corazones humanos conduciéndolos a la muerte física, que es el
sacramento de una perdición que expresa el sin sentido humano. El hombre, y la
historia que genera, es como si estuviera sometido a un poder superior que lo
disocia, lo descentra y anula, como hemos expuesto antes (cf. supra 7.5.4.a). Y
esto lleva a la conclusión de la incapacidad de hacer el bien de una forma
continua y colectiva, que Pablo relata en los comportamientos paganos y judíos
(cf. Rom 3,23). Pero Pablo cambia la perspectiva. Es cierto que la historia es
una historia del mal y en el mal, pero con la resurrección de Jesús, Dios
ofrece a todos la salvación. Aún más. El misterio del mal ya no se piensa y
analiza por la comprobación de cómo la libertad humana desvía el objetivo
divino de la creación y de su arranque bondadoso, sino por la vida de Jesús
como presencia salvadora divina. Sólo se sabe el alcance del mal por el amor,
que es el que Dios manifiesta en su Hijo (cf. Jn 3,16; 1Jn 4,9). Y esto es aún
peor, porque Dios revela en Jesús el valor de la vida y, por ella, la auténtica
dimensión de la maldad del pecado y de la muerte.
La degradación global
que señala la Escritura indica que el mal tiene una dimensión social indudable,
y se sitúa en las grandes estructuras que, inscritas en las culturas, dan
sentido a los pueblos. Estas mediaciones, que son esenciales para la
convivencia humana, se edifican con unos cimientos tan falsos y contrarios a la
dignidad que determinan las relaciones de la colectividad para mal: en vez de
unir dividen, enfrentan y matan; en vez de establecer la igualdad y el diálogo
entre las personas, las desnivelan y las aíslan. Permanece anclada en el tiempo
lo que debe ser la lógica correspondencia de la evolución del nivel genético y
animal con el nivel de la conciencia y la libertad. Se presentan mecanismos en
la vida de los pueblos que provocan un enfoque histórico confuso, naturalmente
creados, defendidos, apoyados y servidos por grupos humanos. La comunicación
entre las personas y las sociedades hace que se produzcan influencias mutuas, y
que, en el plano individual, se introyecten actitudes perversas, como el odio
mutuo, el rechazo social, el máximo aprovechamiento económico, etc., y que,
quizás, sería impensable si sólo existiesen opciones personales.
Las estructuras de
pecado no resultan de la suma de los pecados individuales, aunque éstos no
permanecen al margen total de la responsabilidad individual de los agentes que
mantienen y defienden estos mecanismos de injusticias, de esclavitud y de
miserias. Y estas estructuras se multiplican por otras menores que establecen
el tejido de las sociedades donde la mayoría de las personas lo respiran desde
que nacen. Se crea, entonces, una escala de valores que se asumen en las
relaciones familiares, se educa en ellos y se elevan a categoría de símbolos de
pertenencia a una cultura. No seguirlos y practicarlos supone dejar de vivir en
una determinada sociedad. Y, por lo general, el poder que engendra la
esclavitud, la codicia que guía a las actividades económicas y el egoísmo que
sustenta la defensa de la propia existencia aparecen arropados por ideales
indiscutibles de la existencia humana, como son la libertad, la justicia, la
comunidad. De ahí la dificultad de descubrirlos, atacarlos y establecer otros
parámetros de convivencia.
Las estructuras del
mal, que desvían a la colectividad humana del fin puesto por el Creador, se
evidencian en el plano socioeconómico. Esto origina las desigualdades entre los
hombres, que atentan directamente contra su dignidad y mantienen el sometimiento
de unos a otros, o el dominio de unos sobre los otros. La política corrupta
sirve a los intereses de grupos sociales privilegiados y avala estructuras
sociales que impiden el normal desarrollo de la vida humana. Las leyes, los
sistemas educativos, los medios de comunicación, etc., fortalecen sistemas e
instituciones que vehiculan un pecado colectivo, que funciona por sí mismo al
margen de la voluntad y conciencia personal. De ahí que sólo se valore la
productividad, fuera cual fuese, el beneficio, mayor o menor, por encima de las
personas que trabajan, dañando su dignidad, que sobrepasa las cosas; las
personas se excluyen del ámbito social por la edad, o por la enfermedad, porque
ni producen ni son útiles según la estructura productiva de la economía. El
sometimiento del hombre a los medios de producción, o a una economía que tiene
sus propias leyes al margen de los intereses de toda una sociedad, o al margen
de la solidaridad y convivencia humanas, es desencaminar la historia humana por
elevar el dinero a la categoría de «dios». Lo mismo podemos decir del saber, de
la religión, de la cultura, etc., cuando se configuran por el poder, o el
dominio de unos sobre otros.
Se verifica la
incapacidad del ser humano para concebir y alcanzar su dignidad de una forma
completa y permanente. Aunque existan actuaciones personales y de algunas
instituciones sociales plenamente concordes con el fin bondadoso del hombre,
imagen de Dios, no se desarrollan con la suficiente fuerza y convicción para
involucrar a toda la humanidad que vive en sus culturas, y menos aún para que
se perpetúen en el espacio y en el tiempo. Aún peor. Parece que el mal se
adapta con suma facilidad a los evidentes progresos de calidad y cantidad que
logra la humanidad, usando las nuevas posibilidades de humanización para
ahondar en su dominio sobre todo. Esta realidad conduce a la afirmación de que
el hombre está dañado. Hay algo en él que le empuja al mal y rompe la armonía
de la creación. Es una disposición permanente para usar las cosas y someter a
los demás según sus intereses y egoísmos. Cuando esta disposición se
institucionaliza en la sociedad, se vuelve anónima y se propaga como elemento
indispensable para la convivencia, disposición que se impone, como sucede, por
la fuerza y la ley, y la política las presenta como esenciales para vivir y
convivir. Las culturas creadas por el hombre, y que, a su vez, lo modelan,
tienen la capacidad para tipificar y potenciar el mal en la historia. Este mal
se convierte en la condición previa de toda vida humana. Otra cosa es el acto
primero de la creación, o cuando Dios expresa fuera de sí lo que Él es, que
supone la esencial dimensión bondadosa de todo cuanto existe.
Al final de la
película de Stanley Kubrick, el hueso como poder humano se convierte en un ordenador
que puede hasta con el mismo hombre que lo ha creado. Se tiene la impresión de
que el hombre solamente puede subsistir y realizarse como poder. De ahí la
creación y permanencia de las estructuras de poder con las que se organizan
nuestras sociedades, al margen de si son válidas para defender y desarrollar
los valores que constituyen la dignidad del ser humano. Así también lo
sostienen en la teoría y en la práctica cantidad de interpretaciones sobre la
historia. Valga como ejemplo la queja de Adorno: «No hay historia universal que
guíe desde el salvaje al humanitario, pero sí de la honda a la superbomba» (
Dialéctica negativa 318). Volvemos a la
primera lectura del hombre que hace la Escritura en este sentido: de «imagen de
Dios» el ser humano pretende «ser dios» entendido como poder absoluto. Por eso
cambia el amor y la libertad, que lo hace posible, por el poder en la relación
con Dios, con los demás, con la naturaleza: de esta manera inicia su historia
solo y se coloca como el único centro de
relaciones de todo cuanto existe.
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