LA REVELACIÓN DE DIOS EN SU HIJO JESÚS
II
Dios se comunica como
Palabra y como Acontecimiento
Marta Garre Garre
Instituto Teológico
OFM
Pontificia
Universidad Antonianum
El hombre puede recibir la comunicación
de Dios porque en lo más íntimo de ser tiende y busca el encuentro personal con
Dios. La inquietud del corazón humano se aquieta sólo en Dios, según afirma San
Agustín. Por ello la persona humana está preparada para recibir el don de Dios,
y que al recibirlo alcanza su plenitud como persona.
La revelación es, ante todo, revelación de la
realidad personal, de la intimidad de Dios. Por eso no puede concebirse otra
forma de revelación que no sea auto-revelación. Y ello por la misma naturaleza
del hombre, su psique. De las cosas podemos aprehender desde fuera su
composición físico química, su estructura atómico molecular y ellas no nos
engañan, no niegan la verdad de su ser a quien las investiga con el método
apropiado; pero, en cambio, respecto de las personas, la conciencia de su
verdad última no puede ser arrancada violentamente con técnicas refinadas de
psiquiatría, de psicología o de tortura. Ante el misterio de la persona, sólo
cabe esperar su autorrevelación gratuita, libre, espontánea: la verdad de la
persona sólo cabe ser creída, no puede ser arrebatada por la fuerza.
La conciencia es el dato original y
constitutivo de su condición de espíritu en el hombre, el lugar donde tiene
lugar la autoposesión del hombre, pues aquí se opera la vuelta del yo sobre sí
mismo, donde percibe su absoluta originalidad e irreductibilidad y justamente
porque se autoposee, puede disponer de sí y puede, por tanto,
revelarse en libertad y amor (no hay
libertad si no hay autoposesión de sí, y lo mismo ocurre con el amor). En
consecuencia, qué sea la revelación no puede entenderse fuera del ámbito de la
persona.
La revelación como “Locutio” (palabra)
El desvelamiento de verdades ocultas o
inaccesibles al entendimiento humano lo hace el Señor por medio de la
manifestación libre y benevolente del propio misterio personal a un tú amigo.
Mejor aún, yo diría que es mostrar el desvelamiento de las categorías
necesarias propiamente humanas para que esto se produzca, de modo que la
realidad humana de Jesús quede así garantizada y sea, a la vez, condición necesaria para la encarnación.
El primer eslabón para que esto se produzca
es la actitud o la intencionalidad de
la persona. Pues no toda palabra es siempre revelación de la intimidad
personal; dependerá en cada caso del grado de compromiso o de la actitud con la
que el hombre afronte ofrecer la totalidad
de su persona. De este modo, la palabra crea de por sí y expresa la
actitud personal del que habla con respecto a la persona a la que habla y por
ello invita por sí misma al interlocutor a tomar la actitud personal
correspondiente.
Esta actitud personal de la palabra aparece concentrada en la palabra “amor” y en
la palabra “testimonio”, porque en ambas el hombre se compromete por entero:
cuando uno ama desvela a la persona amada su realidad interior, y cuando uno da
testimonio, está, aunque no lo quiera, desvelando lo que es, una parte
importante de su realidad interior.
Por consiguiente, a pesar del abuso, de la
manipulación, del descrédito y de la
mentira que muchas veces oscurece la transparencia reveladora de la palabra
humana, sigue siendo incontestable que ésta es el medio privilegiado para
manifestar el fondo del ser personal: mediante ella puede descubrir el hombre
su propio misterio, al tiempo que puede también encubrirlo, puesto que la
palabra no es interioridad pura, sino que lleva consigo necesariamente un
revestimiento “corpóreo”.
La revelación como “acontecimiento”
La revelación de la intimidad conciencial es
siempre un acontecimiento singular, único, irrepetible. Es otro modo de decir
que la conciencia no puede ser en modo alguno cosificada y, por ello mismo, su
manifestación sólo cabe aguardarla como automanifestación inagotablemente
nueva, sorprendente.
“Acontecimiento” sólo se da en la revelación
conciencial porque el sujeto no se
autoposee en todo momento idénticamente igual: de ahí la novedad, la
sorpresa, el asombro, las reacciones inesperadas… que no podemos controlar,
incluso, aunque la palabra sea siempre la misma, pues la intensidad con que se
diga, la situación personal, el estado de ánimo, ¿acaso es eso controlable?
¿Puedo predecir cómo me encontraré interiormente mañana?
Eso supone que no podemos fijar de una vez
por todas, el misterio de la revelación, como tampoco podemos fijar definitivamente
el misterio de la persona. A diferencia del mundo de la naturaleza y de las
cosas, cuyo modo de manifestación (fenómeno) y de comportamiento están de
antemano perfectamente previstos, determinados y controlados por el hombre, la
autorrevelación, en su dimensión personalista, por ser manifestación de la
conciencia, es algo cambiante, vivo que se resiste a la conceptualización, que
no puede manipularse ni cosificarse sin ser destruido en su verdad más propia.
Esta categoría de acontecimiento refuerza la
dimensión personalista de la autorrevelación, ya que es propio de la
manifestación de la conciencia; pero, si observamos, nos desvela algo aún más
importante –en nuestra opinión-, que es
lo que llamamos el “misterio” de la Palabra divina, de la que decimos que en
cada momento y en cada situación concreta es viva, única, irrepetible, dinámica
y actual, y que el autor ha logrado explicar sin tener que recurrir a
categorías o procesos que no sean propiamente humanos.
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