PALABRAS DE JESÚS EN LA
CRUZ
VI-VII
«Después Jesús, sabiendo
que todo había terminado, para que se cumpliese la Escritura, dice: —Tengo sed.
Había allí un jarro lleno de vinagre. Empaparon una esponja en vinagre, la
sujetaron a un hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús tomó el vinagre y dijo:
—Está acabado» (Jn 19,28-30).
Las dos frases se
encuadran en un párrafo que explicita la teología de Juan sobre la persona de
Jesús como Hijo de Dios que tiene perfecto dominio de su vida. Él sabe por qué
ha venido al mundo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para
que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16); y conoce
los acontecimientos históricos y su función en ellos por la plataforma que le
da su preexistencia en la gloria del Padre: «El Hijo no hace nada por su cuenta
si no se lo ve hacer al Padre. Lo que aquél hace lo hace igualmente el Hijo»
(5,19; cf. 8,28; 17,5). Así las cosas, tanto en la cena de despedida de sus
discípulos en la que, con el ejemplo de lavarles los pies, les manda servirse
mutuamente (13,1), como antes de ser apresado por los soldados (18,4), afirma
poco antes de morir: «Jesús, sabiendo...». Este dominio de su vida, que suprime
cualquier influencia o capacidad de decisión de los hombres sobre él, excluye
las estratagemas de las autoridades judías para crucificarle y la sentencia
condenatoria de Pilato. Si él va a morir es porque entrega su vida como un don,
no porque se la quiten (10,17-18).
Más aún. Jesús da su vida
como la expresión máxima del amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da
la vida por los amigos» (Jn 15,13, cf. 13,1). El amor como único horizonte
vital para los discípulos (Jn 13,34-35) hace posible la comprensión y
experiencia del contenido de su obra, la que ha cumplido Jesús en estos
momentos de pasar de esta vida a la gloria del Padre: «Vino a los suyos, y los
suyos no la [Palabra] acogieron. Pero a los que la recibieron los hizo capaces
de ser hijos de Dios: a los que creen en él» (Jn 1,12). La filiación divina de
las criaturas, nacida y cultivada en la relación de amor entre el Padre y el
Hijo y de la Trinidad con los hombres, es la obra que ha llevado a cabo Jesús
en su ministerio desde que puso su morada entre nosotros (Jn 1,14); y, con ello,
ha cumplido la Escritura y ha finalizado su existencia en la historia humana.
La tarea que le ha encomendado Dios ya está hecha (14,31; 17,4). Ha obedecido
con precisión su voluntad: «La copa que me ha ofrecido mi Padre ¿no la voy a
beber?» (18,11). Esa voluntad es su alimento (4,34). Por eso provoca con su petición,
«tengo sed», que le den vinagre para beberlo y observar la Escritura, petición
muy distante de lo comentado de Marcos, Mateo y Lucas donde los soldados o
asistentes son los que se la ofrecen para seguir martirizándolo.
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