EL
ESPÍRITU SANTO
II
El Espíritu en la comunidad
cristiana
Hemos comprobado que el Espíritu está
en el origen de la creación, de Israel y de Jesús y su misión. Ahora está
presente también en el origen de la Iglesia y su misión, porque Jesús no sólo
recibe el Espíritu, sino también lo entrega. Cuentan los Hechos de los
Apóstoles que los discípulos de Jesús están reunidos en Jerusalén junto a
María, la madre del Señor, y unas cuantas mujeres (cf. Hech 1,13-14); y también
relatan los Hechos que hay otra reunión con ciento veinte hermanos cuando Pedro
propone elegir al que debe sustituir a Judas (cf. Hech 1,15). Sea en una
ocasión o en la otra sucede que: «de repente vino del cielo un ruido, que llenó
toda la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y
posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos del Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía
expresarse» (Hech 2,2-4). Se cumple una promesa de Jesús resucitado: «Yo os
envío lo que el Padre prometió. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que desde
el cielo os revistan de fuerza» (Lc 24,49; cf. Hech 1,2.8). Sucede en el día de
Pentecostés, la fiesta de la siega (cf. Éx 23,14), más tarde la fiesta de la
renovación de la Alianza (cf. 2Cró 15,10-13); el ruido y el viento recuerdan la
teofanía del Sinaí, cuando se realiza la Alianza (cf. Éx 19,16-19; 20,18) y
responde a la esperanza judía de una nueva alianza fundada en el Espíritu (cf.
Ez 36,26-27); con todo, la relación más evidente es la de Juan Bautista cuando
anuncia que vendrá alguien que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16).
Es lo que hace el Resucitado en este momento.
La
misión de la Iglesia se relaciona con la misión de Jesús como fruto del
Espíritu (cf. 1Tes 5,19; 1Cor 12,4.8.11). La situación en la que se encuentran
los protagonistas es de apertura personal al Señor; están en oración; y en
medio de la relación concreta con el Señor, les envía el Espíritu (cf. Lc 3,22;
Hech 2,3) para llevar a cabo una misión; en Jesús lo hace en Nazaret, ante su
pueblo, proclamando el año de gracia del Señor (cf. Lc 4,19); los discípulos lo
reciben en Jerusalén, y ante judíos y prosélitos pertenecientes a muchos países
(cf. Hech 2,24); es una primera demostración de que su misión es para Israel,
la primera Iglesia; más tarde, Pedro la abrirá a todas las gentes (cf. Lc
10,44-48) para mostrar la dimensión universal del Evangelio una vez que Dios
Padre ha resucitado a Jesús; en ambos acontecimientos, fruto de dos promesas
del AT (cf. Lc 4,18: Is 61,1-2; Hech 2,17-18: Jl 3,1-5), el Señor se asegura la
obediencia radical de toda la creación a su voluntad salvadora. Ni Jesús ni la
Iglesia son independientes; pertenecen a Dios Padre y son enviados por Él para
salvar a todos los pueblos. El Espíritu es el que asegura la unión con Dios y
la transmisión de su voluntad.
En
todo caso, el suceso acaece a los cincuenta días de la Pascua de Resurrección,
el «paso» de la muerte a la vida de Jesús, y es el Resucitado quien envía su
Espíritu, como expresamente lo narra San Juan en la segunda aparición a los
discípulos: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.
Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,22). El Espíritu, como principio de la vida (cf. Jn 6,63),
sigue recreando a la humanidad después de la misión de Jesús por la acción de
los discípulos de Jesús, que ya poseen el Espíritu. Entonces precisamente como
el hombre pasa de la muerte a la vida y con el Espíritu no puede ya morir (cf.
Jn 5,54; 8,51).
El
Espíritu del Padre y de Cristo es el que comienza a darle solidez a las
instituciones que cobijan a los nuevos seguidores de Jesús: «Gracias a él, el
cuerpo entero trabado y unido por la prestación de las junturas y por el
ejercicio propio de la función de cada miembro, va creciendo y construyéndose
en el amor» (Flp 4,16). Texto que la «Lumen gentium» glosa de esta manera: «En
efecto, así como la naturaleza humana asumida está al servicio del Verbo divino
como órgano vivo de salvación que le está indisolublemente unido, de la misma
manera el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de
Cristo, que le da la vida para que el cuerpo crezca» (LG 8). Y el cuerpo
crece por medio de la acción del
Espíritu (cf. Hech 2,1.17-18) y del bautismo que imparten los discípulos de
Jesús como una de las misiones fundamentales que les da antes de ascender a la
gloria divina (Mt 28,19). A todos los nuevos cristianos los hace Dios morada
del Espíritu y les hace experimentar y llamarle «Abba» (cf. Rom 8,15; Gál 4,6)
y a su Hijo ser el Señor: «Como el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros, y
los miembros, siendo muchos, forman un solo cuerpo, así es Cristo. Todos
nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, nos hemos bautizado en un solo
Espíritu para formar un solo cuerpo y hemos absorbido un solo Espíritu» (1Cor
12,12-13). Y esto es lo que da cohesión y unidad a la comunidad (cf. Hech 2,1).
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