domingo, 16 de marzo de 2014

Hombres nuevos (VIII)

                      Configurarse con Cristo

                                          VIII


Hay una relación directa entre el anuncio del mensaje de salvación de Dios realizado por Jesús y su seguimiento, pues ir tras él conlleva configurarse con su persona y vida; morar en él es formar el cuerpo de los hijos de Dios: «Sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio. A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera él el primogénito de muchos hermanos» (Rom 8,28-29; cf. Flp 3,10.21).

Morar en Cristo. Hemos afirmado la continuidad de la presencia de Jesús con la presencia del Resucitado por obra del Espíritu, con lo que permanece la salvación de Dios en la historia. Y del contenido del mensaje de Jesús, que fue el Reino, se pasa al anuncio de la persona del Resucitado. Se identifica el anuncio de la salvación con el de la persona de Cristo. Pero anunciar a Cristo es también unirse a él, morar «en él». Esto implica asumir el destino de Jesús, del cual él hizo partícipes a sus discípulos: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame» (Mc 8,34par). Y Jesús entiende la vida como servicio en contraposición al poder y dominio que se ejerce en la sociedad (cf. Mc 10,45), sentido de vida que deja como testamento a sus discípulos (cf. Mc 14,22-25par; Jn 13,2-14). Comprender la vida como amor, visibilizada en el servicio, se concreta en dar la vida por todos; es el destino de pasión y muerte (cf. Mc 8,36).
Este estilo de vida lo sigue Pablo cuando enseña que el cristiano debe configurarse con Cristo; como fue la vida de Cristo, así es la vida del creyente en él (cf. Rom 15,1-3; Flp 3,7-8). Conformarse a la persona de Cristo es asumir como propias las actitudes que modelan su vida como servicio. Entonces la vida de Jesús, como manifestación del amor de Dios al hombre, es a la que se conforma el cristiano, cuyo amor, vivido según Dios, va a ser la clave de su unión con Jesús, de la participación en su salvación y del ofrecimiento de dicha salvación a todo el mundo. Pablo se pone como ejemplo de este proceso del amor: el Padre se entrega al Hijo, el Hijo se entrega a Pablo (cf. Gál 2,20) y Pablo a todos los cristianos (cf. Rom 15,16-20). Y se fomenta la unidad y el significado del amor gracias al Espíritu (cf. Rom 8,15; 2Cor 11,23-33). El amor nace de la experiencia de la fe, que se desarrolla precisamente cuando se ama: «... lo que cuenta es una fe activa por el amor» (Gál 5,6). El amor, y su expresión servicial, es el que deben practicar los cristianos y con él que amplían la imagen divina del Hijo, es decir, su filiación divina (cf. 1Cor 15,44-49; Flp 2,5-11; etc.).
La relación que establece el amor de Dios configura a Cristo y a los cristianos y comporta una lógica propia. Para que exista, es necesario la desapropiación de su dignidad, como hemos visto en el himno de la carta a los Filipenses (2,6-8). Esto estructura la condición histórica que experimenta Jesús: participa de la vida humana en su desnudez, sin poder social, intelectual y religioso, tomando un estilo de vida humilde y sencillo al margen de toda pretensión personal (cf. Gál 4,1; Flp 2,7; etc.); la afirmación paulina es clara: «... el Mesías no buscó su satisfacción» (Rom 15,2-3; cf. Mc 15,30-31par). Y con la forma de siervo, con la debilidad que implica el despojo de su gloria y la pobreza, propone la salvación a todos los hombres. La salvación definitiva comienza cuando el amor de Dios actúa en la vida de su Hijo y en la de los hombres hechos hijos suyos y hermanos de él. Así la creación reorienta su andadura hacia la verdadera plenitud. Jesús termina su vida exaltado, retornando a la gloria del Padre, constituido Hijo de Dios para siempre. Este ciclo vital es el que recorre el cristiano; sigue el mismo proceso de Jesús. Cuando inicia su experiencia amorosa salvadora de los demás por la fe en Jesús, con la que asume la justificación divina, en ese mismo momento comienza su «resurrección», su «vida eterna» en términos joánicos (cf. Jn 3,15.36; 5,24). La vida, entendida como relación de amor, se convierte en una entrega sin límites a los demás; se transforma en servicio a los demás, y, a la vez, nace desde Dios y para Dios, porque es precisamente Dios con su Espíritu quien le ha dado, no sólo el querer entregarse, sino también la fuerza para hacerlo. Por consiguiente, la Encarnación, como expresión máxima del amor, que entraña la desapropiación de los atributos del Verbo, termina en la cruz, que es la desapropiación humana del Hijo y manifiesta la entrega sin límites que el cristiano hace de sí mismo por amor (cf. Jn 15,13). Y en ese proceso histórico de Jesús y de los que creen en él surge el hombre «nuevo», «imagen y semejanza» de la nueva revelación de Dios entendido exclusivamente como amor.


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