El Bautismo
Hombres nuevos en Cristo
Texto
«¿Es que no sabéis
que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados por él en la muerte para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en una vida nueva…..» (Rom 6,3-11)
Reflexión ― III
LA
IRRUPCIÓN DE DIOS
Jesús inicia la presencia del Reino de Dios en la
historia cuando proclama en Galilea: «Se ha cumplido el plazo y está cerca el Reino
de Dios: arrepentíos y creed la buena noticia» (Mc 1,15). Poco antes, Juan
habla de la necesidad de una penitencia personal para preparar el camino del
Señor. Dios toma la iniciativa para recuperar a su criatura, pero es necesario
que ésta deje un resquicio de libertad a su endiosamiento y autosuficiencia,
que enmascara la maldad en el mundo; debe ceder su poder, en todos los niveles
que comporta, a la relación gratuita del amor de Dios, que es la única que
puede iluminar las situaciones reales de la persona. Por eso es muy fácil
comprender que Jesús sea escuchado en los ámbitos de la pobreza y el pecado, en
los que la debilidad abre el corazón a la influencia divina con más libertad,
influencia que es de amor misericordioso. Hay dos parábolas que describen esta
situación social y esta actitud personal.
esús es invitado por el fariseo Simón.
Entonces se presenta en el convite una pecadora conocida por la gente, que
«acudió con un frasco de perfume de mirra, se colocó detrás, a sus pies, y
llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas y a secárselos con el cabello;
le besaba los pies y se los ungía con la mirra» (Lc 7,37-38; cf. Mc 14,3-9; Mt
26,6-13; Jn 12,1-8.). Estas acciones de la mujer provocan, por las reglas de
impureza, un juicio del fariseo con el que descalifica a Jesús por no conocer
la clase de persona que le está besando los pies: «Si éste fuera profeta,
sabría quién y qué clase de mujer lo está tocando, que es una pecadora» (Lc
7,39). Es entonces cuando Jesús propone esta parábola a Simón: «Un acreedor
tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Como no
podían pagar, les perdonó a los dos la deuda. ¿Quién de los dos le tendrá más
afecto? Contestó Simón: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Le replicó:
—Has juzgado correctamente» (Lc 7,41-43). El fariseo comprende la intención de
Jesús por la respuesta que le da: amará más quien ha sido perdonado más.
Después de la parábola, Jesús explica a
Simón que Dios ha sido muy benevolente con la mujer al perdonarle sus pecados:
«Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado
mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7,47). Es la
razón del porqué responde la pecadora a Dios con tanto afecto mostrado en la
unción, el perfume y, en definitiva, el gesto de besarle los pies como símbolo
de amor a Jesús que se ofrece como intermediario de la salvación de la mujer.
Ésta, arrepentida, y sintiendo la cercanía del amor misericordioso de Dios,
encauza su amor y lo manifiesta en signos externos que explicitan la relación
íntima que existe entre el amor y el perdón en Dios, la «misericordia
entrañable» divina (cf. Neh 9,17; Flp 2,1), y entre el amor y la fe como
respuesta del hombre a Dios. Por eso le dice Jesús a la mujer: «Tu fe te ha
salvado. Vete en paz» (Lc 7,50), como antes se cuenta en las curaciones de la
hemorroisa (cf. Lc 8,48), del leproso (cf. Lc 17,19) y del ciego de Jericó (cf.
Lc 18,42), donde el que percibe la misericordia y se siente perdonado y
revitalizado puede caminar en la paz.
Simón, como fariseo, basa la fe en la
relación legal con Dios. Se fija en el creyente para que sus actos respondan a
las exigencias de la Ley. Jesús, al contrario, pone su mirada en Dios. Por eso,
viendo a la pecadora y hablándole a Simón, fundamenta la fe en el amor, que es
la réplica a la Persona que ama previamente. Y con esta visión tan diferente es
como Jesús, de nuevo, cuenta que un fariseo y un publicano suben
al templo para orar (cf. Lc 18,10-14). Y los presenta de una manera
contrapuesta al pertenecer a dos tipos sociorreligiosos distintos. El fariseo,
mirándose a sí mismo, hace una oración de acción de gracias con una orientación
horizontal, en este caso comparándose con el publicano. Es la beraká
judía con la que se bendice a Dios por los dones que se reciben de Él. Y
comienza su oración de forma negativa y fundada en el propio orgullo: «Oh Dios,
te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos,
adúlteros, o como ese recaudador» (Lc 18,11). El fariseo observa las leyes del
decálogo (cf. Éx 20; Dt 5), y a continuación refiere su obras: «Ayuno dos veces
por semana y pago diezmos de cuanto poseo» (Lc 18,12), un ayuno que se cumple
el lunes y el jueves y los diezmos debidos al Señor como dueño legítimo de la
tierra de Israel, según prescribe el Deuteronomio (cf. 14,22-23; 12,6-7.17; Lev
27,30-32).
El publicano es el que recauda para sí y
para el Imperio, que no para Dios. Sin embargo su oración es vertical, su
término es Dios. Por tanto tiene una compostura distinta a la del fariseo.
Jesús lo describe con signos que remiten a una actitud interior humilde y
arrepentida. Distante de la presencia del Señor, en la puerta del atrio de
Israel en el templo, no se atreve a levantar los ojos al cielo y se da golpes
de pecho (cf. Lc 23,48). Y esta compostura externa responde a la oración que
hace, que no es de acción de gracias, sino de súplica: «Oh Dios, ten piedad de
este pecador!» (Lc 18,13), y según la pauta que marca el Salmo (51,3): «Misericordia,
oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa». Su oficio le
hace ser una persona impura en contraste con la pureza que los fariseos cumplen
con rigidez.
La solución que da Jesús es contraria a
la opinión común de la gente: «Os digo que éste volvió a su casa absuelto y el
otro no. Porque quien se ensalza será humillado, quien se humilla será
ensalzado» (Lc 18,14), y en línea con lo que antes subraya el Evangelista sobre
los fariseos: «Vosotros pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce
por dentro. Pues lo que los hombres exaltan lo aborrece Dios» (Lc 16,15). El
publicano, por la confesión de su pecado, es declarado justo ante Dios, es
decir, comprende y cree a Dios por el amor misericordioso que le restablece su
condición de justo. El fariseo, por el contrario, se hace justo a partir de sus
propias obras e invoca la presencia de Dios para que ratifique lo que él ya ha
conquistado.
Jesús extiende la actitud del fariseo a
los que apoyan su vida en las riquezas (cf. Mc 10,25par), o en cualquier clase
de poder (cf. Mc 10,42; Q/ Lc 4,1-13; Mt 4,1-11) que pueda ocultar la relación
gratuita de Dios (cf. Mt 10,7-10). Sin embargo, Jesús no anula la potencia
natural que vehicula la eficacia de la acción divina, tanto para el servicio a
los demás, como para la unión con Él (cf. Mt 25,14-30). Incluso aconseja lucir
las cualidades humanas como focos del amor de Dios para que alumbren al mundo
sumido en las tinieblas del mal (cf. Mc 4,21par).
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