Francisco de Asís
y su mensaje
XX
El camino de la filiación personal
a. La irrupción de Dios. Jesús inicia la
presencia del Reino de Dios en la historia cuando proclama en Galilea: «Se ha
cumplido el plazo y está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed la buena
noticia» (Mc 1,15). Poco antes, Juan habla de la necesidad de una penitencia
personal para preparar el camino del Señor. Dios toma la iniciativa para
recuperar a su criatura, pero es necesario que ésta deje un resquicio de
libertad a su endiosamiento y autosuficiencia, que enmascara la maldad en el
mundo; debe ceder su poder, en todos los niveles que comporta, a la relación
gratuita del amor de Dios, que es la única que puede iluminar las situaciones
reales de la persona. Por eso es muy fácil comprender que Jesús sea escuchado
en los ámbitos de la pobreza y el pecado, en los que la debilidad abre el
corazón a la influencia divina con más libertad, influencia que es de amor
misericordioso. Hay dos parábolas
que describen esta situación social y esta actitud personal.

Jesús es invitado por
el fariseo Simón. Entonces se presenta en el convite una pecadora conocida por
la gente, que «acudió con un frasco de perfume de mirra, se colocó detrás, a
sus pies, y llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas y a secárselos con
el cabello; le besaba los pies y se los ungía con la mirra» (Lc 7,37-38; cf. Mc
14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8.). Estas acciones de la mujer provocan, por las
reglas de impureza, un juicio del fariseo con el que descalifica a Jesús por no
conocer la clase de persona que le está besando los pies: «Si éste fuera
profeta, sabría quién y qué clase de mujer lo está tocando, que es una
pecadora» (Lc 7,39). Es entonces cuando Jesús propone esta parábola a Simón:
«Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro
cincuenta. Como no podían pagar, les perdonó a los dos la deuda. ¿Quién de los
dos le tendrá más afecto? Contestó Simón: —Supongo que aquel a quien le perdonó
más. Le replicó: —Has juzgado correctamente» (Lc 7,41-43). El fariseo comprende
la intención de Jesús por la respuesta que le da: amará más quien ha sido
perdonado más.

Después de la parábola,
Jesús explica a Simón que Dios ha sido muy benevolente con la mujer al
perdonarle sus pecados: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos
pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor
muestra» (Lc 7,47). Es la razón del porqué responde la pecadora a Dios con
tanto afecto mostrado en la unción, el perfume y, en definitiva, el gesto de
besarle los pies como símbolo de amor a Jesús que se ofrece como intermediario
de la salvación de la mujer. Ésta, arrepentida, y sintiendo la cercanía del
amor misericordioso de Dios, encauza su amor y lo manifiesta en signos externos
que explicitan la relación íntima que existe entre el amor y el perdón en Dios,
la «misericordia entrañable» divina (cf. Neh 9,17; Flp 2,1), y entre el amor y
la fe como respuesta del hombre a Dios. Por eso le dice Jesús a la mujer: «Tu
fe te ha salvado. Vete en paz» (Lc 7,50), como antes se cuenta en las
curaciones de la hemorroisa (cf. Lc 8,48), del leproso (cf. Lc 17,19) y del
ciego de Jericó (cf. Lc 18,42), donde el que percibe la misericordia y se
siente perdonado y revitalizado puede caminar en la paz.

Simón, como fariseo,
basa la fe en la relación legal con Dios. Se fija en el creyente para que sus
actos respondan a las exigencias de la Ley. Jesús, al contrario, pone su mirada
en Dios. Por eso, viendo a la pecadora y hablándole a Simón, fundamenta la fe
en el amor, que es la réplica a la Persona que ama previamente. Y con esta
visión tan diferente es como Jesús, de nuevo, cuenta que un
fariseo y un
publicano suben al templo para orar (cf. Lc 18,10-14). Y los
presenta de una manera contrapuesta al pertenecer a dos tipos sociorreligiosos
distintos. El fariseo, mirándose a sí mismo, hace una oración de acción de
gracias con una orientación horizontal, en este caso comparándose con el
publicano. Es la
beraká judía con la
que se bendice a Dios por los dones que se reciben de Él. Y comienza su oración
de forma negativa y fundada en el propio orgullo: «Oh Dios, te doy gracias
porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o
como ese recaudador» (Lc 18,11). El fariseo observa las leyes del decálogo (cf.
Éx 20; Dt 5), y a continuación refiere su obras: «Ayuno dos veces por semana y
pago diezmos de cuanto poseo» (Lc 18,12), un ayuno que se cumple el lunes y el
jueves y los diezmos debidos al Señor como dueño legítimo de la tierra de
Israel, según prescribe el Deuteronomio (cf. 14,22-23; 12,6-7.17; Lev
27,30-32).

El publicano es el que
recauda para sí y para el Imperio, que no para Dios. Sin embargo su oración es
vertical, su término es Dios. Por tanto tiene una compostura distinta a la del
fariseo. Jesús lo describe con signos que remiten a una actitud interior
humilde y arrepentida. Distante de la presencia del Señor, en la puerta del
atrio de Israel en el templo, no se atreve a levantar los ojos al cielo y se da
golpes de pecho (cf. Lc 23,48). Y esta compostura externa responde a la oración
que hace, que no es de acción de gracias, sino de súplica: «Oh Dios, ten piedad
de este pecador!» (Lc 18,13), y según la pauta que marca el Salmo (51,3):
«Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa».
Su oficio le hace ser una persona impura en contraste con la pureza que los
fariseos cumplen con rigidez.
La solución que da
Jesús es contraria a la opinión común de la gente: «Os digo que éste volvió a
su casa absuelto y el otro no. Porque quien se ensalza será humillado, quien se
humilla será ensalzado» (Lc 18,14), y en línea con lo que antes subraya el
Evangelista sobre los fariseos: «Vosotros pasáis por justos ante los hombres,
pero Dios os conoce por dentro. Pues lo que los hombres exaltan lo aborrece
Dios» (Lc 16,15). El publicano, por la confesión de su pecado, es declarado
justo ante Dios, es decir, comprende y cree a Dios por el amor misericordioso
que le restablece su condición de justo. El fariseo, por el contrario, se hace
justo a partir de sus propias obras e invoca la presencia de Dios para que
ratifique lo que él ya ha conquistado.

Jesús extiende la
actitud del fariseo a los que apoyan su vida en las riquezas (cf. Mc 10,25par),
o en cualquier clase de poder (cf. Mc 10,42; Q/ Lc 4,1-13; Mt 4,1-11) que pueda
ocultar la relación gratuita de Dios (cf. Mt 10,7-10). Sin embargo, Jesús no
anula la potencia natural que vehicula la eficacia de la acción divina, tanto
para el servicio a los demás, como para la unión con Él (cf. Mt 25,14-30). Incluso
aconseja lucir las cualidades humanas como focos del amor de Dios para que
alumbren al mundo sumido en las tinieblas del mal (cf. Mc 4,21par).
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