ESPÍRITU
SANTO
III
El
Espíritu en la comunidad cristiana


Hemos comprobado que el Espíritu
está en el origen de la creación, de Israel y de Jesús y su misión. Ahora está
presente también en el origen de la Iglesia y su misión, porque Jesús no sólo
recibe el Espíritu, sino también lo entrega. Cuentan los Hechos de los Apóstoles
que los discípulos de Jesús están reunidos en Jerusalén junto a María, la madre
del Señor, y unas cuantas mujeres (cf. Hech 1,13-14); y también relatan los
Hechos que hay otra reunión con ciento veinte hermanos cuando Pedro propone
elegir al que debe sustituir a Judas (cf. Hech 1,15). Sea en una ocasión o en
la otra sucede que: «de repente vino del cielo un ruido, que llenó toda la casa
donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y posadas
sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a
hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse» (Hech
2,2-4). Se cumple una promesa de Jesús resucitado: «Yo os envío lo que el Padre
prometió. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que desde el cielo os revistan de
fuerza» (Lc 24,49; cf. Hech 1,2.8). Sucede en el día de Pentecostés, la fiesta
de la siega (cf. Éx 23,14), más tarde la fiesta de la renovación de la Alianza
(cf. 2Cró 15,10-13); el ruido y el viento recuerdan la teofanía del Sinaí, cuando
se realiza la Alianza (cf. Éx 19,16-19; 20,18) y responde a la esperanza judía
de una nueva alianza fundada en el Espíritu (cf. Ez 36,26-27); con todo, la
relación más evidente es la de Juan Bautista cuando anuncia que vendrá alguien
que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). Es lo que hace el
Resucitado en este momento.

La misión de la Iglesia se relaciona
con la misión de Jesús como fruto del Espíritu (cf. 1Tes 5,19; 1Cor 12,4.8.11).
La situación en la que se encuentran los protagonistas es de apertura personal
al Señor; están en oración; y en medio de la relación concreta con el Señor,
les envía el Espíritu (cf. Lc 3,22; Hech 2,3) para llevar a cabo una misión; en
Jesús lo hace en Nazaret, ante su pueblo, proclamando el año de gracia del Señor
(cf. Lc 4,19); los discípulos lo reciben en Jerusalén, y ante judíos y
prosélitos pertenecientes a muchos países (cf. Hech 2,24); es una primera
demostración de que su misión es para Israel, la primera Iglesia; más tarde,
Pedro la abrirá a todas las gentes (cf. Lc 10,44-48) para mostrar la dimensión
universal del Evangelio una vez que Dios Padre ha resucitado a Jesús; en ambos
acontecimientos, fruto de dos promesas del AT (cf. Lc 4,18: Is 61,1-2; Hech
2,17-18: Jl 3,1-5), el Señor se asegura la obediencia radical de toda la
creación a su voluntad salvadora. Ni Jesús ni la Iglesia son independientes;
pertenecen a Dios Padre y son enviados por Él para salvar a todos los pueblos.
El Espíritu es el que asegura la unión con Dios y la transmisión de su voluntad.

En todo caso, el suceso acaece a los
cincuenta días de la Pascua de Resurrección, el «paso» de la muerte a la vida
de Jesús, y es el Resucitado quien envía su Espíritu, como expresamente lo
narra San Juan en la segunda aparición a los discípulos: «La paz con vosotros.
Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló y les dijo:
Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22). El
Espíritu, como principio de la vida (cf. Jn 6,63), sigue recreando a la
humanidad después de la misión de Jesús por la acción de los discípulos de
Jesús, que ya poseen el Espíritu. Entonces precisamente como el hombre pasa de
la muerte a la vida y con el Espíritu no puede ya morir (cf. Jn 5,54; 8,51).

El Espíritu del Padre y de Cristo es
el que comienza a darle solidez a las instituciones que cobijan a los nuevos
seguidores de Jesús: «Gracias a él, el cuerpo entero trabado y unido por la
prestación de las junturas y por el ejercicio propio de la función de cada
miembro, va creciendo y construyéndose en el amor» (Flp 4,16). Texto que la
«Lumen gentium» glosa de esta manera: «En efecto, así como la naturaleza humana
asumida está al servicio del Verbo divino como órgano vivo de salvación que le
está indisolublemente unido, de la misma manera el organismo social de la
Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo, que le da la vida para que el
cuerpo crezca» (LG 8). Y el cuerpo crece
por medio de la acción del Espíritu (cf. Hech 2,1.17-18) y del bautismo
que imparten los discípulos de Jesús como una de las misiones fundamentales que
les da antes de ascender a la gloria divina (Mt 28,19). A todos los nuevos
cristianos los hace Dios morada del Espíritu y les hace experimentar y llamarle
«Abba» (cf. Rom 8,15; Gál 4,6) y a su Hijo ser el Señor: «Como el cuerpo,
siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo muchos, forman un
solo cuerpo, así es Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, nos hemos bautizado en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo y
hemos absorbido un solo Espíritu» (1Cor 12,12-13). Y esto es lo que da cohesión
y unidad a la comunidad (cf. Hech 2,1).
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