Francisco de Asís y su
mensaje
IV
Pasión por la pobreza
La segunda actitud es
su pasión por la pobreza, nacida del seguimiento de Jesús.
Cuando Francisco emprende el camino de la penitencia,
llama la atención a sus conciudadanos de Asís, y no precisamente para su edificación.
En un determinado momento se le unen tres personas muy conocidas en la ciudad:
Sabbatino, Morico y Juan de Capella, que obedecen las órdenes del Poverello de
vivir de la limosna. Entonces les echan en cara «que habían dado sus bienes
propios para consumir los ajenos [...] Sus mismos parientes y consanguíneos los
hacían blanco de su persecución. Otros ciudadanos hacían burla de ellos, como
de memos y locos, porque en aquellos tiempos a nadie se le ocurría dejar sus
propios bienes para luego pedir limosna de puerta en puerta». Así se concreta
en la Regla: «Y guárdense los hermanos y sus ministros de ser solícitos de sus
cosas temporales, para que libremente hagan de sus cosas lo que el Señor le
inspirase. Con todo, si se requiere un consejo, tengan licencia los ministros
de enviarlos a algunos temerosos de Dios, con cuyo consejo sus bienes se
distribuyan entre los pobres» (RegB 2,7-8; cf. RegNB 2,1.5). Hasta el obispo de
Asís, a quien Francisco confía todos sus propósitos y con el que contrasta cada
nuevo paso que da para seguir a Jesús según el Evangelio, le aconseja que
desista de vida tan dura. Francisco acierta en la respuesta: «Señor, si
tuviéramos algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí
nacen las disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el
amor de Dios y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en
este mundo» (TC 35). De esta forma
legisla para la fraternidad, cuya firmeza se acentúa conforme pasan los años:
«Guardémonos, por lo tanto, los que lo dejamos todo (cf. Mc 10,28par), no sea
que perdamos por tan poca cosa el reino de los cielos. Y si en algún lugar
encontráramos dinero, no nos preocupemos de él, como del polvo que hollamos con
los pies, porque es vanidad de vanidades
y todo vanidad (Eclo 1,2)» (RegNB 8,5-6); «Mando firmemente a todos los
hermanos que de ningún modo reciban dinero o pecunia por sí ni por interpuesta
persona» (RegB 4,1); y en el Testamento enfatiza la firme obediencia
en la no posesión de cosas, viviendas o privilegios reduciendo los bienes al
intercambio por el trabajo, peculiaridad de las sociedades agrícolas: «Y yo
trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los
otros frailes trabajen en trabajo que conviene a la decencia. Los que no saben,
aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el
ejemplo y para rechazar la ociosidad» (Test
20-21; cf. 24-25).
Al despojo de sí se une
el despojo de las cosas. Pero sucede con Francisco lo que dice el himno de la
Carta a los Filipenses sobre Cristo: la kénosis se transforma en glorificación
sobre todo lo creado: «Por eso Dios lo exaltó y le concedió un título superior
a todo título» (2,9). La liberación de las cosas por la pobreza entraña un
sentido de pertenencia a la creación distinto a la ligadura que supone su
posesión. Nace la sensación de vivir entre ellas con el sentido fraterno bajo
la mirada de Dios Creador y Providente (cf. Mt 6,25-34; Lc 12,22-31). Entonces
todas las cosas se pueden usar, porque se da una relación pacífica con ellas;
el cosmos es suyo, como él es del cosmos. Cuando visita la dama Pobreza una
fraternidad franciscana, después de comer pan, beber agua y descansar en el
suelo, teniendo como almohada una piedra, se levanta con toda presteza y suplica
que se le enseñe el claustro. «La llevaron a una colina y le mostraron toda la
superficie de la tierra que podían divisar, diciendo: “Éste es nuestro
claustro, señora» (SC 63). La casa de Francisco es la creación entera, porque
toda es hija de Dios y hermana suya. Ahí establece Francisco el límite de la
fraternidad y de la filiación divina.
La tradición teológica
también explica el porqué de la comprensión de Francisco sobre la naturaleza.
Hay una diferencia entre
signo,
perteneciente a la tradición sacramental de Agustín (
De vera religione 36 66), y
símbolo,
según lo entiende el pensamiento franciscano fundado en el Pseudo Dionisio.
El signo hace presente por sí una realidad divina,
pero no en virtud intrínseca del signo mismo, sino porque su significado ha
sido instituido por el hombre. El Pseudo Dionisio, en cambio, piensa que antes
de conocer las cosas lo que interesa es lo que hay tras ellas, la realidad que
las fundamenta. Esto lo expresa el símbolo, y así puede comprender el universo
como una teofanía.
Buenaventura defenderá después de Francisco que se capta lo
que son las cosas por el concepto de contuición,
que es la condición antropológica que hace posible la percepción sensible de
Dios en el mundo (Exaemeron 3 8; Itinerario 1 2; Breviloquio 5 1). Francisco experimenta la creación con esta
perspectiva simbólica, mediada cristológicamente. Es Jesús quien le hace
descubrir la fraternidad de todos los seres y su filiación divina según los
grados del ser. Las criaturas no son un medio, o una base en la que se apoya
para su relación y unión con Dios. Las criaturas no remiten a Francisco a la
divinidad; al contrario, las aves del cielo, los peces del mar, el aire, el
fuego, el agua y el sol contienen a Dios, son vestigios de la bondad inmensa
que anida en el corazón que las ha creado. Por eso les puede decir hermanas e
hijas de Dios. Y por eso les habla como a los seres vivos que portan la
presencia divina.
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