domingo, 9 de noviembre de 2014

Origen de la expresión “vida del mundo futuro”

... y la vida del mundo futuro. Amén.

                                                                                   V     

                     Origen de la expresión “vida del mundo futuro”

                       

                                                           José María Roncero
                                                           Instituto Teológico de Murcia OFM
                                                                     Pontificia Universidad Antonianum
                       



                                   Una posible articulación: Bruno Forte

Hasta ahí la teología positiva, los datos. Vamos con la especulativa, que ha de ser necesariamente breve.

El estilo más adecuado para ello sería el “teilhardchardiano”, esa arrobante mixtura de teología, poesía y cosmología. Tienen una muestra en la última página del folleto.  Pero, por sensatez, me decanto por el de la teología “normal”.

Lo hago siguiendo a Bruno Forte, y robándole muchas de sus bellas expresiones.

Para dar sentido a “la fatiga del vivir” hay que iluminar “el horizonte último de todo lo que existe”, del universo entero donde transcurren “las obras y los días de los hombres”.

Una escatología “pascual” y en clave trinitaria postulará un futuro personal solidario con la humanidad y con el mundo entero. El Dios vivo, uno y trino, llama a su vida sin ocaso a todo lo que existe. Para eso y por eso ha sido creada toda criatura.

La esperanza de Israel se cumple sobreabundantemente en la muerte y resurrección de Cristo y deviene “promesa de un nuevo y definitivo cumplimiento”: lo acaecido en la Pascua “es el comienzo del mundo nuevo, la inauguración de la nueva alianza”, que hace real en Jesús, como primicia, el futuro de la creación entera.

La tensión entre el «ya» del Resucitado y el «todavía no» de su vuelta, entre el mundo presente y el mundo futuro prometido, se remonta así a la Escritura. En la conciencia de la fe el tiempo intermedio es el de la Iglesia, signado por la espera y la misión. De modo muy real, “el «todavía no» pesa sobre el «ya» y lo cualifica”.

Pero la serena certeza del final consumador no elimina la espesura del mientras tanto, tiznado aún por el mal y el pecado, ese “«misterio de iniquidad» que no es posible ignorar o minimizar” ni en la historia ni en el hombre.

Nacida de la Pascua, hay que pensar la articulación entre el mañana escatológico y el hoy del hombre y del universo en términos dialécticos.

Ello implica la denuncia crítica y comprometida del mal y sus raíces, en la estela de ese Jesús que pasó haciendo el bien y curando a los todos los oprimidos por el diablo (Hch 10,38), si bien sobre el horizonte confortador  de que “el futuro de Dios no confirma ni confirmará el pecado del mundo; más aún, es y será su juicio”.

A la denuncia sigue el anuncio. La victoria pascual sobre la muerte es promesa de vida para “la «carne» del hombre y del mundo en toda su densidad”. La ética pascual tinta ya de futuro resucitado todo esfuerzo en pro de la vida del hombre y su mundo, esfuerzo animado siempre, créase o no, por el Espíritu. La “responsabilidad ecológica hacia todas las criaturas” y “el servicio histórico de la promoción humana”, como dice con rotundidad el Vaticano II, preparan “la materia del reino de los cielos”.

De ahí que la esperanza, si es escatológica, tiene que ser operativa, praxis amante y liberadora de todos y de todo, que se implica históricamente en la transformación del mundo presente para, habitado, acercarlo a la promesa de Dios. Sin confusionismo prometeico, pero sin separación espiritualoide. Esperar en Cristo es una aventura histórica de dimensiones cósmicas. El mundo futuro es don de Dios, y, por ello, tarea de los esperantes en Dios.

De esa su condición de don trascendente, que mana del acontecimiento pascual, proviene la reserva escatológica frente a cualquier “futuro relativo” -lo hoy posible y mañana realizable- que siempre será menor que el “futuro absoluto” que sólo es Dios.  La resurrección del Señor supone la sobreabundancia superadora y novedosa de la creación primera e inaugura ya el alba de la vida del mundo futuro.

Como ya advirtió el número 39 de la Gaudium et spes, esa ilusionante espera de una tierra nueva, “no debe amortiguar, sino más bien avivar” nuestro servicio a esta tierra. Dicho con las hermosas palabras del actual arzobispo de Chieti-Vasto:

“... [el]  universo entero en la Trinidad, el mundo entero como patria de Dios «todo en todos», no es un sueño para huir del presente, sino un horizonte que estimula el compromiso y da a cada uno de los seres el sabor de la dignidad, al mismo tiempo grande y dramática, que se le ha otorgado”.

De esa ética escatológica nace  una espiritualidad consecuente. El cristiano, fiel al mundo presente, pero no menos fiel al mundo venidero, sabe que el «ya» de la salvación obrada en Cristo lo impele, con la fuerza del Espíritu y los dones de Padre, a cooperar en la construcción de lo porvenir.

Pero, a la vez, es consciente de que esperar - en frase de Gustavo Gutiérrez - “no es conocer el futuro, sino estar dispuesto...  a acogerlo como un don”.

No en vano, y como afirma san Pablo retomando a Isaías (Is 64,3), ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman (1 Cor 2,9).


Conclusión

Siendo honrado con Dios y con la teología, no veo factible ofrecer contornos más precisos del “cómo” de esa “vida del mundo futuro” que profesa el final del Credo.

Hay un libro, publicado aquí en Murcia en el 2006, que nos cuenta en 300 páginas lo que “haremos en el cielo”[1] pero yo prefiero hacer caso del venerable Padre Congar, que regañaba a quienes hablaban de las realidades futuras como si hubieran estado allí en persona.

Mi propuesta inicial era que “para dar hoy razones de nuestra esperanza deberíamos profundizar en la fórmula constantinopolitana, en la «Vida del Mundo Futuro»”.

Con temor y temblor, pero con esperanza cierta -como rezaba Francisco de Asís-, yo la sugiero como merecedora del esfuerzo de pensar, la  humildad de orar y la osadía de proponer, dentro y fuera de la Iglesia.

En el evangelio de Lucas, hacia el final de su discurso apocalíptico, y dirigiéndose no a los discípulos, sino a todos los que lo escuchaban en el Templo, dijo Jesús: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación" (Lc 21,28).

Quiero pensar esta tarde que eso fue dicho también para toda la creación.

Sin María no hay Teología. No puede haberla sin referencia a esa Virgen Inmaculada a la que la Iglesia, en el Vaticano II, reconoce “como Reina del universo”, y a quien san Juan Damasceno llamaba, más franciscanamente, por así decir, «la Soberana de todas las criaturas».

Por eso concluimos, igual que empezábamos, con unas palabras de Benedicto XVI, unas palabras sobre la mujer que ya vive la “Vida del Mundo Futuro”:

"Este es... el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que María, como Cristo... ya vive lo que proclamamos en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»... El cristianismo no anuncia ... una cierta salvación del alma en un impreciso más allá... sino que promete... «la vida del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios... El mundo definitivo será el cumplimiento también de esta tierra... Estamos llamados ... como cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir...  Oremos al Señor para que nos haga... hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan. Amén”.







[1] U. Sánchez García, ¿Qué haremos en el cielo? Las relaciones hombre-Dios en la vida eterna, UCAM, Murcia 2006.

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