MISERICORDIA
«CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
X
1º
Con la experiencia del Espíritu de
«Cristo», o del «Señor», que actúa la vida nueva, Pablo parte de este principio:
«Por eso doblo la rodilla ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en
cielo y tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros
internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón,
que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender,
junto con todos los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad,
y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del
todo de la plenitud de Dios»[1]. Y lo
desarrolla en tres etapas: 1ª abandono de la existencia fundada en el poder
gracias a la fe y al amor de Cristo y a Cristo, muerto y resucitado; 2ª Cristo
crea el sentido y el centro de la vida porque vehicula la salvación de Dios; 3ª
la configuración con él, que se hace gracias al Espíritu, e inicia la salvación
en esta vida y termina en la futura de resurrección. Pablo lo recapitula en un
párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más aún, todo lo
considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de
ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en
la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree.
¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus
sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de
la muerte»[2].
Y
para ello no existe problema alguno, ya que para llevar a cabo la vida «nueva»
Dios ha conferido su potencia de gracia, su relación de amor, a Cristo con la
Resurrección. Así es posible superar todas las situaciones de la vida
provenientes del hombre «viejo», de la debilidad humana, que impiden caminar en
la senda del Señor. La comunión con Cristo lleva aparejada, por una lado, la
participación en sus sufrimientos, en su cruz, en la que quedan fijados todos
los males de esta vida y que Pablo los considera muertos en la muerte de Jesús,
impotentes para significar algo en la vida «nueva»; y la comunión con Cristo,
por otro lado, entraña la pertenencia a la vida de resurrección que alcanzará
todo su esplendor en la plenitud de los tiempos[3].
Por
consiguiente, hay una elección de Dios en Cristo personal y comunitaria,
individual e histórica, cósmica y angélica. Toda lo que existe es gracia.
Veamos.
Pero la entrega del Señor no
comporta una dimensión exclusivamente individual, sino que se inserta en la historia, formando una sola familia.
Como dice Pablo, Cristo y los cristianos forman un solo cuerpo,
siendo él la cabeza[6].
Esto origina tres dimensiones de la gracia en nuestra historia. En primer
lugar, no hay que huir de la historia. Dios se pone al alcance del hombre,
porque Dios crea el mundo por su bondad y envía a su Hijo por amor: «Dios ha
demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que
vivamos gracias a él»[7].
Como veremos después cuando tratemos de los eremitorios, Dios no renuncia a lo
que ha creado por amor, y se abre paso por medio de las opciones libres del
hombre y sus instituciones. La historia humana es una historia «abierta», que
no una evolución «predeterminada»; es en sí misma un proceso en el que se ha
introducido Dios para transformarla, que no para acompañarla actuando de una
forma yuxtapuesta a los acontecimientos o aniquilando las decisiones libres de
los hombres. La transformación que entraña lo nuevo, que aporta la vida de Jesús, la entienden los cristianos
como una «nueva creación» (2Cor 5,17), cuyos perfiles se irán descubriendo en
la medida en que los hombres desarrollen con Dios la identidad verdadera de
todo lo creado, para que todo sea gracia. El segundo lugar la Encarnación hace
que Jesús participe plenamente de la vida humana, que toda es gracia porque
está sustentada en Dios Padre. Jesús hace el bien y lo expande, y sufre el mal.
Intenta destruir el mal por el bien, transformando el sufrimiento en gracia de salvación[8].
En tercer lugar, la solidaridad de Dios con el hombre potencia al máximo la vida humana, los
valores humanos, tanto en un sentido individual, como un sentido colectivo. Con
la presencia de Dios en la historia se ratifica la bondad de la creación, y la
lleva a su culmen en Jesús.
La salvación también atañe a la
dimensión estrictamente espiritual de la creación, al mundo angélico, que,
gracias a Cristo, logra reconciliarse con los hombres, formando «un cielo nuevo
y una tierra nueva en la que habitará la justicia»[10].
Dios, que crea todas las cosas por medio de su Hijo (cf. Jn 1,3), comienza a
recrearlas por él (cf. Col 1,15-20) hasta que llegue el tiempo en que pase lo
viejo y todo sea nuevo definitivamente (cf. 2Cor 5,17). Así se cumplirá la
visión escrita en el Apocalipsis: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El
primer cielo y la primera tierra han desaparecido, el mar ya no existe. Vi la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como
novia que se arregla para el novio. Oí una voz potente que salía del trono:
Mira la morada de Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán sus
pueblos y Dios mismo estará con ellos. Les enjugará las lágrimas de sus ojos.
Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado. El que
estaba sentado en el trono dijo: Mira, renuevo el universo» (Ap 21,1-5). La
representación de la salvación final ha sido descrita por los profetas con una
escena de banquete de bodas[11].
Esta imagen de la gloria futura es recogida por Jesús[12]
y aparece en el Apocalipsis con la unión entre el Cordero y la creación
representada en la ciudad santa de Jerusalén[13].
Es un símbolo descrito en los párrafos finales del libro que cierra la
revelación cristiana. Con esta esperanza de salvación, la creación espera la
venida definitiva de Jesucristo sentado ahora junto a Dios[14],
para experimentar junto a la humanidad lo que le tiene preparado Dios en el
mundo futuro: «no habrá nada maldito [...] No habrá noche. No les hará falta
luz de lámpara ni luz del sol, porque los ilumina el Señor Dios, y reinará por
lo siglos de los siglos» (Ap 22,3-5).
[1] Ef 3,14-19; cf. 1,15-21; Mt 11,25-27; Col 1,23; 2,7.
[2] Flp 3,8-11; cf. Rom 1,4; 6,4; 8,11-17.
[3] Textos: 2Cor 12,9-10; Flp 1,21;
Rom 6,6; 8,3; Gál 1,19; 2Cor 4,10.
[4] Rom 8,14-17.23; cf. Lc 22,28-30; 24,26; Jn 1,12; Gál 3,16.26-29; 4,4-7;
5,18; Flp 3,10s; 1 Pe 4,13.
[5] Jn 1,12-13; 1Jn 3,9: «Todo el que ha nacido de Dios no comete
pecado, porque su germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido de
Dios»; cf. Jn 3,3-8; 11,52; 1Jn 3,1.2.10; 5,2; etc.
[6]
Cf. Col 1,19; 2,19; 3,15.
[7] 1Jn 4,9-10; cf. Jn 3,16; 2Cor
5,18-19.
[8]
Cf. Mc 10,42; 14,24; Rom 12,21.
[10] Ef 1,10; Col 1,20; 2Ped 3,13.
[11] Cf. Os 2; Is 1,21-26; 49; etc.
[12] Cf. Mt 22,1-10; Lc 14,15-24.
[13]
Cf. Jn 1-3; 2Cor 11,2; Ef
5; etc.
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