Francisco de Asís y
su mensaje
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Lectura de Francisco de Asís
Adecuar la historia
humana a su estructura filial divina es la finalidad de la presencia de Dios en
la historia. La vida de Jesús es la que hace real la promesa divina de
regenerar al hombre dada en el mismo acto de su separación de Dios (cf. Gén
3,3) y alimentada por siglos en el diálogo que Dios ha mantenido con Israel.
Recuperada la imagen divina de la humanidad por Jesucristo, toca a los
cristianos hacer relevante dicha imagen para transitar por los caminos de la
historia según la voluntad de Dios. Francisco de Asís también es una guía en
este sentido.
El hombre
imagen de Dios y de Cristo.
Hemos dicho antes que
Francisco comprende que la creación y el hombre están bien hechos, porque
provienen de un Creador bondadoso que imprime su imagen en ellos. Dios es
bondad (cf. RegNB 17,4.17), y toda la realidad creada lleva esa bondad en su
corazón al ser imagen del Padre y de su Hijo (cf. RegNB 23,41-55; 1Cel 119;
2Cel 165; etc.). Es una cuestión de experiencia de Dios, que hace la vida no
sólo buena, sino bella (cf. AlD 1; 1CtaF 1,11; 2CtaF 55). El cosmos no está
dominado por espíritus que buscan la perdición del hombre, ni exclusivamente
por la maldad humana. Antes al contrario, es un espejo en el que se contempla
la bondad de quien lo ha hecho, del escultor que ha esculpido una obra
perfecta.
La conducta de Dios
hacia todo lo creado (cf. Jn 3,6; 1,3), la hace suya y la proclama por doquier;
Jesucristo es su faro, su luz (cf. Jn 1,4; 8,12) en una triple perspectiva:
humana, filial y fraterna.

1º Francisco se
siente a gusto entre los hombres. No necesita huir de la existencia humana,
sino disfruta a Dios en las relaciones que establece con los demás, y esto
lleva consigo que el sentido y horizonte de su vida esté en la relación con
ellos; antes de su conversión, por su natural abierto y bondadoso (cf. LM 1,1);
después de su encuentro con Dios y Jesús, para proclamar la salvación a todos
los pueblos (cf. RegNB 23,7; 2CtaF 1-2; etc.). En un momento de su vida sufre
la tentación de dejar la vida social para recluirse en un eremitorio. De hecho,
Francisco es un defensor de la vida contemplativa separada de las actividades
apostólicas (cf. RegE 1-10). Consultados dos hermanos de Las Cárceles y Santa
Clara, decide continuar su misión entre los hombres (cf. LM 12,2; Flor 16,1). Y
Francisco entra en el paraíso perdido y encuentra a las plantas y a los
animales pertenecientes a su propia naturaleza, creada y filial a Dios; su
casa, pues, es el mundo (cf. SC 63;
Jacobo
de Vitry, BAC 966). Y en el mundo encuentra al hombre, como Adán a Eva:
«¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2,23), porque el
hombre es la corona de la creación: «Considera, oh hombre, en cuán grande
excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y te formó a imagen de su
amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu» (Adm 5,1; cf.
RegNB 23,1-3). Y si es su «imagen», percibe su bondad en Él y en las criaturas;
y si es su «semejanza», es para entablar las relaciones con Él siguiendo a su
Hijo, del que recibe su gracia y la capacidad para amar a todo lo que ha salido
de sus manos: «Pues si la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano
de todas las criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo
hermanase más aún con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y
redimidos con la sangre del Hacedor» (LM 9,4; cf. Ap 6,9).

Y en este paraíso que
es la Tierra y la historia humana se cartea con los jefes de este mundo, a los
que recuerda que actúen bajo la presencia del Creador, que es el que la unifica
y da sentido (cf. CtaA 7); se dirige a todos los cristianos para decirles que
Dios no sólo indica el horizonte de la vida humana, sino que se ha comprometido
con hechos salvadores a reconducir constantemente los rumbos de una historia
equivocada (cf. 1CtaF 4-44), y lo hace por medio de su Hijo y de todos los
bautizados, porque son hijos del Padre celestial; sus vidas son la habitación y
morada del Padre, y por las obras que realizan, precisamente por su potencia y
fortaleza, lo hacen presente entre los hombres (cf. 2CtaF 48-49.62). En
definitiva, la humanidad es como una familia (cf. RegB 10,5), y para que sea
tal, la posición de cada uno dentro de ella es como la de la madre: servidora
de todos y última de todos (cf. RegNB 7; 9,10-11; RegB 3,10-14; 6,8; CtaL 2;
Test 19).

El amor, que une a
Dios con los hombres y a los hombres entre sí, es el que estructura la familia
humana, comprendida como familia de Dios. Un amor experimentado como potencia
interior que no se puede refrenar. Ese dejarse guiar por el amor es como un
fuego que quema todo el ser de Francisco. Este simbolismo lo sitúa en medio de
las criaturas, objeto de su entrega sin fin (cf. LM 9,2-3.5; 9,2-3). Sin
embargo, la pasión del amor no se traduce en poder para dominarlas, porque
vivir con lo necesario, con el fruto del trabajo (cf. RegNB 7; RegB 5; Test
20-22) no conduce a la acumulación de riquezas que avalan el poder de unos
sobre otros, o las luchas de unos contra otros. Y, al renunciar a las riquezas
(cf. RegB 2,5; LP 60; 1Cel 13-15), conquista la libertad que nace de la
obediencia a los valores evangélicos (cf. RegB 1,1). Entonces explicita el amor
como cortesía (AP 4.26.29.37-39), respeto (TC 57-58; AP 21), ternura y dulzura
(cf. 1Cel 83; 2Cel 167; LM 8,6.11), y cuyo objeto es toda la humanidad: a los
amigos y a los enemigos (RegNB 22,1-4; 2CtaF 26-27.38). Esto evita manipular la
realidad y someterla a los intereses egoístas, lo que en Francisco implica un
don de la gracia y un severo control interior: «Mas cuando salía afuera, por
conformarse a la palabra del Evangelio, se acomodaba en la calidad de los
manjares a la gente que le hospedaba, pero tan pronto como volvía a su retiro,
reanudaba estrictamente su sobria abstinencia. De este modo, siendo austero
consigo mismo, humano para con los demás y fiel en todo al Evangelio de
Cristo...» (LM 5,1; cf. 5,9). La creación, pues, está bien hecha y ordenada, y
resplandece por su belleza, porque Dios es un amor humilde, ordenado y bello
(cf. AlD 5). Y la humanidad también, porque es imagen suya y «porque lo que es
el hombre delante de Dios, eso es, y no más» (LM 6,1).
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