MISERICORDIA
«CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
IV
3º- Las
comunidades cristianas comparan los sufrimientos y la muerte de Jesús con la
del siervo de los «Cánticos» del libro de Isaías, en el sentido de que dichos
sufrimientos tienen valor expiatorio[1], y los judíos que viven en la diáspora y alejados
de Palestina meditan sobre los mártires inocentes de la rebelión de los
Macabeos (cf. 2Mac 5,1-17). Los sufrimientos y la muerte de los mártires y de
Jesús no se originan por sus pecados, sino que sustituyen y expían los de los
hombres, logrando su perdón por su sangre derramada en la pasión y en la cruz.
La cruz, por consiguiente, no es sólo una iniquidad y un absurdo histórico,
sino que sirve y es útil, porque por medio de ella los hombres se salvan. Entonces
se aplican a Jesús los textos del siervo.
a.- Dice el cuarto cántico: «Él, en cambio, fue
traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes [...] El
Señor cargó sobre él nuestros crímenes» (Is 53,4.6.12)[2]. Mas este dolor no es en vano; sirve como mediación
para la salvación: «Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus
cicatrices nos hemos curado [...] mi siervo inocente rehabilitará a todos
porque cargó con sus crímenes» (Is 53,5.11). Se manifiesta aquí un tormento
distinto de los sufridos por el profeta. Así sucede con Jesús, y lo manifiestan
los textos que transmiten la Última Cena: «Cristo murió por nuestros pecados
según las Escrituras»[3]; dolor y muerte que son fuente de salvación para
todos[4].
El
dolor nace, pues, de la maldad de los demás. Jesús, como el siervo, es
inocente. No sufre un castigo por sus pecados. Y el mal recibido no es
contestado por Jesús, como tampoco por el siervo, sino que lo vive en la
dimensión de la expiación[5]. Expiación
que debe ser infinita, porque el pecado ha ofendido a Dios, ser infinito. Es
necesario alguien que participe de la infinitud divina para que el Señor
conceda el perdón. Jesucristo, hombre y Dios, es el que puede redimir la ofensa
humana: «Todo procede de Dios, que nos
reconcilió consigo por medio de Cristo […Y] al que no conocía el pecado,
lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de
Dios en él»[6]. San
Francisco participa de esta comprensión de la redención: «Del cual
Padre la voluntad fue tal que su Hijo, bendito y glorioso, que nos dio y nació
por nosotros, se ofreció a sí mismo por su propia sangre, como sacrificio y
hostia en el ara de la cruz; no por sí, por quien fueron hechas todas las cosas
(cf. Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos
sus huellas (cf. 1Pe 2,21)»[7].
Escoto
sigue al NT cuando afirma que Jesucristo es la obra máxima de Dios ad extra.
Él es el primero pensado y querido al inicio de la creación antes del pecado de
Adán. Cristo es la causa y fin del
universo[8]. Escoto se pregunta por qué el Logos se hizo
carne. El tema surgió en la Preescolástica cuando los teólogos se plantearon la
cuestión de si la Encarnación se hubiese dado en el caso de no pecar Adán[9]. Escoto parte de la predestinación de Jesucristo y su posición de
preeminencia en el Universo, siguiendo a Pablo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos.
Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que
justificó, los glorificó»[10]. La Encarnación, pues, no debe estar ligada sólo al pecado del hombre. La
Encarnación se hubiese dado en cualquier caso, porque suponía desvelar la
auténtica finalidad de la creación: Dar a Dios la gloria que le corresponde por
su Hijo[11]. La salvación es, sobre todo, una donación personal de Dios en
Jesucristo, que ciertamente supera al pecado, pero no se reduce a esta sola
dimensión. La salvación entonces se enriquece en cuanto que la entrega eterna
del Padre al Hijo, y que lo constituye como tal, hace que Jesús le responda
desde la historia por su radical creaturalidad, representando a toda la
creación[12].
La respuesta del Hijo al amor del Padre la
realiza con su obediencia, que incluye el ejercicio de la libertad, la búsqueda
de la justicia y el sacrificio y la muerte en cruz[13]. El sacrificio y la muerte de Jesucristo se fundan en una relación
amorosa y se enmarcan en el diálogo permanente lleno de vida que mantienen
desde toda la eternidad y desde la presencia en la historia. La salvación,
pues, vista desde la Encarnación, es respuesta de amor a un amor ofrecido
previamente con libertad y gratuidad del Padre al Hijo. En consecuencia, la
Encarnación, y la salvación que conlleva, no surge de algo exterior a Dios, el
pecado, sino del mismo ser de Dios que es Amor misericordioso, Verdad y
Libertad: La Encarnación «se atribuye exclusivamente a la sola misericordia y
bondad divinas»[14]. La Creación la podemos comprender por entero crística, por tanto, filial
para Dios, como es Jesucristo, porque las cosas salieron de Él en Cristo y
retornan a Dios por Cristo[15]. El universo creado es como una pirámide, cuya base es toda la creación y
va ascendiendo conforme las realidades son más perfectas hasta llegar a la
cúspide que es Cristo, el hombre-Dios, en el que se unen naturaleza creada,
humanidad y divinidad filial con la divinidad paterna[16].
En definitiva, el último motivo de la
Encarnación y salvación está en el mismo Dios percibido como Amor: «Formaliter dilectio
et formaliter caritas» (cf. 1Jn 4,16). Y su finalidad para la criatura, para
todo ser viviente, es la glorificación de Aquél que ha hecho posible que
exista.
[1] Como antes adelanta Pablo: «Dios lo constituyó medio de
propiciación mediante la fe en su sangre, para mostrar su justicia pasando por
alto los pecados del pasado en el tiempo de la paciencia de Dios; actuó así
para mostrar su justicia en este tiempo, a fin de manifestar que era justo y
que justifica al que tiene fe en Jesús» (Rom 3,25-26); cf. AA.VV., Gesù servo di Dio e degli uomini.
Roma 1998; M.A. Lavilla, La imagen
del siervo en el pensamiento de san Francisco de Asís, según sus escritos.
Valencia 1997; G. Miccoli, Francisco
de Asís. Realidad y memoria de una experiencia cristiana. Oñate (Guipúzcoa) 1994;
B. Janowski―P. Stuhlmacher (eds.),
The suffering Servant: Isaiah 53 in
Jewish and Christian Source. Grand Rapids 2004; J. Goldingay―D. Payne, A
Critical and Exegetical Commentary on Isaiah 40-55. II. New York 2006.
[2] El
Cántico tiene tres partes: la primera
y tercera el Señor habla de «mi siervo» (cf. Is 52,13-15; 53,11b-12), en la
segunda, escrita por los discípulos del profeta, informan sobre la humillación,
sufrimiento y muerte del profeta (cf. Is 53,1-11ª).
[3] 1Cor 15,3; cf. 11,23-26.
[4] «Durante su vida mortal dirigió peticiones y
súplicas, con clamores y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte, y por
esa cautela fue escuchado. Aun siendo hijo, aprendió sufriendo lo que es
obedecer; ya consumado llegó a ser para cuantos le obedecen causa de salvación
eterna» (Heb 5,7-9). Las citas directas de los Evangelios son: Mt 8,17; 12,17-21; Lc 22,37; Jn 12,38; estas
citas como las referencias en todo el NT, cf. W.H.
Bellinger, Jr.―W. R. Farmer (eds.), Jesus and the Suffering
Servant: Isaiah and Christian Origins. Harrisburg 1998.
[5] «... si entrega su vida como expiación [...] Mi siervo
inocente rehabilitará a todos porque cargó con sus crímenes». Is 53,10-11;
«Pues este hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por todos» (Mc 10,45; cf. Rom 4,25); «Al que no supo de pecado, por
nosotros lo trató como a pecador, para que nosotros por su medio, fuéramos
inocentes ante Dios» (2Cor 5,21). A estos textos se unen los correspondientes
al testamento de Jesús en la Última Cena: «Esto es mi cuerpo que se entrega por
vosotros [...] Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre» (1Cor
11,24-25; cf. Mc 14,24par).
[6] 2Cor 5,17-21. «Si la sangre de
machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra, santifican con su
aspersión a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la
sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios
como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras
muertas, para que demos culto al Dios vivo!» (Heb 9,14-15); cf. Is 53,5-12; Rom
3,25-26;5,10; 8,3; Gál 3,13.
[7] 2CtaF 11-13; «Y perdónanos nuestras deudas:
por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado
Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus
elegidos». ParPN 7;
cf. Adm 6,1; CtaO 3.46.
[8] Ordinatio, III d 19 q un. n 6 91; Beato Juan Duns Escoto, Jesucristo y María. Madrid 2008; G. Iammarrone, La cristología francescana. Impulsi per il presente. Padova 1997,
232-279; J.A. Merino, Juan Duns Escoto. Introducción a su
pensamiento filosófico-teológico. Madrid 2007, 143-158.
[9] La base estaba en una frase de Agustín: «Si el hombre no hubiese perecido,
el hijo del hombre no hubiese venido» (Sermón 174, 2). Hay que tener en
cuenta que en el Medievo se comprendía al mundo desde una perspectiva
cosmológica, y ésta rígidamente jerarquizada, tal y como se la sirvieron los
pensadores griegos y árabes. Esto se resume en el aforismo «Est mundus ordinata
collectio creaturarum» (Guillermo de Conches, Glossa in Timaeum. Ed.
Parent. Paris 1938, 146). La bondad o maldad potenciaban o debilitaban una
perfección cósmica dada por Dios en los orígenes del mundo. De ahí que la
Encarnación, y la Salvación que aportaba, dependía del pecado, pues éste había
trastocado el orden establecido por Dios. Buenaventura y Tomás de Aquino
defienden esta interpretación paulina (Rom 5,12; 1Cor 5,21-22) y tradicional en
la teología (Breviloquio, 4 1; Suma de Teología, III q 1 a 3): La
Encarnación viene a reparar la justicia original perdida por Adán, pues la
creación es buena y lo único que hace Jesucristo es devolverle su situación
inicial. Buenaventura contempla también la Encarnación como perfección de la
naturaleza creada, III Sent., d 1 a 2 q 2.
[10] Rom 8,29-30; cf. Flp 3,21; 1Cor
15,49; 2Cor 5,17; Col 1,18; etc.
[15] Cf. Col 1,20; Ef 1,10.
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