ESPÍRITU
SANTO
IV
El
Espíritu en la tradición de la Iglesia
Hay dos causas, entre otras, que
desarrollan el estudio sobre la identidad del Espíritu. La primera proviene de
las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre el mandato de Jesús a sus
discípulos de ir a bautizar a todas las gentes «en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28 19-20). La segunda versa sobre la
preexistencia de Cristo que Pablo afirma en los himnos cristológicos y Juan en
el «Prólogo» del Evangelio. Dios no es una soledad, o un ser aislado y
abstracto. Tiene un Hijo, al que manda al mundo para salvarlo (cf. Gál 4,4-5;
Heb 1,1-3). Y el Padre y el Hijo envían a los creyentes el Espíritu que habita
en ellos y da la nueva vida en Cristo Jesús, prometiendo la resurrección que el
mismo Padre ha obrado en su Hijo. Y no sólo ofrece la resurrección al final de
la historia, sino que constituye a todos los bautizados en Hijos de Dios: «Y
vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor,
antes bien habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:¡
Abbá Padre! El Espíritu mismo se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos» (Rom 8,15-16).
Por consiguiente, la presencia del
Espíritu en la vida y en la doctrina de la comunidad cristiana ha sido
permanente. La
Didajé (VII,1-3)
repite la fórmula bautismal; como Hipólito de Roma (
Trad. Apos.), Justino (
Apología
I,61), Ireneo (
Demostración 7,83),
etc. Es el amor del Padre, que envía a su Hijo para la salvación del mundo y
que, a su vez, envía el Espíritu para llevar a término su obra salvadora y
santificadora. Tertuliano atribuye al Espíritu la función de ser el revelador
del Padre y elabora la fórmula de que la Trinidad son «tres personas y una
sustancia» (Adv. Prax. 2.8,9); son nombres de personas, que no de sustancias y
que entrañan una distinción de propiedades y no división. Orígenes concibe al
Padre como el amor fontal de donde provienen todas las cosas y su ordenación,
la voluntad de amor de la que es engendrado el Hijo, que es su Palabra y su
Sabiduría. El Espíritu es la subsistencia en la relación recíproca entre el
Padre y el Hijo (cf.
Com. Johan., 3,8). Hay tres hipóstasis, pero una misma
naturaleza.
La reflexión sobre la divinidad del
Espíritu y por ende la formulación de la Trinidad en Dios proviene en el
cristianismo de su función
salvadora.
En la historia existe una oferta permanente de salvación que la facilitará por
la presencia del Espíritu y que en la reflexión de los Padres Capadocios se
instrumentaliza como un proceso de santificación que alcanza la unión con Dios.
El Espíritu Santo es el Espíritu santificador de la comunidad cristiana y de
cada uno de los bautizados, que purifica del mal, desarrolla y potencia las
virtudes cristianas, transforma a las personas y les hace alcanzar, finalmente,
la divinidad. Pero los Padres también afrontan el problema de la distinción
dentro de la Trinidad Divina con ocasión del desarrollo de la pneumatología. Se
responde a la pregunta de qué hay en la divinidad que distinga a las tres
personas. Ese algo que debe ser por fuerza divino, que no accidental y como
venido de fuera de la misma esencia de Dios. Lo que distingue a Dios en sí son
las procesiones, o las relaciones: lo distingue sin romper su unidad esencial.
Lo que nosotros experimentamos en la historia de Dios existe en Él mismo: El
Padre engendra al Hijo; el Hijo es engendrado; y el Espíritu también recibe el
ser del Padre y tiene la misma esencia que el Hijo. Estas relaciones internas
son las que estructuran la vida cristiana y la creación por medio de las
misiones divinas que hacen al cristiano aflorar la novedad de la estructura
creada de la creación y de la historia humana, como la intuición de cómo es
Dios en sí mismo. La realidad de Dios es trinitaria, pero también la realidad
creada. Si Dios es una triple relación de amor, también lo es la realidad que
ha salido de su bondad.
La Iglesia se aferra a la revelación
de la Escritura y corrige en los términos que las herejías intentan desviar la
experiencia y el contenido de la fe cristiana. Y los Concilios no tienen más remedio
que inculturar la fe neotestamentaria. Ya hemos visto el término
«consustancial» aplicado a Jesucristo en Nicea (DH 125). Ahora con el Espíritu,
pasa de una simple afirmación de este Concilio (DH 125) y de Dionisio Romano
(DH 112), a un desarrollo igual que tuvo el Hijo en el Concilio I de
Constantinopla, que recoge el Símbolo de San Epifanio (DH 44) y es convalidado
como ecuménico en el de Calcedonia: «Creemos en un solo Dios [...] Y en el
Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre
y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, que habló por los profetas» (DH
150). Por esta época el Concilio Romano con el papa San Dámaso concluye: «Esta
es la salvación de los cristianos: que creyendo en la Trinidad, es decir, en el
Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, [y] bautizados en su nombre, creamos
sin duda alguna que ella es una sola divinidad y potencia, majestad y
sustancia» (DH 176). Y así continúan estas afirmaciones los Concilios de
Toledo: el I del año 400 (DH 188); el III del año 589 (DH 470) y el XI del año
675 (DH 527).
El Concilio Vaticano II precisa muy
bien que el fundamento de toda la revelación cristiana descansa en la Trinidad
y ella constituye el centro del misterio divino manifestado en la Encarnación,
en la Resurrección de Cristo y en Pentecostés: «La Iglesia peregrinante es, por
su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del
Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. Este designio
dimana del “amor fontal” o caridad de Dios Padre, que siendo principio sin
principio del que es engendrado el Hijo y del que procede el Espíritu Santo,
creándonos libremente de su benignidad excesiva y misericordiosa y llamándonos
además por pura gracia a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió
con liberalidad y no deja de difundir la bondad divina, de modo que el que es
Creador de todas las cosas se hace por fin
todo
en todas las cosas (1Cor 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y
nuestra felicidad» (
Ad gentes 2; cf.
Lumen gentium 2).
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