“... y la vida del mundo futuro. Amén.”
V
Origen de la expresión “vida del mundo futuro”
José María Roncero
Instituto Teológico de Murcia OFM
Pontificia
Universidad Antonianum
Una
posible articulación: Bruno Forte
Hasta ahí la teología positiva, los
datos. Vamos con la especulativa, que ha de ser necesariamente breve.
El estilo más adecuado para ello sería
el “teilhardchardiano”, esa arrobante mixtura de teología, poesía y cosmología.
Tienen una muestra en la última página del folleto. Pero, por sensatez, me decanto por el de la
teología “normal”.
Lo hago siguiendo a Bruno Forte, y
robándole muchas de sus bellas expresiones.
Para dar sentido a “la fatiga del vivir”
hay que iluminar “el horizonte último de todo lo que existe”, del universo
entero donde transcurren “las obras y los días de los hombres”.
Una escatología “pascual” y en clave
trinitaria postulará un futuro personal solidario con la humanidad y con el
mundo entero. El Dios vivo, uno y trino, llama a su vida sin ocaso a todo lo
que existe. Para eso y por eso ha sido creada toda criatura.
La esperanza de Israel se cumple
sobreabundantemente en la muerte y resurrección de Cristo y deviene “promesa de
un nuevo y definitivo cumplimiento”: lo acaecido en la Pascua “es el comienzo
del mundo nuevo, la inauguración de la nueva alianza”, que hace real en Jesús,
como primicia, el futuro de la creación entera.
La tensión entre el «ya» del Resucitado
y el «todavía no» de su vuelta, entre el mundo presente y el mundo futuro
prometido, se remonta así a la Escritura. En la conciencia de la fe el tiempo
intermedio es el de la Iglesia, signado por la espera y la misión. De modo muy
real, “el «todavía no» pesa sobre el «ya» y lo cualifica”.
Pero la serena certeza del final
consumador no elimina la espesura del mientras tanto, tiznado aún por el mal y
el pecado, ese “«misterio de iniquidad» que no es posible ignorar o minimizar”
ni en la historia ni en el hombre.
Nacida de la Pascua, hay que pensar la
articulación entre el mañana escatológico y el hoy del hombre y del universo en
términos dialécticos.
Ello implica la denuncia crítica y
comprometida del mal y sus raíces, en la estela de ese Jesús que pasó haciendo el bien y curando a los todos
los oprimidos por el diablo (Hch 10,38), si bien sobre el horizonte
confortador de que “el futuro de Dios no
confirma ni confirmará el pecado del mundo; más aún, es y será su juicio”.
A la denuncia sigue el anuncio. La
victoria pascual sobre la muerte es promesa de vida para “la «carne» del hombre
y del mundo en toda su densidad”. La ética pascual tinta ya de futuro
resucitado todo esfuerzo en pro de la vida del hombre y su mundo, esfuerzo
animado siempre, créase o no, por el Espíritu. La “responsabilidad ecológica
hacia todas las criaturas” y “el servicio histórico de la promoción humana”,
como dice con rotundidad el Vaticano II, preparan “la materia del reino de los
cielos”.
De ahí que la esperanza, si es
escatológica, tiene que ser operativa, praxis amante y liberadora de todos y de
todo, que se implica históricamente en la transformación del mundo presente
para, habitado, acercarlo a la promesa de Dios. Sin confusionismo prometeico,
pero sin separación espiritualoide. Esperar en Cristo es una aventura histórica
de dimensiones cósmicas. El mundo futuro es don de Dios, y, por ello, tarea de
los esperantes en Dios.
De esa su condición de don trascendente,
que mana del acontecimiento pascual, proviene la reserva escatológica frente a
cualquier “futuro relativo” -lo hoy posible y mañana realizable- que siempre
será menor que el “futuro absoluto” que sólo es Dios. La resurrección del Señor supone la
sobreabundancia superadora y novedosa de la creación primera e inaugura ya el
alba de la vida del mundo futuro.
Como ya advirtió el número 39 de la Gaudium
et spes, esa ilusionante espera de una tierra nueva, “no debe
amortiguar, sino más bien avivar” nuestro servicio a esta tierra. Dicho con
las hermosas palabras del actual arzobispo de Chieti-Vasto:
“... [el] universo entero en la Trinidad, el mundo
entero como patria de Dios «todo en todos», no es un sueño para huir del
presente, sino un horizonte que estimula el compromiso y da a cada uno de los
seres el sabor de la dignidad, al mismo tiempo grande y dramática, que se le ha
otorgado”.
De esa ética escatológica nace una espiritualidad consecuente. El cristiano,
fiel al mundo presente, pero no menos fiel al mundo venidero, sabe que el «ya»
de la salvación obrada en Cristo lo impele, con la fuerza del Espíritu y los
dones de Padre, a cooperar en la construcción de lo porvenir.
Pero, a la vez, es consciente de que
esperar - en frase de Gustavo Gutiérrez - “no es conocer el futuro, sino estar
dispuesto... a acogerlo como un don”.
No en vano, y como afirma san Pablo
retomando a Isaías (Is 64,3), ni el ojo
vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para
los que lo aman (1 Cor 2,9).
Conclusión
Siendo honrado con Dios y con la
teología, no veo factible ofrecer contornos más precisos del “cómo” de esa
“vida del mundo futuro” que profesa el final del Credo.
Hay un libro, publicado aquí en Murcia
en el 2006, que nos cuenta en 300 páginas lo que “haremos en el cielo”[1]
pero yo prefiero hacer caso del venerable Padre Congar, que regañaba a quienes
hablaban de las realidades futuras como si hubieran estado allí en persona.
Mi propuesta inicial era que “para dar
hoy razones de nuestra esperanza deberíamos profundizar en la fórmula
constantinopolitana, en la «Vida del Mundo Futuro»”.
Con temor y temblor, pero con esperanza
cierta -como rezaba Francisco de Asís-, yo la sugiero como merecedora del
esfuerzo de pensar, la humildad de orar
y la osadía de proponer, dentro y fuera de la Iglesia.
En el evangelio de Lucas, hacia el final
de su discurso apocalíptico, y dirigiéndose no a los discípulos, sino a todos
los que lo escuchaban en el Templo, dijo Jesús: “Cuando empiecen a suceder
estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra
liberación" (Lc 21,28).
Quiero pensar esta tarde que eso fue
dicho también para toda la creación.
Sin María no hay Teología. No puede haberla
sin referencia a esa Virgen Inmaculada a la que la Iglesia, en el Vaticano II,
reconoce “como Reina del universo”, y a quien san Juan Damasceno
llamaba, más franciscanamente, por así decir, «la Soberana de todas las
criaturas».
Por eso concluimos, igual que
empezábamos, con unas palabras de Benedicto XVI, unas palabras sobre la mujer
que ya vive la “Vida del Mundo Futuro”:
"Este es... el núcleo de nuestra fe
en la Asunción: creemos que María, como Cristo... ya vive lo que proclamamos en
el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»...
El cristianismo
no anuncia ... una cierta salvación del alma en un impreciso más allá... sino
que promete... «la vida del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es
valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios...
El mundo
definitivo será el cumplimiento también de esta tierra... Estamos llamados ...
como cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta
un día en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros
mismos podríamos construir... Oremos al
Señor para que nos haga... hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios,
hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en
medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y
esperan. Amén”.
[1] U. Sánchez García, ¿Qué
haremos en el cielo? Las relaciones hombre-Dios en la vida eterna, UCAM,
Murcia 2006.
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